viernes, julio 22, 2016

Tarjetas



Hoy, en un rato libre el trabajo, me he puesto a revisar antiguas tarjetas profesionales de visita (esos artefactos de cartón, rectangulares, que se utilizaban no hace mucho para intercambiar datos entre desconocidos, antes de que el nombre y los apellidos fueran suficientes para comprobar nuestro C.V., nuestra cara, lo que hemos escrito y los lugares en los que hemos estado de vacaciones) y, no lo recordaba, pero en el reverso de todas aparecen nombres de libros, editoriales, películas con su horario en el cine, referencias geográficas y otras cosas similares. Me ha gustado encontrarlas. Las tarjetas eran mías (siguen siéndolo, pero ya no sirven de nada, porque desde entonces han pasado tres vidas, cuatro destinos diferentes en la misma empresa, una nueva carrera laboral en paralelo, una familia recién, mil libros, veinte kilos menos, qué sé yo) y, como suele pasar con las cosas que escribimos, me han llevado a recordar justo eso: películas, viajes, libros, afanes intelectuales de otra época y a mí mismo hace diez o doce años, o el tiempo que haya pasado desde que empecé a utilizarlas como notas adhesivas. Y voilà, heme allí, un poco sin quererlo, un poco sin esperarlo, haciendo cosas que ahora no hago por falta de tiempo, o porque la tecnología las ha vuelto obsoletas, o porque ya no me interesan: yendo a ver una película de Jim Jarmusch (siempre a los cines en versión original de Plaza España) o leyendo fascinado un poema de Gil de Biedma (¡si no fuera tan puta! creo recordar que decía uno de los versos refiriéndose a sí mismo) o viendo una exposición o escribiendo un trabajo académico sobre la vejez o tomando una sopa china en un cuchitril de mi barrio que lleva más de un lustro cerrado. Lo que sea. Son mías, pero podrían ser de cualquiera. Esa es la verdad. De cualquiera. 

Todo esto no tiene la mayor importancia, pero justo eso me ha llevado a ponerme a escribir, en un (vano) intento de dejar constancia del paso del tiempo y de cómo esa identidad que muchos creen inmutable es, en realidad, un vórtice. El hombre que seré no recordará a este que escribe el texto, pero el mero hecho de que este texto exista le permitirá evocar, recordar vagamente, a dos de sus predecesores: el de ahora, fascinado por el modo en que sus hijos se convierten poco a poco en personas, fascinado por los movimientos cada vez más precisos de la pequeña, a punto de empezar a gatear y por las frases cada vez más complejas del mayor, por la explosión neuronal de sus pequeños cerebros. Y al que fui, que quería dejar huella, y que creía que no había nada más allá de los libros, la música, el cine y la conversación. Tal vez, el sexo. 

Por cierto, he cogido las tarjetas porque necesitaba un cartoncito para hacerme una boquilla para el tabaco de liar, que se me habían acabado. Está bien que, al menos, sirvan para eso, para irse convirtiendo poco a poco en basura. Ahí está la gracia.