viernes, marzo 23, 2012

Desierto

Sobrecogido, contempla la infinita extensión de arena. Ha mirado los mapas y conoce bien el lugar en el que se encuentra. Al oeste, a unos cinco kilómetros hay una depresión en cuyo centro un manantial ofrece una breve visión de vida. Al noreste, a cientos de kilómetros comienza la sierra nevada y si la reverberación del aire no las convirtiera en siluetas huidizas, podría ver sus cumbres desde aquí.
El aire arde y le reseca la garganta, a pesar de las ropas largas de algodón que lo protegen del sol. Respirar arrítmicamente tampoco ayuda. Tiene que controlarse, si respira descompasadamente el anhídrido carbónico se acumulará en la máscara de su boca y le provocará una falsa sensación de ahogo, no por falsa menos verdadera para su cerebro, que pensará por su cuenta estar asfixiándose. Lo sabe y vuelve a respirar hondo con el estómago por quinta vez y una vez más consigue ahuyentar el miedo.
Se ha propuesto hacer un reconocimiento del límite este del sector, según su mapa, para intentar encontrar, con suerte, una pieza que necesita para el depurador de agua. A cada paso le resulta más arduo el esfuerzo de sacar el pie y golpearlo ligeramente contra el suelo para dejar que se escurra la arena. Al llegar al final de una duna, justo un metro antes de la línea perfecta del horizonte, vuelve la sensación.
Respirar, abriendo de nuevo la boca del estómago, contraída por el miedo, dejar salir el pájaro muerto que aletea allá dentro, respirar, llenar las bolsas de los pulmones, una pequeña apnea, relajar el diafragma, dejar salir el aire suavemente y volver a hacerlo hasta que el pájaro vuele lejos, respirar de nuevo hasta conseguir que la sensación se desvanezca, hasta conseguir mirar sin aprensión la infinita extensión de arena.
Ayer estuvo a unos cincuenta kilómetros del lugar en el que ahora mismo boquea y le pareció escuchar un ruido debajo de la trampilla, un ruido quebradizo, tal vez cristal, pero a pesar de usar la palanca durante un buen rato, solo consiguió abrir un hueco demasiado estrecho para meter la mano. Desde entonces piensa en ese ruido, en su significado. Eso le ayuda a concentrarse en algo concreto: la segunda trampilla del bancal junto al riachuelo seco. Cuando lo recuerda, puede mirar de frente al horizonte y observar durante unos segundos su línea cambiante, difuminada contra el cielo blanco.
En otra ocasión le pareció distinguir la silueta de un pájaro en uno de los arbustos y casi tuvo la certeza de verlo levantar el vuelo moviendo las alas con energía, para después planear en las corrientes de aire caliente y desaparecer. Durante meses, cuando su respiración se aceleraba, recordaba la imagen del pájaro contra el cielo y conseguía tranquilizarse.
Las nubes oscuras se aproximan de nuevo desde el sur. Debe volver a casa antes de que el agua comience a dejar marcas circulares en la arena, como pequeños volcanes con su cráter en el centro.
Cuando cierra la puerta del hogar tiene cuidado en que la manta oscura cubra el hueco, para que la temperatura no baje demasiado durante la noche. En unos minutos, cuando la nube descargue sobre su zona, desaparecerá el calor, que se diluirá en el espacio gris macilento que la tormenta de la tarde dejará atrás. Todavía rememora de vez en cuando el día en el que salió justo después de su paso y las nubes rojizas se entreveraban con el cielo gris en poniente. Pensó entonces en algo mayor que él, mayor que la extensión de desierto, que las montañas de la sierra nevada que parecían bailar contra el horizonte, mayor que su miedo y su costumbre de concentrarse en pequeños detalles de esperanza para vencer el ahogo.
Todo aquello debía de tener algún sentido. Pero en aquel momento el intenso frío comenzó a bajar rápidamente su temperatura corporal y a duras penas abrió la puerta del hogar. Casi tres horas tardó en entrar en calor.