viernes, septiembre 15, 2017

Veinte



Hace veinte años, un antiguo amigo me contó una historia que había sufrido diez años atrás. Por entonces estaba enganchado a la heroína (sí, queridos, había gente a la que le gustaba tanto la sensación que perdió el miedo a la sangre, a la mierda y a la muerte) y para pagársela y tener para vivir (si es que un heroinómano necesitaba algo más para vivir) hacía frecuentes viajes al moro. Bajaba a Marruecos, compraba hachís y lo subía a España. Se tragaba las bolas que le daban y en España, las expulsaba. Ganaba dinero y los mismos que le compraban el hachís, le vendían el jaco. Hace veinte años, cuando me contó esta historia, mi amigo estaba vivo (y con bastante buen aspecto, por cierto), aunque si he de decir la verdad, ahora no lo sé. 

Lo que me impresionó de aquella historia (aparte de la naturalidad con la que hablaba de una adicción que se había llevado por delante a tantos amigos suyos) fue su episodio en una cárcel marroquí. Una de las veces que fue de viaje de negocios, los propios camellos dieron el chivatazo a la policía y lo trincaron en la frontera. En comisaría le dieron un laxante y esperaron delante de él a que hiciera efecto. Me contó que tuvo suerte porque expulsó unas cuantas bellotas de hachís que sumaron unos cien gramos, por lo que, según la ley dictaba por entonces, solo le correspondía un mes de talego y no pasarse unos bonitos años perdiendo dientes y pelo en una cárcel del país vecino.  La perspectiva de pasar un mes en una celda sin jaco no le entusiasmaba, claro, más bien le tenía pavor, según me contó. Pero acabó bien, me dijo. Cuando llegué a la cárcel, me senté en el váter y empezaron a sonar golpes secos en el inodoro. Los moros, me dijo, se volvieron locos, decían: este viene cargado, este trae lo más grande y metían las manos sin esperar a que acabara. Así que al final, no me salió tan mal, me decía. Viví bien ese mes en el cárcel gracias a lo que llevaba dentro. Eso sí, no se lo deseo a nadie, decía. No te imaginas lo que es un talego marroquí. 

Y no, no me lo imagino. Ni quiero. 

Tengo muchas historias así: la del chico yonqui (el Negro) que pedía en el semáforo enfrente de mi casa y nos entretenía con sus conversaciones truculentas (y probablemente inventadas) y que un buen día dejó de venir. La del compañero de mili de un amigo que tenía las dos lápidas de sus hijos tatuadas en la espalda (el Malaguita). La del compañero de mus de taberna que yendo borracho estuvo a punto de matar a un señor en un atropello y que, más tarde, se estremecía pensando que podía habérselo llevando para adelante mientras se tomaba otro whisky y se hacía otro canuto. La del chaval que me atracó hace treinta años y del que se rumoreaba en el barrio que había violado a otro chaval con doce años. Hay muchas. De verdad, muchas. 

Todas forman parte del mundo en el que me crié y en el que maduré. Un mundo hoy en día tan ajeno que incluso da pudor contarlo. Pero así era. Todos los días iba con miedo al instituto. Todos. Me atracaron varias veces de camino a clase. Y, a veces, nos poníamos chulos y decíamos que nones, que si querían el reloj, pues a las malas y a hostias. Tomábamos cervezas de litro cuando faltábamos a clase (no eran muchas veces, pero algunas sí, y eso que todos en la pandilla del instituto éramos buenos estudiantes) y filosofábamos. No percibíamos el barrio como un lugar especialmente amenazador aunque lo fuera. Era nuestro territorio. En los descampados con jeringuillas los nenes también jugaban al fútbol. 

A veces me pregunto qué queda de todo eso dentro de mí, sobre todo ahora que los quedamos de aquella pandilla de instituto vivimos en barrios mejores y hemos conseguido coger el último viaje que había del ascensor social. Y tiendo a pensar que más de lo que me gustaría. Ahora que la cultura me permite comportarme de forma socialmente aceptable en casi cualquier situación, en el fondo, en el fondo de verdad, el chaval aquel, listo pero de barrio, sigue estando ahí. 

Tengo que dejarles ahora. Lacan me espera en la estantería y ya saben ustedes lo absorbente que puede llegar a ser su obra. Y más tarde tengo un curso de fotografía gastronómica. Estoy verdaderamente ocupado.

martes, junio 06, 2017

Uriarte



De los diarios de Iñaki Uriarte: “En conjunto, de la vida se recuerdan pocas cosas. Los mayores nos repetimos mucho, pero es que no nos acordamos de nada más. Schopenhauer dice en algún sitio que uno se acuerda de su propia vida solo un poco más que de una novela que haya leído”.

No sé por qué no he leído este libro antes. Lo he vendido, lo he recomendado (gracias a las alabanzas de gente en la que confiaba, lo que me trae de nuevo a la cabeza Cómo hablar de libros que no se han leído de Pierre Bayard, un ensayo serio, que dice cosas interesantes, a pesar de que siempre provocaba una sonrisa en los clientes de la librería), pero no lo había leído hasta que lo compré este domingo en la Feria del libro. 

A veces, los libros te alcanzan en el momento preciso. Un vórtice de circunstancias inesperadas puede acabar haciendo llegar un libro a tus manos cuando tiene que hacerlo. Este ha sido el caso. Hace tiempo que no encuentro una novela que me guste mucho. La última que me gustó bastante fue Stoner de John Williams, la vida de un profesor universitario nada memorable, llena, como todas, de pequeñas cuitas y minúsculos éxitos que, sin embargo, consigue transmitir humanidad, sientes que compartes lo fundamental con ese hombre gris, enamorado de la literatura medieval inglesa. 

Bien, pues con los diarios de Uriarte me pasa algo parecido, pero mejor. Transmiten algo verdadero, no impostado ni forzado, como ocurre en muchas novelas cuyos autores nunca olvidan que están escribiendo para alguien. Hay algo en el libro que recuerda un poco a “El esnobismo de las golondrinas”, de Mauricio Wiesenthal. Supongo que se trata de su condición común de personas que no tienen que ir a una oficina a trabajar para vivir, pero que con su tiempo libre hacen justo lo que me hubiera gustado hacer a mí en otra época de mi vida: levantarme tarde, leer varios periódicos y muchísimos libros, viajar con comodidad alojándome en sitios maravillosos y antiguos que aún mantienen la ilusión de una Europa refinada y centenaria en la que la cultura es importante, perder el tiempo, cultivar con elegancia la pereza, ridiculizar las actitudes fatuas, tomar el pelo a los pedantes, beber, conversar, salir con amigos, acostarme tarde.

Yo leía mucho. Hace diez o doce años compraba tres periódicos todos los días y cuatro los fines de semana. Dedicaba la mañana del sábado a leerlos, a tomar café y a fumar. Leía constantemente, hablaba de libros, estudiaba las obras de otros. Me parecía importante. Creo recordar que solía pensar que si me esforzaba intelectualmente, tendría mejor vejez. También pensaba que la gente muchas veces olvidaba que, con suerte, iba a ser vieja mucho tiempo y que merecía la pena prepararse para ello.

Mis circunstancias actuales me impiden hacerlo tanto como me gustaría, pero sé que ya no sería tan obsesivo. Porque he comprendido que, a pesar de lo que nos decían de pequeños por televisión, no todo está en los libros. Ni mucho menos. 

Además, si soy sincero, no recuerdo gran cosa, tal y como dice Uriarte que dijo Schopenhauer.

jueves, junio 01, 2017

Escala



Ayer, mientras fumaba y miraba por la ventana observando el paisanaje (y recordaba cómo mi amigo Pablo solía hacerlo durante horas en su barrio cuando era joven porque, gracias a su trabajo de intérprete, le bastaban cuatro jornadas de trabajo para vivir cómodamente todo el mes) sonó una escala en la escuela de canto que está enfrente de mi casa (cantera de cantantes de musicales, sobre todo) y, casi de forma simultánea, un hombre maduro y bien vestido que iba acompañado de la que parecía su mujer, hizo cantando la misma escala, de forma perfecta y con una voz de tenor preciosa (la, la, laaa, laaaaa) y sin decir nada, siguió caminado junto a su pareja (que ni siquiera puso cara de sorpresa), como si lo que acababa de hacer fuera lo más normal del mundo. 

Yo me sorprendí, claro, y pensé (sin poder evitarlo) que para vivir en el centro de una gran ciudad como Madrid hay que lidiar con muchas incomodidades (el olor a orines, el ruido, los vecinos incívicos, los coches inundándolo todo, los turistas, los borrachos), pero que, en ningún otro sitio puedes asistir a una escena como esa. Si miro por la ventana siempre hay gente nueva pasando frente a casa (a diferencia de las urbanizaciones donde los desconocidos provocan inquietud) y si uno está el tiempo suficiente sin hacer nada, solo observando, puede ver escenas en las que casi nadie repara porque todo el mundo está demasiado ocupado con su puto teléfono móvil. 

Se lo comenté a mi mujer, que lo primero que me dijo es que eso solo era posible en el centro (¿entienden por qué es mi mujer?) y luego me contó que una pareja de vecinos de unas amigas íntimas, que viven a cien metros, eran cantantes de ópera y que seguramente serían ellos. Por supuesto. Cómo, si no, se explica la falta de sorpresa de la mujer ante el arranque irrefrenable de su marido, sin darle importancia, como si cantar de esa forma fuera algo tan común como escuchar mala música saliendo de los coches. 

Y pensé, bueno, espero que mis hijos sepan mirar cuando sean mayores, espero que no se pierdan la inmensa cantidad de historias, de conflictos, de trágicas nimiedades y leves alegrías que constituyen la amalgama de nuestra especie. Porque, entre otras muchas cosas, también estamos hechos de historias. 

Y luego vi un rato la televisión.

jueves, abril 27, 2017

Trash Metal



Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy muy lejana, este que escribe se sentaba delante de un ordenador de color crema y con esquinas puntiagudas y escribía largas cadenas de instrucciones en lenguajes de programación hoy olvidados, que solo permanecen en el corazón de las más vetustas empresas (el núcleo de COBOL irradiando aún sus informes financieros hacia la periferia escrita en Javascript, más moderna). 

Nos poníamos a trabajar en el sótano de una tienda de cocinas (no había ratas porque las cucarachas habían dado cuenta de ellas, bromeábamos) con un muro llego de grafitis y con la salvaje percusión del trash metal como banda sonora y, aunque parezca mentira hoy en día, después de tantas jornadas empleadas (consumidas, desperdiciadas, malgastadas tal vez) delante de un ordenador, nos divertíamos, coño, nos divertíamos. 

Hacíamos pruebas con programas y periféricos que no conocíamos, montábamos un salón recreativo el viernes por la tarde y muchas noches (muchas, de verdad) abríamos la cancela que nos separaba de la calle justo en ese extraño momento en que amanecía y los borrachos del barrio volvían a sus cubiles. Gente tatuada pasaba por allí de vez en cuando y eso que no había cerveza en el frigorífico de campaña sino cocacola (con azúcar, qué coño, éramos jóvenes intrépidos).

Uno de mis compañeros de entonces estuvo a punto de pasar a la historia como el primer hacker español expulsado de por vida de la Universidad. Cambiaba de terminal cada hora moviéndose por todas las facultades para que no lo localizaran y fue responsable de que nos dieran una charla en la que el director de la Escuela Universitaria advirtió públicamente de que si lo pillaba, iba a dejar los estudios a la fuerza (ahora es un experto diseñador que gana mucho dinero y viaja por todo el mundo, algo tan obvio y típico de un serial de Antena 3 que da hasta reparo escribirlo).

Supongo que idealizar el pasado es algo propio de los hombres maduros (como yo, claro) y no sé si todo aquello nos sirvió de algo, pero sí que sé que, después de aquellos dos o tres años, solo he trabajado de forma similar en los dos últimos cursos de Filología Hispánica. A fondo, con toda la carne en el asador, como si de verdad me importara el trabajo.

La verdad es que hay veces en que echo de menos aquella sensación. Y después pienso en lo bien que estaría mirando el mar leyendo en Quijote y se me pasa, claro. 

Ni que yo fuera gilipollas.