martes, julio 27, 2010

Conversación

En un bar entablé conversación con una desconocida (que palabra esta, entablar, como si una conversación pudiera fijarse con clavos a un tablero hecho de listones, un tablero como los que los ciegos que cantaban romances llevaban con ellos, donde colocar dibujos y palabras y las ayudas de la época para que la gente poco instruida pudiera seguir la historia y mientras más pienso en ella, más rara se vuelve la palabra, como si el hecho de repetirla muchas veces, —entablar, entablar, entablar—, la despojara de significado y la convirtiera en algo mucho más parecido, no sé, a un signo puro, al mero significante en acción ahí flotando, renegando de sus responsabilidades, solo signo y sonido, signo puro desligado para siempre del concepto).
El caso es que en esa conversación empezamos a hablar de escritores (escritores, esta palabra sí que es densa, sí que está anclada a su significado, se ha utilizado tanto y en tantos contextos diferentes que es imposible desligarla de lo que representa, es imposible pensar en esa palabra como en un signo puro porque la hemos visto demasiadas veces henchida de significado, porque incluso vemos la imagen de algunos escritores cuando la pronunciamos, también henchidos de significado, porque pensamos en la tarea dura y solitaria del escritor, no sé, todo ese trabajo con el significado, qué gran carga, qué ímproba tarea, porque esa palabra está tan llena que resulta imposible vaciarla, ni repitiéndola ni con ningún otro truco).
En esa conversación yo dije que los mejores escritores del siglo XX español eran todos unos señoritos burgueses que se podían haber dedicado a escribir gracias a que no tenían que trabajar (algo que, por otra parte, es una constante en la historia de la literatura, el famoso canon del hombre blanco burgués de mediana edad es bastante cierto porque el hombre negro proletario y joven bastante tenía con llevar dinero a casa y en comer a diario y no hablemos ya de la mujer indígena y cargada de hijos, lo que, por otra parte, tampoco convierte a cualquier hombre negro proletario y joven o mujer indígena y cargada de hijos que escribieran en unos genios, la verdad, pero eso es otro tema y me estoy desviando y, sea cual sea el camino que se suponía que debía llevar este texto, está claro que hace tiempo que se ha perdido, pero en fin, a veces es mejor dejar que el texto que se rebela siga su camino y mirar sorprendido hacia atrás cuando ponemos el punto final).
El caso es que la desconocida se enfadó muchísimo (como si hubiera sido una ofensa personal, como si fuera la nieta de García Lorca o algo así, algo que, por otra parte, en una ciudad como esta no sería tan extraño, en una ciudad como esta podrías conocer a la sobrina de Javier Marías y acabar en la casa de su abuelo, el filósofo Julián Marías, sentado en su sillón rojo leyendo, por ejemplo, una primera edición de la poesía de Unamuno, y además, un encuentro con la nieta de Lorca, si ocurriera en algún sitio, podría darse perfectamente en un bar como aquel, en el que dos mujeres grandes, gordas, tatuadas, vestidas de negro y lesbianas, además de madre e hija, ponían copas en vasos de plástico, sirviendo el refresco de botellas de dos litros, un bar lumpen de barrio frecuentado por una fauna tan variada como inquietante) y me dijo que no tenía ni puta idea de nada.
Yo (a pesar de estar bastante de acuerdo con ella en que no tengo ni puta idea de nada, pero empeñado en que, al menos, no lo pensara por razones equivocadas) intenté hacerle ver que el hecho de que yo considerara a García Lorca un burguesito de provincias, (y además, según lo que cuenta Pepín Bello en una entrevista que recuerdo y que, desgraciadamente no he podido encontrar, se trataba de un burguesito muy amanerado, al igual que Cernuda, una costumbre que les hacía bastante pesados a los ojos de Pepín, ese mito capaz de pasar a la historia por haberse corrido las juergas con las personas adecuadas, el hombre que nos gustaría ser a todos aquellos aspirantes que pululamos por los bares intentando colocar una conversación interesante a ver si nos llevamos a la cama a alguien), el hecho de que yo considerara a García Lorca, iba diciendo, un burguesito de provincias no tenía nada que ver con la calidad de su poesía.
Eso sí, a mí en particular sus coplillas del romancero gitano me dejan bastante frío, le dije (harto como estoy siendo andaluz de la expresión de los madrileños cuando oyen mi acento, que parece que estén todos esperando el chiste, la copla o la gracieta, como si haber nacido en un sitio y no en otro te colgara un sambenito del que no puedes desembarazarte, harto como estoy de los andaluces que hacen gala de serlo y a la mínima se convierten en caricaturas de sí mismos y en cualquier cena se arrancan por bulerías, como si no hubiera un panteón lleno de poetas andaluces, como si Juan Ramón, a mis ojos el mejor poeta del siglo XX español, no fuera también andaluz, hay que joderse).
Y fue mencionar el romancero gitano y la chica se fue protestando y bufando sin dejarme que le explicara nada (ya ves, a mí, como se atreve, que me muero por explicar cosas incluso a quien no quiere oirlas, a mí, con la buena conversación que tengo y lo divertido que puedo ser, con la cantidad de cosas interesantísimas que le hubiera contado, hasta chistes le hubiera contado si me hubiera dado la oportunidad, hasta le hubiera cantado una bulería si hubiera sido necesario, lo que fuera, lo que fuera con tal de que me hubiera hecho algo de caso y no se hubiera puesto a hablar con un amigo con el que iba y con el que, diez minutos más tarde, estaba dándose el lote mientras me miraba de reojo).

Y claro, me quedé allí. Cariacontecido.
Y tuve que pedir otra copa a la camarera lesbiana.
A la hija, por si acaso tenían curiosidad.

lunes, julio 26, 2010

Feos

El bar, perteneciente a una cadena de restaurantes en la que sirven un desayuno inglés bastante decente y que el hombre maduro suele frecuentar los fines de semana para poder leer con tranquilidad el periódico y no tener que preocuparse por el almuerzo, solo tenía ocupadas cuatro o cinco mesas con la clientela habitual, una pareja de homosexuales mayores, disfrutando como niños de la trasgresión de tomar tortitas con nata para desayunar, olvidada por una vez la dieta baja en grasas y de alto contenido en proteínas que seguían para sacarle el máximo partido al tiempo de gimnasio, cada uno con su periódico y sus gafas, con semblante de concentración, comentando una a una las noticias de la sección de internacional; dos parejas sudamericanas que habían hecho un alto en la ardua tarea de recorrer todas las tiendas de la calle y rellenar de artículos varias bolsas de papel con logotipos muy conocidos, exactamente iguales a otras bolsas de papel con logotipos muy conocidos que podían encontrar en sus propias ciudades, a seis mil kilómetros de distancia, tomando cocacola en lugar de café y huevos revueltos con abundante ketchup; un grupo de cuatro amigas, mujeres anodinas, ni guapas ni feas, ni modernas ni antiguas, ni rubias ni morenas, que probablemente se considerarían peores de lo que realmente eran y que haría mucho tiempo que no pasaban la noche con un hombre sin saber que, en realidad, a todas ellas les bastaría con un mínimo cambio, con unos collares nuevos, unos zapatos, un escote más atrevido, otro corte de pelo, algo más de desenvoltura en las miradas para que el resto de mujeres anodinas de su círculo de amigas las envidiara con el odio soterrado e intenso del que solo son capaces las mujeres cuando juzgan a una amiga; y una pareja de jóvenes con pantalones de algodón y sandalias, ella con una ancha cinta en el pelo y él con barba y rastas, leyendo el periódico y conversando con tranquilidad, jóvenes internacionales sin patria, que podrían encontrarse igualmente en Lisboa, en Roma, en Londres, en París, esa clase de jóvenes a los que se ve a gusto en cualquier gran ciudad europea, que hablan idiomas y son aficionados al arte, que han decidido ver mundo en lugar de acumular dinero para comprar el piso amplio de los suburbios que sus madres hubieran preferido en lugar del cuchitril de cincuenta metros, en un quinto piso sin ascensor, donde viven ahora, esa clase de jóvenes que pueden verse en el Chiado o en el Trastévere o el barrio turco de Berlin y que siempre parecen tener conversaciones muy interesantes.
Y al final del bar ellos dos, esperando pacientemente, a pesar de que el bar se encontraba casi vacío, a que un camarero los acomodara, tal y como recomendaba el cartel que se hiciera, respetando las normas, feos y mal vestidos, ella con una blusa de punto blanca con escote de pico que ya era antigua en la época en la que su madre había visto a sus amigas atreverse a con la minifalda, con zapatos blancos, de esos con una abertura en forma de uve, a través de la que se podía ver la uña del dedo gordo del pie y un trozo muy pequeño de dedo índice, con una falda de tejido sintético estampada con motivos imposibles de recordar, con gafas anticuadas, dientes descuadrados y demasiado grandes y una cola de caballo; él gordito y calvo, con demasiado vello corporal, con unas bermudas de color caqui y unos zapatos de cuero claro, de los que suelen comprar los hombres de mediana edad en verano esperando que no transpiren demasiado y, sin embargo sabiendo que la primera vez que se los quiten en público deberán pedir disculpas por el olor, con una camisa polo de color verde demasiado llamativo y calcetines de hilo. Ambos se miraban mientras esperaban pacientemente que un camarero reparara en ellos, aunque, de vez en cuando, ponían cara de circunstancias, como diciéndose, a ver, habrá que esperar si eso pone el cartel, habrá que esperar a que nos atiendan, como personas habituadas a pasar desapercibidas que no se toman como algo personal el esperar detrás de una barra y que el camarero no les dirija ni una sola mirada, tan poco acostumbradas a llamar la atención que se morirían de la vergüenza en el caso poco probable de que asistieran a una función de teatro alternativo y cualquiera de los actores les hablara para hacerles participar en la obra, allí esperando sin prisa, sonriendo. Él la miraba con arrobo, esa es la palabra, arrobo, y ella respondía con una sonrisa en los ojos tan franca y tan verdadera que el rictus de vergüenza que intentaba componer con el resto de la cara se veía impostado, como una especie de reflejo que hubiera aprendido de pequeña y que, ahora, siendo ya una mujer que iba a desayunar con el hombre con el que acababa de pasar la noche, fuera un gesto totalmente fuera de lugar.
El hombre maduro se vio invadido por la ternura de forma inesperada y, por un segundo, envidió a los feos con absoluta sinceridad. Más tarde dobló su periódico, se levantó, pagó su cuenta y se marchó.

viernes, julio 23, 2010

Cádiz

Yo, como cualquier madre, quiero mucho a mi hijo. Esta última semana lo operaron y me vine a su casa a pasar unos días con él. Así no se tenía que preocupar de nada. Y para hacerle mimos, claro, que para eso una madre siempre es una madre. Hemos pasado unos días estupendos. Largas conversaciones sobre él o sobre mí, o sobre la familia, porque a mi hijo le gusta mucho hablar y, además, habla de sentimientos y de cosas que importan, no como otra gente que habla y habla pero no dice más que tonterías. Anteayer fuimos a un museo y me lo pasé estupendamente. Es un placer escucharlo explicar este movimiento pictórico, este cuadro, la técnica del sfumato o la simbología de un tríptico gótico. No sé si lo he dicho pero mi hijo tiene dos carreras. Sé que a él no le gusta que lo comente pero yo siempre que me dan ocasión lo saco a relucir. No se trata de orgullo de madre, aunque algo sí que hay de eso. Es más bien que, conociéndolo, no me va a dar el gusto de hacerse rico para que pueda presumir de su puesto de trabajo o de su dinero. El otro día, en una cafetería a la que me había llevado desde la que había una vista impresionante de la ciudad, le dije que cuando vi su cara por primera vez pensé que estaba destinado a ser alguien importante. El me contestó que eso es lo que piensan todas las madres cuando ven a su primer hijo por primera vez. También me dijo que él se consideraba alguien importante y que vivía como quería y que, en cualquier caso, había dejado de tener claro por el camino qué significaba una vida de éxito. Me hizo pensar, la verdad, aunque eso no quita que a mí, de todas maneras, me hubiera gustado que fuera alguien importante, alguien con un buen puesto en el trabajo, con un coche grande y un chalet con piscina. Cuando se me escapan esas cosas, él siempre me dice que qué manía con el chalet, que a él no le gusta vivir en un chalet, que las urbanizaciones con todas las casas iguales le inquietan, que tras la apariencia de tranquilidad y normalidad, se esconden los peores vicios. Yo asiento y le digo que sí, que lleva razón. A ver qué voy a hacer. Está convencido de que el dinero no es importante y no se da cuenta de que la vejez se planta aquí en un momento y que hay que pensar en el futuro, que hay que guardar para cuando no se tenga, que hay que ser precavido y sacrificarse si es necesario. Pero es tocarle el tema del sacrificio y me mira con la sonrisa esa de medio lado que tiene, como si se estuviera apiadando de mí y me dice que él no está dispuesto a sacrificarse a cambio de nada, que eso es producto de la moral católica en la que nos hemos criado. Y no digo yo que no. Si yo sé que ahora ellos viven mucho mejor y sin tantas historias en la cabeza como teníamos nosotros pero ¿y el orgullo de haber sacado adelante una familia con el dinero justo?, ¿el ser capaces de privarnos de algunas cosas para que ellos no echaran nada en falta? Tal vez suene anticuado pero yo me siento muy orgullosa de haberlos criado a todos. De haber criado a tres buenas personas que además se quieren entre ellos. Algo que no es nada fácil. En absoluto. A pesar de eso, las mujeres que han trabajado en la calle siempre nos miran por encima del hombro a las que nos hemos quedado en casa. Aunque no quieran que se les note, me doy cuenta de que no creen que lo que hayamos hecho sea trabajar, no nos consideran sus iguales. Y, vamos, esto lo he hablado yo con mi hijo más de una vez, ¿acaso no hubiera habido que contratar a alguien que se quedara en casa si yo hubiera tenido que salir a trabajar a la calle?
Yo sé que eso a él no le importa. Me lo ha dicho más de una vez. Mamá, la vida de cada uno es la vida de cada uno. Y también sé que se toma en serio mis hobbies y que puedo hablar con él de pintura y de las cosas que estoy haciendo. Eso sí, siempre está con la cantinela de que tengo que relajarme, que tengo que tomarme la vida con más tranquilidad, que no debería darle tanta importancia al orden, que estoy jubilada y que debería disfrutar más de la vida en lugar de ahogarme en un vaso de agua. Eso es lo que me dice. Y la verdad es que le doy la razón pero cada uno es como es y pretender cambiarme a mí a estas alturas sí que lo veo una empresa complicada. Lo intento, eh, que conste que lo intento. Mi hijo me dice a veces, y eso me molesta, para qué voy a engañarte, que afortunadamente no ha heredado eso de mí, que él se preocupa si tiene que preocuparse pero que buscar las preocupaciones para poder darle vueltas a la cabeza, que eso no va con él. Y algo de razón digo yo que llevará pero, vamos, que tampoco él es que sea perfecto, que a veces se gasta una mala leche que no hay quien lo aguante. En fin.

Próxima parada: C…

No, si esta es mi parada, sí. Debería bajarme, llevas razón. Pero, no sé, ¿adónde dices que va este tren?

Pues no, no parece un mal plan remojarse los pies en Cádiz.

lunes, julio 19, 2010

Hoy en día

Hoy en día nadie se hace hombre antes de cumplir los treinta y todo el que vive lo hace proyectado hacia el futuro, hoy en día siempre se es algo que se será más tarde, no algo que ya se es. Siempre se puede cambiar, nos dicen, nos quieren hacer creer que se puede ser alguien diferente, que lo que somos es como un traje que puede pasar de moda y que basta levantarse y desprenderse de él para ser otros. Basta con ir a un centro comercial atestado cualquier fin de semana y comprar unas cuantas cosas para iniciar un nuevo camino, el camino del nuevo yo, basta con unas lecturas, una sesión de terapia, tal vez iniciar un coleccionable en septiembre, un coleccionable ridículo como «El maravilloso mundo de los relojes» o «Grandes batallas de todos los tiempos» para empezar otra vez. Pero, queridos escritores de libros de autoayuda que enseñáis a cambiar nuestras zonas erróneas, querido psicólogo que asistes a las víctimas (las víctimas con sus caras de estupefacción ante el desastre), queridos vendedores de humo, queridos expertos en marketing de lo efímero que vendéis emociones en lugar de productos recubriendo la avaricia con colorines, mierda sobre mierda, me temo que no es tan fácil. No. Ya somos.
Es lo que hay. Mejor tenerlo claro.

viernes, julio 16, 2010

Viajero

(a Neil Gaiman, el hacedor de mundos)

Hoy he soñado que viajaba en el tiempo, que despertaba justo el 10 de marzo de 2004 y que, absolutamente seguro de provenir de 2010, advertía que se trataba de la noche inmediatamente anterior al atentado islamista de Madrid. Paseaba por mi ciudad y encontraba a gente que he tratado en los últimos tiempos y hablaba con ellos. Pero en aquel tiempo diferente, aquel tiempo anterior en el que algunos edificios y algunos solares no coincidían exactamente con los que recordaba, el mundo aparecía cambiado.
Recuerdo, eso sí, el discurso interior en el sueño, recuerdo pensar que era muy curioso haber viajado en el tiempo, recuerdo decirme que yo sabía parte de lo que iba a pasar en España después de las explosiones del día siguiente, las manifestaciones, las elecciones, las protestas. También me acordaba de lo que iba a ser de mi vida en esos años, como a cámara rápida, la nueva vida, las nuevas parejas, los cambios. Pero no le daba ninguna importancia, con esa sensación de perfecta anormalidad que presentan algunos sueños. En ellos se vuela sin esfuerzo o se combate en una batalla o se tiene la certeza de haber asesinado a alguien. Y de ellos solo es posible recordar la felicidad del vuelo, el miedo de la batalla, la culpabilidad del asesinato. No tienen planteamiento, ni nudo ni desenlace. Solo flotar ingrávido mientras la ciudad se parece cada vez más a una construcción de lego allá abajo, o estar aterido de frío con las explosiones retumbando a nuestro alrededor, o avergonzado y aterrorizado por saber de forma irrefutable que quien hizo aquello a la chica fuiste tú.
En mi sueño yo me sentía un visitante del futuro, yo sabía que había vuelto a una etapa de mi vida muy anterior aunque no sentía la necesidad de salir corriendo a intentar evitar la masacre del día siguiente ni tampoco de ir a casa y pedir perdón y decir lo siento de verdad y, aunque tú no lo sabes, si seguimos por este camino no vamos a conseguirlo, que lo sepas. No. No sentía más que una vaga curiosidad por los cambios que el paso del tiempo había introducido, por la falta de precisión de mis recuerdos, poco más. A cada rato me iba diciendo: esto no es exactamente como lo recordaba, a cada mirada notaba una esquina cambiada, una tonalidad diferente, un negocio que no debía estar ahí, un solar donde antes se encontraba un edificio. Caminaba por una esquina del casco histórico de mi ciudad, una curva amplia con aceras de empredado a los lados de la calle, como un meandro, mientras hablaba con una amiga o en aquel tiempo tal vez fuera más exacto decir que hablaba con la hermana de una amiga y ella me iba contando cosas que le habían sucedido en Barcelona, en una ciudad en la que habitaba unos años antes y me iba hablando de su vida y de su niño pequeño y yo pensaba: pero si he hablado contigo esta mañana, seis años después. Y miraba hacia atrás, hacia el ayuntamiento de mi ciudad y sentía de nuevo aquella sensación de extrañeza, como si las imágenes fueran producto de la superposición de dos ojos estrábicos. Pero no sentía nerviosismo, solo curiosidad.
Cuando he despertado me he preguntado si significaba algo, si era posible extraer alguna conclusión útil del sueño, si mi subconsciente me estaba tratando de enviar un mensaje. He pensado que no. Más tarde he recordado la sensación de absoluta normalidad con la que me sabía un extraño en el tiempo del sueño, el discurso interior de mi cabeza, las sensaciones experimentadas. Y lo que más ha llamado mi atención ha sido el hecho de que ni una sola vez se haya filtrado, como ocurre en otras ocasiones, esa intuición fugaz que me dice, por encima de las imágenes, estás soñando, puedes estar tranquilo porque estás soñando. Al contrario, he despertado y me ha costado varias horas desprenderme de la impresión de que el sueño es, al menos, tan real como la vigilia.

lunes, julio 05, 2010

Descanso

El tiempo no transcurre de forma lineal pero en un texto esa verdad es más cierta que en cualquier otro lugar (¿lugar?), en un texto el tiempo se alarga, en un texto las palabras, una detrás de otra, ejercen la secuencialidad de forma absoluta y a la vez, lo que las palabras quieren decir cambian el tiempo, lo violentan, lo sacuden y, de repente, puede aparecer un árbol en contrapicado, un olmo alto, verde y espeso mecido por la brisa, puede aparecer la sombra de ese olmo, desparramada sobre un hombre tendido que lo contempla y oye como susurra y ahora, dentro de ese hombre, ese momento se hincha, se comprime, se convierte en algo diferente, algo minúsculo e inmenso a la vez, algo leve y denso y en ese instante una conversación de dos mujeres jóvenes que son casi adolescentes pide participar sin haber sido invitada, pide su lugar en la cabeza de ese hombre (estamos dentro de la cabeza de ese hombre) que piensa que el tiempo es irrecuperable y a la vez amorfo y elástico, como las cuentas de un collar en un hilo, el hilo y las cuentas, los momentos como este engarzados en una línea que apenas se deja advertir, y las mujeres jóvenes ríen y se hacen fotos con el móvil y los olmos siguen susurrando y una dulce quemazón marca el resultado del ejercicio en el cuerpo de un hombre maduro (en el cuerpo de ese hombre) y el cielo azul de esta ciudad escupe su color con arrogancia y un avión pasa dejando un rastro de vapor en el cielo, saetas disparadas en la eterna guerra de los ángeles contra Dios, ese Dios inexistente pero presente en nuestra visión del mundo, ese concepto que permite que cualquiera pueda recordarse desde fuera, como directores de la película de su propia vida, recordarse (¿imaginarse?) desde arriba tendido en la hierba, descansando mientras mira el balanceo de los árboles y la risa de las mujeres jóvenes se superpone a la música que suena en la cabeza, y los olmos siguen susurrando y el instante sigue aumentando de tamaño, sigue hinchándose, acaparándolo todo, llenando la realidad de algo para lo que no existe un nombre, ni en este ni en ningún idioma, ningún nombre que pueda describir este detenimiento, esta lentitud, esta absoluta falta de tiempo en el tiempo.

jueves, julio 01, 2010

La simetría del azar

Hace cinco años que este blog existe. Dibujemos seis marcas separadas en un papel. La primera está etiquetada como 30 de junio de 2005, la última como 30 de junio de 2010. Los intervalos que van de una marca a otra son los años. Hay cinco intervalos y todos cubren la misma extensión del papel. Dos centímetros, por ejemplo.

Entretengámonos un rato. De fuera hacia adentro. De la máxima extensión de tiempo a la mínima:

Han pasado cinco años, es decir, diez centímetros, entre esto: Perdigones
Y esto: Imbécil

Han pasado solo tres, seis centímetros, entre esto: Chino
Y esto: Veinte

Uno tan solo, dos centímetros de nada, entre esto: Contra la literatura
Y esto: Hambre

Si dentro de esos dos centímetros, dentro de ese año medianero de 2008, buscamos el texto que deje exactamente un centímetro a cada lado, la mitad de ese año a cada lado, encontraremos las palabras que constituyen el centro de gravedad exacto de este blog, un punto sobre el que todo quedaría en equilibrio, con una cantidad igual de tiempo a cada lado, el texto por el que si las palabras comenzaran a deshacerse misteriosamente, podría convertirse en el agujero negro que absorbiera todos los demás, el texto que sería la célula mutada que se convierte en cancerosa y que se extiende por el resto del organismo, el texto que sería el lugar por el que empieza a arder el papel si todas estas palabras estuvieran impresas en un gigantesco rollo de papel continuo. El texto semilla, el texto esencia, el texto arquetipo.

Estas son las palabras:
Ceja

Que por una extraña simetría, coinciden exactamente con las primeras que llevé al Bremen, el taller literario que tan importante ha sido en este tiempo.

Debe de existir una ley que lo gobierne todo tan simple, tan simple que somos incapaces de verla.

Gracias por todo.