No hay gloria en la muerte, no hay gloria ni fama. Como no hay gloria en la soledad de un escritor conjurando sus fantasmas en un habitación fría y oscura de Praga. La gloria la crean otros: los que cuentan la historia de una vida como si se tratara del viaje de Homero. Maldito Pat Garrett y maldito Max Brod.
Billy el Niño, o sea yo, no comenzó su leyenda con aquel mexicano que tal vez no fuera mexicano y que tal vez no muriera por uno de sus disparos o con el cuello atravesado por un cuchillo de caza. Billy el Niño comenzó su leyenda como personaje de ficción en una novela ilustrada y muy mal escrita que el sheriff de los bigotes dictó a un chupatintas. Del tipo que se mea encima cuando llegan los tiros y la gente muere con una mano agarrándose el vientre. Pregúntenle a Clint Eastwood.
Yo, además, nunca odié a los mexicanos. Y mi español era más que bueno. De hecho, cabe la posibilidad de que yo fuera un poco mexicano dicen algunos historiadores de esos que no soporto. Sí que fui cuatrero como otros eran usureros. En aquel tiempo no eran oficios respetables ninguno de los dos y fíjense ahora. La historia en una cosa sinuosa y extraña. ¿He dicho ya que odio a los historiadores?
Decorado: la taberna de mi primera muerte era de madera, la barra estaba pulida por los incontables brazos que se habían acodado en ella, el humo llenaba el local, el whisky era malo, el olor repugnante. El decorado es fácil. Pregúntenle a John Ford.
Lo de las veintiuna muertes también es mentira. Los que miran legajos cubiertos de polvo y anotan datos en pequeños cuadernos pautados solo pueden dar por seguras cuatro. Además, yo nunca dije que había matado a tanta gente. Y nunca desconté a los mexicanos. Eso son cosas del maldito de Pat. Yo ya estaba muerto cuando comenzaron a circular esas leyendas y nada pude hacer para contrarrestarlas. Ni modo.
Y me mató como a un perro, sin darme ni una sola oportunidad y eso tampoco lo dice nadie. Y me morí tirado en el polvo de la calle de Fort Summer maldiciendo en español mientras mi propia sangre formaba un charco espeso debajo de mí, un charco que fue coagulándose poco a poco.
Pero lo que le dije a Pat Garrett cuando me lo encontré por aquí algún tiempo después es que el disparo no fue decente pero sí comprensible. Aquellos tiempos eran así y también yo fui cuatrero y saqué el revólver sin motivo en más de una ocasión. Pero lo que no le perdono ni le perdonaré nunca es que escribiera aquella maldita novela, que me convirtiera en un mito, en un héroe.
Aquí estoy con Marilyn, con Dean, con Elvis y con el recién llegado Michael y no los soporto ni un solo minuto más. Y olvidé mi pistola allá abajo en Fort Summer.
Billy el Niño, o sea yo, no comenzó su leyenda con aquel mexicano que tal vez no fuera mexicano y que tal vez no muriera por uno de sus disparos o con el cuello atravesado por un cuchillo de caza. Billy el Niño comenzó su leyenda como personaje de ficción en una novela ilustrada y muy mal escrita que el sheriff de los bigotes dictó a un chupatintas. Del tipo que se mea encima cuando llegan los tiros y la gente muere con una mano agarrándose el vientre. Pregúntenle a Clint Eastwood.
Yo, además, nunca odié a los mexicanos. Y mi español era más que bueno. De hecho, cabe la posibilidad de que yo fuera un poco mexicano dicen algunos historiadores de esos que no soporto. Sí que fui cuatrero como otros eran usureros. En aquel tiempo no eran oficios respetables ninguno de los dos y fíjense ahora. La historia en una cosa sinuosa y extraña. ¿He dicho ya que odio a los historiadores?
Decorado: la taberna de mi primera muerte era de madera, la barra estaba pulida por los incontables brazos que se habían acodado en ella, el humo llenaba el local, el whisky era malo, el olor repugnante. El decorado es fácil. Pregúntenle a John Ford.
Lo de las veintiuna muertes también es mentira. Los que miran legajos cubiertos de polvo y anotan datos en pequeños cuadernos pautados solo pueden dar por seguras cuatro. Además, yo nunca dije que había matado a tanta gente. Y nunca desconté a los mexicanos. Eso son cosas del maldito de Pat. Yo ya estaba muerto cuando comenzaron a circular esas leyendas y nada pude hacer para contrarrestarlas. Ni modo.
Y me mató como a un perro, sin darme ni una sola oportunidad y eso tampoco lo dice nadie. Y me morí tirado en el polvo de la calle de Fort Summer maldiciendo en español mientras mi propia sangre formaba un charco espeso debajo de mí, un charco que fue coagulándose poco a poco.
Pero lo que le dije a Pat Garrett cuando me lo encontré por aquí algún tiempo después es que el disparo no fue decente pero sí comprensible. Aquellos tiempos eran así y también yo fui cuatrero y saqué el revólver sin motivo en más de una ocasión. Pero lo que no le perdono ni le perdonaré nunca es que escribiera aquella maldita novela, que me convirtiera en un mito, en un héroe.
Aquí estoy con Marilyn, con Dean, con Elvis y con el recién llegado Michael y no los soporto ni un solo minuto más. Y olvidé mi pistola allá abajo en Fort Summer.
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