jueves, septiembre 24, 2009

Billy

No hay gloria en la muerte, no hay gloria ni fama. Como no hay gloria en la soledad de un escritor conjurando sus fantasmas en un habitación fría y oscura de Praga. La gloria la crean otros: los que cuentan la historia de una vida como si se tratara del viaje de Homero. Maldito Pat Garrett y maldito Max Brod.

Billy el Niño, o sea yo, no comenzó su leyenda con aquel mexicano que tal vez no fuera mexicano y que tal vez no muriera por uno de sus disparos o con el cuello atravesado por un cuchillo de caza. Billy el Niño comenzó su leyenda como personaje de ficción en una novela ilustrada y muy mal escrita que el sheriff de los bigotes dictó a un chupatintas. Del tipo que se mea encima cuando llegan los tiros y la gente muere con una mano agarrándose el vientre. Pregúntenle a Clint Eastwood.

Yo, además, nunca odié a los mexicanos. Y mi español era más que bueno. De hecho, cabe la posibilidad de que yo fuera un poco mexicano dicen algunos historiadores de esos que no soporto. Sí que fui cuatrero como otros eran usureros. En aquel tiempo no eran oficios respetables ninguno de los dos y fíjense ahora. La historia en una cosa sinuosa y extraña. ¿He dicho ya que odio a los historiadores?

Decorado: la taberna de mi primera muerte era de madera, la barra estaba pulida por los incontables brazos que se habían acodado en ella, el humo llenaba el local, el whisky era malo, el olor repugnante. El decorado es fácil. Pregúntenle a John Ford.

Lo de las veintiuna muertes también es mentira. Los que miran legajos cubiertos de polvo y anotan datos en pequeños cuadernos pautados solo pueden dar por seguras cuatro. Además, yo nunca dije que había matado a tanta gente. Y nunca desconté a los mexicanos. Eso son cosas del maldito de Pat. Yo ya estaba muerto cuando comenzaron a circular esas leyendas y nada pude hacer para contrarrestarlas. Ni modo.

Y me mató como a un perro, sin darme ni una sola oportunidad y eso tampoco lo dice nadie. Y me morí tirado en el polvo de la calle de Fort Summer maldiciendo en español mientras mi propia sangre formaba un charco espeso debajo de mí, un charco que fue coagulándose poco a poco.

Pero lo que le dije a Pat Garrett cuando me lo encontré por aquí algún tiempo después es que el disparo no fue decente pero sí comprensible. Aquellos tiempos eran así y también yo fui cuatrero y saqué el revólver sin motivo en más de una ocasión. Pero lo que no le perdono ni le perdonaré nunca es que escribiera aquella maldita novela, que me convirtiera en un mito, en un héroe.

Aquí estoy con Marilyn, con Dean, con Elvis y con el recién llegado Michael y no los soporto ni un solo minuto más. Y olvidé mi pistola allá abajo en Fort Summer.

martes, septiembre 22, 2009

Libros

—Hay que joderse con el colega.
—Pues sí, qué cantidad de libros, tú.
—¿Crees que los habrá leído todos?
—Supongo, ¿para qué quiere tener nadie en casa libros que no lee?
—Ah, pues ni idea. Pero a mí no me salen las cuentas.
—¿Qué cuentas?
—Si en cada estantería hay unos quinientos libros, en total debe de haber... unos treinta mil libros.
—¿Y qué?
—Pues que es imposible leer treinta mil libros, colega.
—¿Tú qué sabes? Los profesores estos se pasan el día leyendo. Menudo muermo.
-Que no, colega, que no, que no es posible. Aunque leyera un libro diario, en treinta años no podría haber leído más de diez mil.
—Bueno, no es tan viejo, eso es verdad.
—Te lo digo yo, es imposible que el tío este haya leído todos estos libros.
—Hay que joderse. ¿Y para qué los querrá?
—Yo qué sé. Por el gusto de tenerlos, supongo. ¿A ti no te pasa? Eso de pillar algo sabiendo que no lo vas a usar pero de lo que fardas un huevo.
—Claro, mira el deportivo ese que me pillé. Lo cojo lo justo pero cuando salgo a dar una vuelta con él, siempre pienso que el pastón que me costó mereció la pena.
—Pues lo mismo.
—Anda ya, colega, ¿cómo va a ser lo mismo tener un deportivo que te cagas que la casa llena de libros? Menudo pringao.
—No, si yo no digo nada.
—Subnormal, que pareces subnormal, comparar mi deportivo con esta mierda...
—Tranquilo, hombre, no te alteres. Te noto un poco nervioso.
—Bueno, estos trabajos siempre me ponen un poco nervioso. Parece que aquí el amigo se ha pasado de listo, ¿no?
—Sí, los intelectuales estos, que piensan que los demás somos gilipollas. Pero claro, no todo el mundo va tan de buen rollo como tú y como yo. Hay gente que se enfada y eso.
—Ya, los mexicanos son jodidos para eso.
—Sí, pero pagan de puta madre. Eso hay que reconocerlo.

lunes, septiembre 14, 2009

Frío

Y llovió y las nubes cubrieron el cielo y la temperatura bajó. La naturaleza ofreció el marco perfecto para el retorno y el escalofrío en la base de mi espalda, a pesar de las dos mangas, me recordó que el verano insiste en continuar hacia otros sitios y que nada lo detendrá. El inicio del curso, los buenos propósitos, los cursos de inglés, los coleccionables absurdos, los atascos, las luces de las oficinas antes de que amanezca. Nada.
Y ayer vi en la televisión que el atún rojo se cría encerrado en redes para su exportación a Japón. Y leí en la prensa que dentro de muy poco será posible manipular los recuerdos y los comportamientos de la gente mediante la estimulación eléctrica y química de ciertas zonas del cerebro. Y Eduardo Punset dijo que pronto el hombre iba a conseguir aprovechar la energía solar para vivir, que pronto nos convertiríamos en hombres fotosintéticos.
Observé las sombras desplazándose a lo largo de la mañana, acompasadas con el cambio de luz y, de alguna manera, me pareció que todo continuaba en su lugar, como si el mundo hubiera continuado sin mí, aunque más tarde recordé que el mundo no puede continuar sin mí porque el mundo es precisamente lo que hay dentro de mí y no otra cosa, y que incluso la propia existencia de la realidad se discute en círculos científicos y filosóficos.
Y más tarde lo olvidé todo, como hago constantemente con la inmensa mayoría de las cosas y cuando lo recordé, lo dejé escrito aquí, como un tatuaje en el pecho del protagonista de Memento.

(Para que no se me olvide, me dije.)

viernes, septiembre 11, 2009

Marrakech (y VIII)

Entro en la medina por esa puerta camino de la Place du Moukef, pasando por las curtidurías de piel. Huele mal y miro de soslayo a través de alguna arcada pero no me interesa demasiado el proceso: hombres sin camiseta con las manos metidas en productos químicos curtiendo la piel tal y como se hacía hace un siglo. Me parece casi inmoral sacar fotos de un sitio así. Un hombre que pretende hacerme de guía me agarra del brazo, intenta hacerse el simpático, se ve la desesperación en el fondo de sus ojos. Estoy harto de ellos, de todos los que caminan a tu lado intentando llevarte a alguna tienda pero les comprendo: soy un turista. Y no uno de esos viajeros-buen-rollito-que-no-quieren-parecer-turistas-y-que-por-eso-nunca-dejan-una-propina-tras-disfrutar-de-una-experiencia-exótica. Yo sí dejo propina. Y me dejo engañar sin perder el sentido del humor. Son las reglas.
Al volver de la madrasa (o madraza, o medersa), un lugar lleno de paz, como contagiado de la espiritualidad de sus inquilinos en otro tiempo, descubro la Maison de la Photographie, una casa cuyo dueño —Patrick—, en lugar de convertir en un hotel, o en un riad, ha convertido en un museo de la fotografía de Marruecos. Un lugar hermoso, de paredes blancas que solo lleva abierto tres meses y cuyo contenido me explica con detalle y erudición. Hablamos en inglés de fotografía, de historia, de los vínculos que unen ambas orillas del Mediterráneo, del antiguo idioma común que existía en el siglo XVII en todo el Mare Nostrum, formado por antiguas palabras latinas, árabes, italianas y españolas y que aparece en el Quijote, de las expediciones emprendidas por la monarquía alauita hacia el África Negra, de la importancia de los moriscos andaluces, como Es-Saheli, en el reino de Tombuctú, de los músicos esclavos de ese reino, que aparecen en una de las fotografías, que creían en un dios de las cosas que producía el mundo a través de una gran masturbación, de técnicas fotográficas y copias vintage.
La fotografía más antigua que tiene el museo tiene 140 años y es fantástica. Me explica que el revelado en papel de Japón era una técnica de finales del siglo XIX y principios del XX que pretendía imitar los trazos del impresionismo. Me cuenta muchas cosas, me invita a subir a la terraza, me trae un vaso de agua. Subo a la terraza y desde allí, un lugar bastante alto, veo otra vez la medina roja y el verde de las plantas de interior. Comienza la llamada a la oración y de nuevo los cantos de los muecines de las mezquitas cercanas se acoplan unos a otros como las piezas de un puzzle. Patrick me invita a compartir su comida y la de su mujer pero yo digo que no, digo gracias y pregunto si tienen un catálogo que pueda comprar. Me dicen que lo harán cuando tenga dinero. Se me ocurre que hacer ese catálogo en tres idiomas es un proyecto bonito, se me ocurre que crear la página web del museo debe de serlo también. Lamento no disponer de más días para volver tranquilamente a tomar una ensalada para cenar y compartir té y conversación con esta pareja.
Ceno en la plaza, tras una siesta de lectura, humo y un baño en la pequeña piscina de agua fría de la entrada al hotel y vuelvo temprano tras pasarme por la Kutubía a observar por última vez a los fieles levantándose y arrodillándose, levantándose y arrodillándose.
En la terraza del riad me acomodo a terminar una de las novelas que aún me quedan. Oigo a los niños correr y jugar abajo en la calle, los ruidos de las cocinas, la conversación incomprensible de las mujeres, pegando la hebra, el petardeo de los ciclomotores. Miro al cielo y cuando advierto que se me cierran los ojos, recojo las cosas y me acuesto a descansar.

miércoles, septiembre 09, 2009

Marrakech VII

Me levanto muy temprano para aprovechar y visitar los monumentos que me quedan (el turismo, esa agotadora ginkana). Tomo un té a la menta en una pequeña plaza rodeada de palmeras y arcadas, donde unos talleres de reparación de objetos metálicos y tiendas de lámparas atienden a un público mayoritariamente marroquí. Cuatro personas, dos hombres con gorras viejas y dos mujeres con el cabello cubierto y chilabas de colores esperan sentadas en los bancos, descansando.
Cuando abren las puertas del Palacio El Madi, entro y compruebo algo decepcionado, que está en ruinas, que fue destruido en el siglo XVII. Rechazo a un guía, que me advierte que cuando lleguen los turistas no puedo seguirlos. Me parece bien pero, precisamente, vengo temprano para evitar las hordas de turistas así que no creo que vaya a esperar sentado a la sombra hasta que lleguen. Entro en la habitación donde se encuentra el minbar original —la escalera desde la que se pronuncia el sermón de los viernes, tan parecida al estrado de algunas iglesias católicas— de la mezquita de la Kutubía. Descubro que fue restaurado en los años 60. Me parece increíble que una pieza de madera pueda sobrevivir desde el siglo XII y que se haya fabricado en Córdoba. Subo más tarde a la terraza, desde la que puede verse casi toda la medina, ocre y verde, con muchas plantas ornamentales y sillas y hamacas en las terrazas. Es lógico que las terrazas sean planas (más bien las azoteas, palabra andaluza que describe precisamente esos espacios y no otros) porque por aquí no llueve mucho ni tampoco nieva. La medina es una extensión inmensa de rectángulos rojos, de estructuras cúbicas, más bien. Al fondo pueden verse dos montañas grandes que, no obstante, no son el Atlas. Comienza a hacer calor. Bajo de la terraza, salgo del palacio en ruinas y me dirijo al Palacio Real. Camino por la medina antes de que esté realmente viva y llena de gente hasta que llego a los jardines. El agua es tan escasa aquí que el césped se reserva para el rey. El resto de jardines tiene el suelo de tierra. Fumo un cigarrillo resguardado a la sombra de una palmera, tal y como hacen los marroquíes cuando aprieta el calor. Estoy casi seguro de que lo que estoy haciendo no está permitido pero no me importa. Bastaría con impostar un poco el acento inglés y decir que no lo sabía, que no sé leer árabe ni francés. Ventajas de la raza caucásica (sea lo que quiera que sea eso).
Me gustan los jardines del rey, la verdad. Los grandes espacios son raros en la medina pero los jardines que rodean el Palacio Real son inmensos. Todo para el rey, como en España. Camino tranquilo atravesando arcos de la muralla, una de las cosas que más me gustan de Marrakech. La muralla roja que todo lo rodea, con sus puertas y sus almenas en el desierto. El sol, la arena, el viento, las palmeras, los senderos de los hombres y de los animales, las serpientes, los camellos, los escarabajos y las escolopendras, todo aparece en la novela de Le Clézio que acabo de terminar. Me gustan las ciudades amuralladas. Salgo del recinto del Palacio Real y me monto en un minitaxi que me acerca a una de las puertas del norte: Bab Ed Debbagh dice mi plano turístico que se llama (y miente) [Todos los planos para occidentales mienten por necesidad, porque el árabe no escribe las vocales y tiene infinidad de consonantes aspiradas y cada idioma europeo las transcribe utilizando letras diferentes. No se parecen en nada los nombres árabes transcritos por los ingleses a los franceses, a los alemanes, a los españoles, como no se parecen las onomatopeyas que pretenden imitar los sonidos de los animales. La cultura árabe muestra a los occidentales mil caras y la inaprensibilidad de sus palabras solo es una de ellas. El mundo árabe se moderniza lentamente retorciendo la modernidad para que se adapte a él. Miles y miles de ciclomotores y bicicletas circulan por la medina a toda velocidad y probablemente sea eso y los pantalones vaqueros lo único que diferencia la estampa de la medina actual de la que debía de ofrecer hace cien años.]

lunes, septiembre 07, 2009

Marrakech VI

En el viaje de vuelta hablo un poco con la pareja española. Son simpáticos pero se quejan de que a ellos no les han ofrecido nada ilegal. Dicen que deben de tener una cara demasiado formal y, efectivamente, la tienen. Les ofrezco un pastel de hachís que he comprado en la playa con la intención de que el viaje de vuelta se me haga más llevadero. Se les ve emocionados con la travesura. Me duermo un rato a pesar de los saltos en la carretera. Más tarde vuelvo a Thomas Bernhard. Cuando de nuevo llego a Ymá el Fná, compro un litro y medio de zumo de naranja y un kilo de pistachos. Me engañan con los pistachos pero me da igual. Llego al hotel a descansar un rato. Como pistachos y bebo zumo de naranja. Fumo y leo. Oigo una grabación de un cántico rítmico, que parece un rezo. Dejo de leer y miro al cielo mientras dejo que ese mantra islámico me tranquilice (pensando a la vez en la meditación, en el camino tan parecido en cristianos y árabes y budistas e hinduistas; sentirse uno mismo todo el tiempo, dejar fuera los pensamientos y sentir sin imágenes, un cuerpo palpitante parte del todo).
Cuando ya es de noche, me visto y salgo a la calle con la intención de cenar en una terraza con vistas a la plaza. La ensalada está deliciosa y reflexiono sobre el hecho de que la Unión Europea imponga aranceles proteccionistas a los productos agrícolas marroquíes: no me extraña, son mucho mejores que los nuestros. La lechuga y el tomate saben a lechuga y tomate. La sociedad marroquí es más agraria que la española y aún le tienen respeto a la comida. Se puede observar en los mercados. Cochambrosos y sin cámaras frigoríficas, los trozos de cordero colgando de ganchos al aire libre, el olor de la carne que atufa, pero a ese cordero lo mataron ayer y mañana matarán muchos más. El frío, el plástico, la pasteurización, han conseguido reducir el número de enfermedades gastrointestinales, estoy seguro, pero, a cambio, han velado los sabores de las cosas. Un filete envuelto en plástico, sobre una bandeja de plexiglás es el símbolo de nuestra civilización. Sin embargo, de alguna manera, en un país como Marruecos, la mera exposición a la pobreza hace más patente la humanidad de la gente. Somos más humanos cuanto más pegados a la tierra estamos. Un hombre que cultive tomates tiene un trabajo mucho más humano —en el sentido en el que hemos sido humanos en los últimos 40.000 años y humanos civilizados solo en los últimos 10.000— que el mío, un trabajo burocrático, algo que no comenzó a existir hasta que alguien debió comenzar el recuento de sus propiedades.
El caso es que pido demasiada comida y me sobra más de la mitad del cuscús.

sábado, septiembre 05, 2009

Marrakech V

Al día siguiente la Menara —construida en el siglo XII por un emir antes de visitar Andalucía para evitar que la nobleza andaluza pudiera mofarse de él por no saber nadar— aparece ante mí con su inmenso olivar, de olivos centenarios, ornamentales, que han crecido sin el control que los agricultores andaluces imprimen a sus tierras. El Atlas al fondo y palmeras enhiestas aquí y allá. Ocre y verde oliva con el azul celeste, casi blanco, del cielo, aire envuelto de arena. El olivar es inmenso y los artesonados, tan cuidados y coloridos como el resto de palacios. Marrakech me va poseyendo poco a poco, o mejor dicho, va reapareciendo poco a poco en mi interior, como si siempre hubiera estado ahí y yo no lo hubiera descubierto hasta este momento. El calor y el sudor me recuerdan a otro tiempo, otro tiempo mío en el que no había aire acondicionado ni tampoco hoteles con desayuno continental. Como Ortega decía, aprender (descubrir) es recordar.
Por la tarde vuelvo al riad a hacer la siesta, dulce y lánguida, y tras volver a salir, ceno en la plaza, en un puesto callejero al lado de un grupo de italianos simpáticos y gritones como españoles. Pinchos y fritura de pescado. El camarero toma directamente de mi plato un calamar y ni siquiera me parece mal. Lo habrá encontrado apetitoso.
Miro a los músicos, las precarias atracciones frecuentadas por marroquíes —tenderetes en los que atrapar botellas con cañas de pescar, puestos en los que derribar un par de bolos con un balón de fútbol, sillas en los que las señoras cubiertas hacen tatuajes de henna—, a los encantadores de serpientes, a las tribus del desierto con sus cantos y bailes. Espanto niños mugrientos.
Al día siguiente voy a Essaouira y salgo de la ciudad en un minibús con aire acondicionado. Leo a Thomas Bernhard. El paisaje cambia lentamente y pasa de ser un desierto moteado de olivos y chumberas a un secarral de colinas suaves con encinas. Pienso que si lo contempláramos desde un avión, la gradación sería parecida a cuando observamos con una lupa el cambio de ocre a verde en una impresión en cuatricomía. Acompaño a un matrimonio español, tres o cuatro amigos italianos y un chico solo que, como yo, no abre la boca en todo el trayecto. En cierto momento, todo el mundo comienza a sacar fotos a unas cabras que pastan subidas a un árbol y, momentos después, se decepcionan porque los cabreros que las han dispuesto así, se acercan a la furgoneta a pedir dinero. Se sorprenden todos a la vez por lo mismo, sacan las mismas fotos, las mismas que miles de turistas que han cubierto ese camino con anterioridad y se sienten traicionados por la falta de autenticidad del momento, más preocupados por la foto que por otra cosa, pensando ya en el relato del viaje. Esa necesidad de ir construyendo la historia del viaje a la vez que se va viviendo, como si lo más importante fuera provocar la envidia de los demás. Confieso que he viajado.
Ahora hay viento en la playa. Hace fresco en este pueblo blanco tras una murallas, con una fortaleza de almenas idénticas a las de Cádiz. Essaouira es un zoco, como Marrakech. El mar suena, rítmico.

viernes, septiembre 04, 2009

Marrakech IV

El momento pasa y la agitación vuelve a la plaza que, desde la terraza en la que estoy sentado, se comporta como un organismo vivo, como una colonia de algas o de coral, meciéndose en la corriente. El viento hace que las cordadas de luces precarias que ligan unos puestos de comida con otros se mezcan, en un vaiven de ciudad de la costa, marino. El tayín de cordero es delicioso pero el camarero parece harto de los turistas y eso me molesta, eso consigue abstraerme de la atmósfera de la plaza, me hace dejar de observar a la gente que camina e introduce una cuña de irritación en mi estado de ánimo. Pasa pronto. Decido sobre la marcha no irritarme más, dejar que las cosas sean como deben ser, que me atraviesen. Disfruto de la comida y de los cigarrillos mientras contemplo la plaza y acabo la cena con un té de menta. Bajo a la calle y me dirijo a la Kutumía, la mezquita de la ciudad santa de Marrakech, cuyo alminar es igual que la Giralda pero aquí no hay Guadalquivir, aquí la palabra Guadalquivir es como un conjuro, un recuerdo que todos los habitantes de la ciudad desconocen tener. Andalucía ha sido durante casi un milenio la tierra prometida para el mundo árabe, agua en abundancia, tierra fértil, mieses y pescado, olivos y pan y eso se nota cuando les dices que eres de Córdoba (Kortoba, dicen ellos en árabe), la ciudad de la Mezquita y cuando dices Granada y cuando dices Sevilla.
La mezquita está repleta de hombres rezando y los fieles que no han conseguido sitio en el interior, se arrodillan y rezan en la amplia explanada de la entrada, coordinados, ejecutando los movimientos como en un baile, la liturgia lo es todo en las religiones, pienso, la liturgia del rezo y la sumisión a Dios, los movimientos perfectos tras millones y millones de repeticiones y aún así, soy capaz de ver que el Islam es una religión con un culto más esencial, despojado de ropajes brillantes, cetros de oro, anillos de papa, vestidos púrpuras. Miles de hombres rezando a la vez y humillándose ante Dios. Porque Dios disfruta viéndonos humillados. Estoy seguro. A todos nosotros aunque yo no esté dispuesto a darle el gusto. Ni por asomo.

miércoles, septiembre 02, 2009

Marrakech III

En la novela de Le Clézio he leído, justo antes de la sinfonía de los muecines, un pasaje en el que Al-Mainin dirige un rezo multitudinario en Samra y esa imagen permanece dentro de mí, rodeando lo que ahora oigo: el ruido de fondo y las llamadas a la oración superponiéndose unas a otras, ondas sobre ondas en las puertas del desierto.
«Es un tiempo ya antiguo, y es como si no hubiera nada escrito, nada seguro», escribe Le Clézio en su novela. Y la frase me parece ajustada, me parece que da en el clavo. Antes de los relojes y los calendarios, cuando el hombre se dejaba llevar por el ritmo de la tierra, por el ritmo del mar, antes del siglo XIII y del invento de los relojes mecánicos, el tiempo no existía. No lo hacía de la manera en la que lo entendemos hoy en día. Por eso resulta tan difícil intentar recrear lo que debía de ser vivir en aquella época, en una época sin tiempo. Un tiempo antiguo, sí. Y sin embargo, en esta ciudad parece posible imaginarlo. Los hombres de las chilabas blancas, la conversación y el té, las mujeres cubiertas, los olores, la configuración de la medina, los muros de la ciudad, la atmósfera de gran zoco, propia de una ciudad desde la que partían las expediciones hacia Tombuctú —hombres cubiertos de blanco con los labios resecos y el cuerpo fibroso, con la mirada arrasada por el sol del desierto, entrando agotados en la ciudad—, la ciudad construida sobre un oasis, la ciudad de las palmeras y los olivos, la ciudad que dio nombre al reino de Marruecos, Marrakech no parece ser real del todo, parece un lugar de frontera, pero de frontera de tiempos que se entrecruzan, de vaqueros y iPhones debajo de las ropas tradicionales fabricadas en China, de ciclomotores de fabricación japonesa y tiendas de artículos de cuero sin curtir del todo, de teleboutiques para recargar el teléfono móvil al lado de un grupo de hombres que descansan dentro de sus carretillas, la única manera de trasladar la mercancía en un sitio de calles tan estrechas. Y mientras tanto, sigo escuchando los rezos, rebotando contra los muros rojos como la sangre, rojos como el desierto.