viernes, septiembre 04, 2009

Marrakech IV

El momento pasa y la agitación vuelve a la plaza que, desde la terraza en la que estoy sentado, se comporta como un organismo vivo, como una colonia de algas o de coral, meciéndose en la corriente. El viento hace que las cordadas de luces precarias que ligan unos puestos de comida con otros se mezcan, en un vaiven de ciudad de la costa, marino. El tayín de cordero es delicioso pero el camarero parece harto de los turistas y eso me molesta, eso consigue abstraerme de la atmósfera de la plaza, me hace dejar de observar a la gente que camina e introduce una cuña de irritación en mi estado de ánimo. Pasa pronto. Decido sobre la marcha no irritarme más, dejar que las cosas sean como deben ser, que me atraviesen. Disfruto de la comida y de los cigarrillos mientras contemplo la plaza y acabo la cena con un té de menta. Bajo a la calle y me dirijo a la Kutumía, la mezquita de la ciudad santa de Marrakech, cuyo alminar es igual que la Giralda pero aquí no hay Guadalquivir, aquí la palabra Guadalquivir es como un conjuro, un recuerdo que todos los habitantes de la ciudad desconocen tener. Andalucía ha sido durante casi un milenio la tierra prometida para el mundo árabe, agua en abundancia, tierra fértil, mieses y pescado, olivos y pan y eso se nota cuando les dices que eres de Córdoba (Kortoba, dicen ellos en árabe), la ciudad de la Mezquita y cuando dices Granada y cuando dices Sevilla.
La mezquita está repleta de hombres rezando y los fieles que no han conseguido sitio en el interior, se arrodillan y rezan en la amplia explanada de la entrada, coordinados, ejecutando los movimientos como en un baile, la liturgia lo es todo en las religiones, pienso, la liturgia del rezo y la sumisión a Dios, los movimientos perfectos tras millones y millones de repeticiones y aún así, soy capaz de ver que el Islam es una religión con un culto más esencial, despojado de ropajes brillantes, cetros de oro, anillos de papa, vestidos púrpuras. Miles de hombres rezando a la vez y humillándose ante Dios. Porque Dios disfruta viéndonos humillados. Estoy seguro. A todos nosotros aunque yo no esté dispuesto a darle el gusto. Ni por asomo.

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