El verano, mi verano, son un par de cosas: los árboles de la piscina meciéndose, agitándose suavemente en la brisa y el sonido del ventilador en la penumbra de mi casa a la hora de la siesta.
En la piscina nado un largo tras otro mientras noto mi cuerpo cada vez más y más adaptado, como si le salieran escamas y se fuera estilizando a medida que caen los metros y más tarde, tumbado en la toalla, miro los árboles y pienso en la absoluta e incomprensible complejidad del mundo; siempre vuelvo sobre lo mismo pero como ya me conozco y sé el curso que tomarán mis pensamientos, no les hago mucho caso, dejo que se formen como una neblina, al fondo de mi conciencia y no les presto atención. Es una rutina que consigue relajarme, es comenzar a pensar en los árboles y notar como mi cuerpo cada vez hace más presión sobre el suelo, el aviso de que me estoy quedando dormido. La mente funciona de forma extraña. Escucho el rumor de los árboles, como de costa cercana, el viento entre las miles de hojas que cambian del verde claro al oscuro dependiendo de la cara que nos toque ver en ese momento, los rayos de sol pasando intermitentemente entre las hojas, los gritos lejanos de los que se lucen en la piscina, siento todo eso y, poco a poco, pierdo la conciencia sin ser consciente de estar haciéndolo. Poco a poco, los gritos de los demás dejan de ser inteligibles y todo, los gritos, el rumor de las hojas, los chapoteos, se funden en una amalgama, en el rumor sonoro que acompaña a mi siesta después de nadar.
En casa, el esfuerzo de los ciclistas subiendo el Tourmalet o cualquier otra pendiente en una carretera francesa, sus caras desencajadas, su transpiración, sus brazos fibrosos agarrados al manillar consigue un efecto similar. Oigo la cháchara de los presentadores, que deben rellenar varias horas de animado cotilleo y presto atención a las floridas expresiones de los periodistas: serpiente multicolor, la ronda gala, a la leve exasperación que dejan traslucir en sus comentarios sobre el doping, más conscientes que nadie sobre lo poco honorable que resulta ahora un deporte que representaba la esencia misma del esfuerzo y la superación hasta no hace mucho, veo los planos aéreos de los helicópteros y escucho el ventilador moviéndose en la penumbra, apenas rota aquí y allá por los pequeños huecos de las persianas, los papeles levemente agitados por la corriente de aire, que noto en la piel, siempre a punto de arrancar a sudar y, poco a poco, los comentarios de la televisión, el zumbido del ventilador y los ocasionales gritos en la calle, se convierten en un todo mullido y amable que me abraza, en un todo fresco y umbrío que me cubre como si se tratara de una manta de descanso.
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