martes, julio 29, 2008

Juguetes

Desde hacía algún tiempo, su pareja y él se habían aficionado a los juguetes sexuales. No es que los necesitaran, no, pero hacían el sexo más divertido y mejor, y precisamente por eso se habían convertido en coleccionistas. Su última adquisición había sido un juguetito que vibraba a las órdenes de un mando a distancia. La gracia del asunto era llevarlo puesto en una reunión en la que hubiera más gente que no tuviera ni idea de la situación. El morbo de saber que tu pareja está excitada y que nadie más de la reunión es capaz de advertirlo los ponía a ambos a cien. Ambos fantaseaban con el momento de arracarse la ropa una vez hubieran llegado a casa después de la velada. Ambos fantaseaban con la cara que pondrían cuando estuvieran utilizándolo.

Decidieron probarlo en público por primera vez en una cena con otras tres parejas amigas. Cuando probó por primera vez el mando, notó como la cara de su pareja se ruborizaba ligeramente y eso le excitó mucho. La segunda vez, su pareja ya no mostró ninguna sorpresa por la sensación, tal y como había sucedido antes, pero le miró de una manera que le provocó una erección inmediata. La tercera vez, se fijó en que había otra mujer de la reunión que se comportaba de forma parecida cada vez que él apretaba el botón. La cuarta vez advirtió que cuando el amigo que estaba dos puestos a la derecha miraba fijamente hacia delante, su propia mujer se excitaba, aunque él no hubiera utilizado el mando a distancia. Comprendió entonces que ellos no habían sido los únicos en tener la misma idea. A los cinco usos, los cuatro implicados eran conscientes de lo que estaba sucediendo.

Siguieron charlando de cosas intrascendentes durante la cena, llegaron los cafés, los postres, las copas, los cigarrillos. Ellos, alegando compromisos tempranos al día siguiente, se retiraron pronto. No fueron los únicos. Cuando estaban a punto de entrar al coche, la otra pareja propuso una última copa en su casa.

miércoles, julio 23, 2008

Calor

En verano el cerebro se licúa, incapaz de tener más ideas, y el calor no ayuda, cómo va a ayudar si lo único que nos apetece es estar tirados en la cama dejando pasar el tiempo dulcemente, con el ruido del ventilador de fondo y el esfuerzo de los ciclistas subiendo un puerto de montaña y el sol achicharrando la calle, esto es, llenando de chicharras los árboles (chicharras es como siempre se han llamado a las cigarras en mi tierra, ¿qué ruido hacen si no?) y quemando a los pobres turistas que se empeñan en completar su ginkana particular a las cuatro de la tarde, pobres criaturas blancas y rojas, todas del atlético, dando vueltas como zombies debajo de gorras y viseras.

Y las gotas de sudor se deslizan por nuestro pecho y hace demasiado calor incluso para acariciarse con la lubricidad que crean todos esos cuerpos al aire, incluidos los cuerpos de los pobres turistas, tan blancos, tan blancos como el mármol de los monumentos que parecen titilar en la distancia, sus moléculas moviéndose enloquecidas por todo este calor que salió del sol hace ocho minutos, a millones y millones de kilómetros de distancia, para acabar dibujando, bajo un sol de justicia, la sombra nítida y perfecta de un antiguo rey godo en los jardines que están justo enfrente del Palacio de Oriente y cuyo nombre lee ahora con interés uno de los turistas.

¿Y qué tendrá que ver el sol con la justicia? ¿No se colgaba a los reos –sus pobres piernas ejecutando un tétrico baile– los días de lluvia? ¿No se ajusticiaba a los felones y a los herejes y a los judaizantes y a los ilustrados y a los liberales y a los comunistas y a los anarquistas y a todos aquellos se atrevieron a no estar de acuerdo con las instituciones de este mísero país lleno de orgullo católico, que siempre ha estado seguro de tener razón? ¿Por qué sol de justicia? ¿Acaso Dios, que se sabía protegido por la reserva espiritual de occidente, procuraba los días de sol para ver mejor como se acababa con sus enemigos? Y caes en la cuenta de que lo más importante de una ejecución era que mucha gente pudiera verla para que pudiera observar lo que sucede a los criminales (algo hemos mejorado, ahora las multitudes se reúnen sobre todo para ver fútbol y las cuchilladas ya no vuelan con la facilidad de antes, aunque volar, vuelan, eso seguro).

Se te ocurre entonces que lo mejor sería confirmar lo del sol de justicia con el rey godo que el turista con quemaduras tiene justo enfrente y que me parece que murió devorado por un oso, que es una muerte ridícula incluso para un rey tan antiguo. Aunque tampoco es que sea muy digno morir traicionado y asesinado por la propia familia, que ha sido siempre la manera preferida de morir de reyes y papas. Así que lo haces y no consigues una respuesta, claro, y el turista te mira como si estuvieras loco, algo que podrías disculpar porque lo pareces, con esta temperatura y haciendo preguntas estúpidas a las estatuas.

Pero como eres una persona muy rencorosa, el turista muere de un golpe de calor y tú estás aquí, tan ricamente, a este lado del ventilador, mientras el aire seca poco a poco el sudor que te corre por el pecho, esperando que lleguen las ocho de la tarde para poder abrir la ventana.

lunes, julio 21, 2008

Método

Le preguntaron cuál era su método de escritura de poesía. Cómo era capaz de escribir esos sintagmas, aéreos, creo que dijeron, aéreos, como si las palabras pudieran ser iguales que las compañías de aviones esas de las muchachas vestidas como muñecas daltónicas, pero eso es lo que dijeron, aéreos y él dijo que seguía la vieja técnica de la posesión, la vieja y telúrica (qué palabra esta, telúrica) técnica de convocar las energías del mundo y dejarse poseer por ellas, como si fuera un chamán aleccionado por algún libro de autoayuda sudamericano. Por decir algo, claro. Pero en realidad lo que hace es concentrar su atención en otro punto, como en las antenas parabólicas que se ven allá a lo lejos, a través de la persiana de la ventana del edificio donde trabaja, y dejar que las manos tomen por su cuenta un camino que acabe por sorprenderle.

La memoria del cuerpo siempre es mejor y más exacta que cualquier otra. Siempre.

lunes, julio 14, 2008

Arañas

Mirar, mirar, pulsar, hacer clic, mirar y leer todos los correos acumulados, las entradas atrasadas, los comentarios que no hicimos para sobrellevar este día de reencuentros. Y entonces, poco a poco, con suavidad, la araña que nos habita vuelve a tejer y tejer un hilo infinito de seda que envuelve el hueco que habíamos dejado y que tenía nuestra forma y pensamos que está bien que sea así y decidimos que esa seda resistente y elástica, que aguanta tan bien las embestidas de la realidad, es algo fantástico.
Un hueco, otro hueco y otro hueco (hueco, qué palabra más extraña, imposible en sí misma como “silencio” o “ahora”), que se van emplastando de esa seda preciosa, frágil y gregaria, un manojo de hebras que crece y al final una maraña plateada que nos sitúa justo en el centro de la telaraña imaginaria que formamos con todos aquellos a los que queremos o que nos quieren. Aunque a veces no coincidan.
Y unos días antes el repetitivo mar azul, indiferente al estado de ánimo que pudiéramos tener, allí esperándonos. Y durante la pereza rítmica de los días libres, el hilo de seda fue desenrendándose con cuidado, hasta quedar desechado en una esquina: un montón leve, blanco y azul, una fantástica instalación para una feria de arte contemporáneo tirada de cualquier manera sobre la arena de la playa. Allí en una esquina, cubierta de granos de arena. Y el viento sonaba en la costa como un rumor a través de las hojas de los árboles. Y era gozoso el vacío del descanso.

Pero hay que volver a tejer.

jueves, julio 10, 2008

Gemidos

Me gustan los aeropuertos pequeños, como estaciones de autobuses venidas a más, un pequeño laberinto de carreteras que no llevan ningún sitio, en las afueras de ciudades tranquilas y ensimismadas. Me gustan, además, los aeropuertos del norte en los que ver como caen las gotas sobre los cristales y preguntarse si el vuelo saldrá con tan mal tiempo para acabar advirtiendo que es seguro que sí lo hará pues en estos pequeños aeropuertos del norte llueve siempre dulcemente como en una novela gallega. Me gustan estos aeropuertos, pequeñas construcciones mojadas que no se dan importancia y en los que hombres trajeados indistinguibles de otros hombres trajeados que pueblan los aeropuertos del mundo, esperan en la cola de embarque. Me gustan porque son sitios en los que dejarse invadir por la melancolía (la lluvia, la partida y las lágrimas de la separación) y hacerlo solo es posible cuando se alcanza cierta edad y no siempre es fácil.
Por ejemplo, justo ahora, en este aeropuerto del norte, en lugar de esa sensación agridulce y amable, lo que recuerdo es un dolor afilado, como de un estómago que se hace trizas bajo el ataque de un cuchillo con grandes dientes, como debe de ser el dolor del hielo penetrando en la columna vertebral: el dolor al oír gemir de placer, gozando del cuerpo recién descubierto de mi sustituto, a la que hasta semanas antes había sido mi chica, mi pareja. Oírla gemir de placer justo tras la pared, en la habitación de al lado, con un hombre que no era yo, un hombre extraño que no era yo, constituyó sin duda un aprendizaje. No sé exactamente acerca de qué, pero seguro que lo fue.
Y mientras tanto, a la vez que recuerdo aquellos gemidos y gritos de placer (así no gritaba conmigo, no) las gotas se dejan caer a lo largo de los cristales en este aeropuerto de provincias, una tras otra, y otra, y otra más. Y la verdad es que, a pesar del tono triste de este texto, estoy feliz y relajado.

Algo aprendí. Eso seguro.

martes, julio 08, 2008

Pereza

La sal debe ser una de las sustancias más pesadas del mundo porque el cuerpo, despues de un día de playa, adquiere una consistencia diferente, más orgánica, más sustanciosa. Y comer una rodaja de pescado fresco a la parrilla parece entonces uno de esos sacrificios paganos de los que habla siempre Manuel Vicent. Por ejemplo.
Y por decir algo, por escribir algo cuando todo el cansancio y todas las preocupaciones se han ido con el agua dulce de la ducha, digo que descansar tumbado al sol frente al mar turquesa un día de poco viento, con las pocas nubes del cielo lejanas y amistosas es como si la pereza hubiera cristalizado formado bloques geométricos. Como cristales de cuarzo.