sábado, agosto 28, 2010

Atardecer

(A David Milch, creador de Deadwood)
(A David, que aún no sabe cuánto necesita verla)

Esta tarde mientras estaba tumbado en el sofá imaginé a alguien que recibía un disparo en el pecho y pensé que el hombre sentiría el impacto de la bala mucho antes de oír el sonido, pues la bala va más rápido que el sonido y la transmisión nerviosa es prácticamente instantánea, y en cómo sería recibir esa presión en el pecho y no entender nada y justo un instante después oír el disparo y comprender en ese minúsculo intervalo de tiempo que estás muerto. Y más tarde pensé que no era suficiente esa imagen para construir un relato que desde su inicio quiere existir como un cuento del oeste. Porque en los cuentos del oeste siempre suceden muchas cosas, siempre hay un hombre a caballo que hace algo o dice algo o informa a los demás de algo que ha sucedido y que pone en movimiento a los hombres del pueblo que corren a por sus armas y gritan que van a desollar a esos salvajes, si se trata de indios, o que van a desollar a esos cabrones, si se trata de hombres blancos y claro, en este cuento lo que sucede es que el hombre asiste horrorizado a su propia muerte en el pequeño intervalo de tiempo que pasa entre el impacto y el sonido.
Lo importante no sería, por tanto, el relato de los hechos, la narración de lo sucedido sino el punto de vista, el hombre con el tiempo escurriéndose muy lentamente, observando el brillo del agua en el abrevadero, las risas del bar y el estruendo de la música, el polvo en suspensión, el escarabajo escabulléndose a sus pies. No sucedería nada, solo esa impresión de estupefacción que poco a poco se transforma en la certidumbre de estar a punto de dejar de ser, en la convicción de que no habrá milagro posible. Este hombre que ahora comprende lo sucedido, este ser que se observa el pequeño agujero que ha hecho la bala al entrar en el pecho y que, justo después, sabe que se trata de un disparo, está a punto de dejar de comprenderlo todo, se sabe muerto aunque aún no lo está.
Este momento no parece suficiente para ser un cuento del oeste pero el relato no se deja domar e insiste y yo ya no tengo ganas de oponerme a lo que el cuento quiere ser. Así que me dejo llevar por la ambientación y por el infecto olor que surge de la zona de la curtiduría del pueblo minero, por la suciedad de los trajes de todos los habitantes, por los colores de las ropas de las furcias, por esa mirada de desprecio que el recién llegado del Este, siempre un lugar más civilizado que estos poblados que extienden la nación norteamericana hacia el Oeste, muestra hacia todos los que habitan aquel lugar miserable y dejado de la mano de Dios, y sigo viendo al hombre que continúa apagándose lentamente, que ahora ya no es más que un moribundo que se sabe moribundo y advierto que la tierra se ha movido de forma imperceptible y que la sombra del edificio en el que está la casa de postas se ha desplazado un milímetro y veo tres caras que han abierto mucho los ojos después de oír el disparo y contemplo de nuevo al hombre, al moribundo, al muerto en vida, lo veo desplomándose muy lentamente con la mano agarrándose el pecho, con la mano como si fuera un garfio, alrededor de un agujero de bala por el que, siguiendo una trayectoria recta y limpia, un proyectil del calibre 38 ha entrado destrozándolo todo a su paso y reventando parte del pulmón, la aorta y medio corazón y llevándose con él la vida miserable del hombre está cayendo al suelo en este mismo instante.

jueves, agosto 26, 2010

Escena

Después de abrir la puerta contempló los huecos de los muebles y los miró mucho tiempo, los rectángulos de bordes oscuros que el humo del tabaco había ido creando en torno a los cuadros, evidentes ahora que habían desaparecido, las pelusas que se movían lentas, como medusas en busca de una presa, el hueco más claro de la tarima en la zona del sofá. El plano general del hombre, con mirada apesadumbrada mientras suena una banda sonora melancólica y profunda, cambia entonces a un primer plano de su cara. La mirada muestra tristeza y a la vez resolución al mirar a su casa medio vacía. El hombre no llora aunque parezca a punto de hacerlo, se controla, no quiere, a pesar de que no haya nadie para verlo, dejarse llevar por la tristeza, quizá piense que eso no sería viril. Tal vez un ligero suspiro, como si se le escapara y más tarde un estirarse, un poner la espalda recta, como diciéndose ahora, con resolución. Y todo moviéndose con la lentitud propia de los ambientes densos, más densos que el aire, como si hubieran aparecido branquias en su cuello y toda su vida se desarrollara ahora bajo el agua. Su vida lenta y pesarosa, pesada y densa, cargada a la espalda. Un hombre de mediana edad mirando los huecos de los cuadros que ya no están en su casa, mirando las pelusas lentas y etéreas, observando el rayo de luz que entra desde la calle, las motas de polvo, el dibujo geométrico del parqué, la pintura blanca algo sucia por el paso del tiempo, el color ocre de los radiadores, los tres cojines tirados en el suelo de cualquier manera.

lunes, agosto 23, 2010

Viejos

Me fijo en sus manos, que parecen sarmientos, como si las venas azules estuvieran dispuestas sobre la piel y no debajo de ella, con todas las manchas que el tiempo ha ido depositando sobre ellas. Las mueve con habilidad, un poco retorcidas tal vez, afectadas ligeramente por la artritis, pero aún ágiles, pelando pimientos asados, patatas, tomates, envasando verduras asadas en botes con tapa de rosca para conservas, recogiendo la ropa del tendedero. Su ritmo es lento pero de una manera especial, como si fuera el mundo el que se condensara alrededor de ella, esperando.
Veo también a un hombre que regresa de un paseo con un bastón en las manos. Tiene el pelo muy blanco y un bigotito y va vestido con un pantalón ligero de verano y una camisa clara. El sombrero de paja le protege del sol de agosto. Parece tranquilo y feliz de poder dar un paseo por los alrededores del pueblo, de visitar sus castaños o su huerto o sus marranos. Tal vez solo le guste pasear y subir a algún monte y mirar desde allí las vistas, el pueblo de casas blancas en la falda de la montaña y el verde de las encinas. Se le ve ufano.
Pienso entonces que la vejez en un pueblo es mucho más digna que en la ciudad, que en un pueblo el tiempo más que apremiarlos, más que empujarlos fuera del carril central se arremolina en torno a ellos sin apenas rozarlos. Los viejos en los pueblos parecen tranquilos esperando. Los envidio, la verdad.

martes, agosto 17, 2010

Desplazamientos

El hombre maduro reflexiona últimamente sobre ciencia, sobre novela, sobre corpúsculos de dimensión uno que se agitan incansables en torno a un núcleo, sobre hombres afectados de cáncer que deciden cambiar algo en su vida, aunque lo hagan tarde, sobre mujeres elegantes que caminan sobre tacones y se ven enfrentadas a dilemas morales, sobre el tiempo que pasa y que nos amortaja poco a poco con un sudario invisible, que marca nuestras arrugas y blanquea nuestro pelo, sobre la agitación del mundo (el mundo de las supercuerdas).
El mundo se está conviertiendo para él poco a poco en un lugar aún más incomprensible. Le consta. El estudio es inútil y solo le muestra lo insondable de su tarea, la infinita profundidad de la sima en la que flota, buceando a 35 metros, mientras observa la pared cubierta de corales desvanecerse allá abajo, más alla de los cien metros de visibilidad con los que se cuenta en el mar Caribe. Un esfuerzo inútil y, precisamente, por eso, el único que merece la pena hacer.
El hombre maduro recuerda el poema de Cavafis (Ítaca y el camino y la vida) que se ha convertido en un lugar común, en un poema citado por los artículos de psicología de los suplementos dominicales, sé agua, amigo mío, tal y como decía Bruce Lee. Y también recuerda un personaje de una novela de Eduardo Lago que escribía versos en un papel de fumar que utilizaba inmediatamente para liar un cigarrillo y que, tras fumárselo, decía: la gracia está en escribirlos. Y a Pessoa en una habitación lisboeta soñando que viaja, soñando que algún día se atreverá a dejar su rutina de café y licor y marchará como Gauguin a los mares del Sur. A tantos y tantos otros. Y hace esto. Dejar por escrito impresiones, palabras, juegos brillantes como pescado recién sacado del mar, como mares al atardecer, como las gruesas y bruñidas tarimas de roble de los pisos burgueses, como fotones, como gravitones (esa entelequia) fluyendo de un cuerpo a otro a través de las líneas de campo. Como medusas a punto de morir, a punto de perder el agua que necesitan para seguir existiendo, como fuegos artificiales. Cosas sin sustancia, juegos florales.
Y entonces advierte que otra vez, a pesar de aborrecerlo, ha escrito un texto metaliterario. Y entonces dice mierda, otra vez.

lunes, agosto 16, 2010

Ciencia

Antes pensaba que los matemáticos creaban las herramientas que los físicos utilizaban para reflexionar sobre la naturaleza. Hasta mediados del siglo XIX era así. Las matemáticas ofrecían la posibilidad al hombre de conseguir verdades absolutas, verdades que más tarde explicaban comportamientos de sistemas naturales. Newton explicó las órbitas de los planetas, la forma de la tierra, etc., a la vez que creó el cálculo infinitesimal (con permiso de Leibniz).
Sin embargo, la aparición de geometrías no euclidianas a mediados del siglo XIX vino a corroborar que las matemáticas son mucho más extensas que la naturaleza, que es posible concebir sistemas formales consistentes que no tienen expresión en el mundo real, sino solo en la abstracción del cerebro de los matemáticos. Más tarde, Gödel demostró que cualquier sistema formal que el hombre pudiera crear contiene proposiciones indemostrables en su seno, formuladas, por supuesto, de acuerdo a las reglas preestablecidas. De esa manera, la pretensión de los matemáticos de contar con el mejor instrumento para explicar el mundo se vino abajo, estalló en pedazos como una copa sometida a un sonido de frecuencia demasiado alta. Las matemáticas habían dejado de ser suficientes para explicar la naturaleza. Es decir, las matemáticas son infinitas y, a su vez, siempre serán insuficientes para explicar el mundo.

En cuanto a la física, John D. Barrow dice lo siguiente en su Libro de la Nada: «Quien está fuera del mundo de la ciencia podría verse tentado a pensar que la progresión de nuestro conocimiento sobre el funcionamiento de la Naturaleza consiste en reemplazar teorías falsas por teorías nuevas de las que pensamos que son correctas durante un tiempo pero que finalmente se mostrarán también falsas. De este modo, la única cosa segura sobre la teoría actualmente favorita es que se demostrará que es tan falsa como sus predecesoras.
Esta caricatura yerra el aspecto clave. Cuando en la ciencia tiene lugar un cambio importante, en el que una nueva teoría sube al escenario, la teoría entrante tiene la propiedad de acercarse cada vez más a la vieja teoría en cierta situación límite. De hecho, revela que la antigua teoría era una aproximación (normalmente muy buena) a la nueva, y sigue siendo válida en un abanico concreto de condiciones. Así, la teoría de la relatividad especial de Einstein se convierte en la teoría del movimiento de Newton cuando las velocidades son mucho menores que la de la luz, y la teoría de la relatividad de Einstein se convierte en la teoría de la gravedad de Newton cuando los campos gravitatorios son débiles y los cuerpos se mueven a velocidades menores que la de la luz. En años recientes hemos empezado incluso a imaginar qué aspecto podría tener la teoría sucesora de la de Einstein. Parece que la teoría de la relatividad general de Einstein es un caso límite a baja energía de una teoría más profunda y más amplia, que ha sido bautizada como teoría M.»
Es decir, las teorías que explican la naturaleza se acumulan unas sobre otras, como muñecas rusas, como capas de cebolla. A su vez, estas teorías están basadas en estructuras formales puras, esto es, matemáticas, de existencia independiente.

De estas dos premisas se concluye que cada pregunta que el hombre se responde plantea una nueva batería de preguntas sin respuesta, como un árbol que no dejara de crecer.

Desde los sistemas de cuenta de los hombres neolíticos (mejor saber cuántos corderos hay al principio y al final del día en el rebaño) hasta los espacios tensoriales, desde el animismo hasta la teoría de cuerdas van cinco milenios de pensamiento humano, de ingenio, de inteligencia. Para acabar concluyendo que la tarea siempre estará inacabada. Y no por ello los pensadores cejan en su empeño.

Eso es lo que nos hacen inequívocamente humanos. Porque los monos también sienten empatía por otros monos. Y los elefantes mueven tristes las moles de sus cuerpos cuando van camino del cementerio.

lunes, agosto 02, 2010

Años

La novia del Corto se pasaba el día pensando en un hombre que nunca supo si le convenía, cantaba Javier Ruibal en directo, hace tantos años que parece mentira que sean tantos años, en una sala granadina en la que habían cometido un error con su nombre (Javier Ruival) y en la que os hicieron esperar durante más de una hora al cantante, hasta que el dueño comprobó que no íbais a consumir más copas a aquel precio exorbitante. Y también cantaba Enrique Morente con Lagartija Nick un tema muy extraño en un disco flamenco con guitarras de distorsión mientras veinte o treinta personas bebían cerveza sentados en los escalones de la Cuesta de San Gregorio, en el Albaicín (o Albayzin, o Albaycín) y el cigarrillo de maría pasaba de mano en mano y el futuro aún estaba intacto, perfecto y recién horneado. Y los yonquis siempre tenían mucha prisa y preguntaban la hora y nunca esperaban lo suficiente para enterarse de qué hora era y hoy tampoco hicísteis cena porque siempre fue mucho mejor bajarse al Gondo y dejar que las tapas que os ponían Javi y su mujer os dieran de comer y tu hermano se quitó la ropa en ese bar el día que hicísteis la fiesta de despedida, el día que todo el mundo supo que os íbais a vivir a la capital en pos de un futuro mejor, de un trabajo mejor, de dinero, del chalet y la parejita y la piscina. Y el campus de Fuente Nueva, y Siniestro Total en las fiestas del Zaidín haciéndoos saltar a todos, que siempre os supísteis sus canciones de memoria y en el momento en el que alguien los ponía en el casette todos comenzábais a cantar a voz en grito. Y Gun en un garito que se llamaba Segunda Edición y al que siempre le cambiábais el nombre y os empeñábais en llamar Siglo XXI y todas aquellas noches y más noches y más noches estudiando Teoría de la Información y la Codificación y Álgebra e Inteligencia Artificial y Computabilidad (con aquel profesor de manos largas y voz pausada que tanto te gustaba y del que ahora no recuerdas ni el nombre) y trabajo, más trabajo, más trabajo y más trabajo.

Quién te iba a decir a ti.