jueves, febrero 25, 2010

Salvación

Tuvimos mala suerte al hacer caso a los alucinados seguidores de aquella teoría. Una respuesta ecológica a la destrucción que estábamos provocando en el mundo, un cambio en nuestras conciencias. Algo que nos haría diferentes.
Alzamos alborozados los brazos, con la mirada brillante de los creyentes, cuando las primeras pruebas científicas nos demostraron que era posible. Los primeros en probarlo volvían del viaje con los ojos más profundos, cambiados para siempre. Aquellos que la habían sentido en su interior nunca más se atrevían a hacer nada que pudiera alterar su equilibrio. Aquellos que habían mirado con otros ojos se convertían en algo más que hombres.
Y nos fuimos. Y el asfalto se abrió como la tierra húmeda bajo la fuerza de las raíces. Y los puentes se cayeron y los coches se cubrieron de hiedra y las centrales nucleares fueron conquistadas poco a poco por una naturaleza inédita. Nos fuimos y nos declaramos derrotados por el bien de todos. No solo el nuestro, el de todos.

Añoro la sangre bombeando en mi cuerpo y en mi miembro. Y el deseo que nos conducía, el sabor del chocolate suizo, el frescor de la cerveza helada. Echamos de menos tantas cosas que seríamos incapaces de recordarlas todas.

Ahora es tarde. Ha pasado nuestro tiempo.

martes, febrero 23, 2010

Casavella

La realidad está encerrada en una serie infinita de muñecas rusas que la esconden, cada una de ellas un punto de vista. Eso y un cuento. Rashomon, que decía una profesora mía, Rashomon. Y tan bien que queda la referencia para iniciados. Lo siento.Y hay gente que me dice: debe de ser interesante el libro porque no lo sueltas. ¿Interesante? No tienes ni puta idea. ¿Qué creéis que es la literatura? ¿Entretenimiento? Ni puta idea, lo que yo te diga. Bastante tengo yo ya con intentar poner una palabra detrás de otra sin dejarme vencer por el desánimo tras leer mil páginas maravillosas de Casavella.
Y ahora suena Lobo López de Kiko Veneno y esa canción tan triste y sutil tampoco me hace considerar con mejores ojos mi talento.

*****

Días después, el hombre del segundo dijo a los policías, hablando de la mujer que tenía el cuello roto y que, desmadejada, quedaba oculta por la sábana que alguien piadoso había puesto sobre ella, que no sabía nada, pero que a él la chica siempre le había parecido algo ligera de cascos. Vamos, que creía que era puta, y lo decía bajando la voz, para que nadie pudiera pensar que encontraba satisfacción en criticar a los muertos. Eso sí, nunca había oído que la chica llevara allí a los clientes ni había visto a hombres subiendo a su casa. Se trataba más bien de una impresión, de que él, y lo decía bajando un poco los ojos, con una humildad fingida, tenía un sexto sentido para darse cuenta de esas cosas.
El portero, que presumía de estar enterado de todo lo que ocurría en su finca y que, tras su cara de pánfilo, demostró un agudo sentido de la observación, según los detectives que lo interrogaron, dijo que creía que la señorita Andrea había estado deprimida porque ella era una mujer que normalmente cuidaba mucho su aspecto, que daba gusto mirarla con esas faldas tan bien cortadas y tan discretas que siempre llevaba y con esos zapatos buenos de tacón, que se veía que eran buenos a la legua, pero que en la última semana se la veía salir a la calle de cualquier manera, incluso con un chándal, decía aquel hombre con el terror pintado en el rostro, como si llevar ropa deportiva fuera el peor de los pecados. Un hombre, por cierto, muy bien vestido para ser portero de una finca, con un atildamiento casi excesivo, anotaron los interrogadores por si aquello servía de algo en el futuro.
La mujer del piso de enfrente no salía mucho de su casa y no pudo ayudar en casi nada a la detective que intentó ganársela utilizando su condición de mujer y madre. La mujer vivía en un piso atestado de libros, llevaba gafas de concha y no veía la televisión ni oía la radio. Tampoco tenía internet. Tal y como le dijo a la detective, no le gustaba mucho el mundo de hoy y hacía ya quince años que había tirado su televisión, un aparato que le quitaba demasiado tiempo, enfrascada como estaba en la relectura de los clásicos alemanes. Trabajaba de profesora en una universidad privada dos días a la semana y el resto del tiempo lo pasaba en casa leyendo y tomando notas. Una vez al mes hacía la compra por teléfono en un supermercado que ofrecía el servicio a domicilio y, bueno, ni salía con hombres ni tenía más amigos que los escritores muertos en los que empleaba el tiempo. Su aspecto era el de una persona que no se preocupaba en absoluto por lo que los demás pudieran pensar. Una belleza destruida por los libros, anotó alguien con precisión en una libreta.
La chica llorosa, madre soltera y traductora de profesión que vivía en la puerta de al lado, afirmó haberla conocido muy bien, y, tras tragarse la lágrimas que se empeñaban en acumularse en los salientes de su cara, dijo que la iba a echar de menos, que Fátima era una mujer maravillosa que le ayudaba siempre que se lo pedía, que su hijo también la iba a echar de menos —junto a esta afirmación el encargado del interrogatorio había anotado entre paréntesis la expresión: tiene seis meses— y que para una buena persona que había encontrado en la vida, para un persona limpia de corazón que no buscaba nada de ella, ni pretendía nada, ni aparentaba necesitar nada, excepto, tal vez, algo de cariño y de compañía masculina de vez en cuando, algo a lo que ella había renunciado con gusto tras su experiencia con el padre del niño, que para una persona buena y desinteresada que había encontrado ya era mala suerte, que la vida era una putada y que qué iba a hacer ella ahora, sola como estaba y sin nadie que le pudiera echar una mano.
El padre del niño de la chica llorosa confesó haber estado viendo a Fátima a escondidas, y, tras lo que pareció un verdadero acceso de llanto, dijo que se había enamorado de ella y que le había propuesto que se fueran a vivir juntos lejos de su casa y de su ex mujer, a pesar de que escuchar las risas y el llanto de su hijo tras los tabiques lo llenaba de algo parecido al consuelo, ahora que su ex se había empeñado en no dejarle verlo nada más que los fines de semana alternos y estaba dedicando toda su energía a intentar borrarlo de la vida del niño. También dijo que estaba seguro que el hombre del segundo miraba mal a Fátima, vete tú a saber por qué. Según parecía, aparte de los hechos evidentes y de la tristeza cierta, nada más se podía anotar en su expediente.

*****

Se agita, se remueve, se desarrolla, se le busca un final, se centra el punto de vista en cada capítulo en un personaje diferente y ya tenemos una novela con un crimen. Algo de recuerdo, algo de atmósfera, algo de oficio y ya está.
Llamar a eso novela sería análogo a llamar esquiar a lo que yo hago cuando me deslizo por la nieve. Una trampa del lenguaje. Solo eso. Un defecto propio de la generalización. Un error en nuestra manía por encontrar patrones, ese comportamiento incontrolable de nuestros cerebros.

*****

Y además, seguro que Casavella se revolvería en la tumba. Homero lo tenga en su gloria.

lunes, febrero 22, 2010

Ejemplo

Su sobrina le reprochó que llevara varias horas leyendo sin hacerle demasiado caso y le preguntó que por qué hacía aquello. Él le contestó que, en aquel momento, no estaba en el mundo real sino en otro mundo imaginario que se encontraba dentro de libro. Ella lo comprendió perfectamente como, de hecho, comprenden los niños todo lo que se les cuenta y dijo, claro, lo entiendo, como cuando yo leo los libros de Jerónimo Stilton. Además, en mis libros vienen dibujos que te ayudan a imaginar ese mundo. Él contestó entonces que cuando fuera mayor, preferiría que no existieran los dibujos, para tener la libertad de imaginar las cosas como ella quisiera. La niña volvió a entenderlo con facilidad y se dispuso a imitarlo, intentando hacer algo que todavía no puede, leer con la voz de la mente, sin necesidad de mover los labios.

A él le gustó pensar que ese intento estaba creando en este momento conexiones neuronales inéditas en su cerebro, que ese intento estaba cambiando a su sobrina en aquel mismo instante. Le gustó pensar que, de alguna manera, era un ejemplo para una niña. Uno bueno, se entiende. Le gustó el ceño fruncido de la niña, intentando hacer como el tío, leer sin necesidad de utilizar la voz, sumergirse en un mundo de fantasía que nunca ha existido, que está en un sitio tan raro como dentro un libro. Y esperó, de una forma tal vez egoísta, que nunca se le pasara ese interés, que nunca dejara de amar los libros, que, al menos en algo, siempre lo considerara un buen ejemplo.

El amor tiene mucho de egoísmo, pensó después.

lunes, febrero 15, 2010

Jugar

Si alguien pudiera escribir sin pensar en lo que está haciendo, sin pararse a reflexionar sobre cómo aparecen los pensamientos cuando vamos de izquierda a derecha leyendo palabras (o de derecha a izquierda o de arriba a abajo, ¿cómo será leer en esos idiomas en los que todo se hace al revés?, ¿o cómo será leer en alemán y no saber de qué estamos hablando hasta que llegamos al verbo, allá al final esperando completar la frase?; los sintagmas alemanes deben florecer como arbustos en el aire, sin raíz, hasta encontrar por fin la acción, el verbo que finalmente penetre en la tierra) (qué rara y extraña me ha quedado esa frase, llena de oquedades, qué extraña frase me ha salido), si alguien pudiera hacer eso, es decir, escribir sin pensar en lo que hace, tal y como iba diciendo, sería mucho más fácil esto de escribir, supongo. Creo.
Como en algunas películas norteamericanas, en las que he visto a protagonistas grabar sus pensamientos, protagonistas que dicen que son escritores de ficción que van siempre con una grabadora, por si acaso se les ocurre una idea genial, escritores siempre dispuestos a registrar pensamientos fugaces y brillantes pero probablemente tan inanes como cualquier otra cosa. Siempre me ha gustado lo de la grabadora, de hecho, una mujer que fue mía y que ahora ya es de otro me regaló una para que registrara mis pecios verbales (sí, es un homenaje a Ferlosio, ¿qué pasa?) pero, claro, yo no soy Ferlosio, ya me gustaría, ni tengo su talento ni tampoco su gusto por las anfetaminas, aunque creo que no me costaría trabajo aficionarme a las anfetaminas, eso es cierto. El caso es que esos escritores que creen tener una idea genial cada media hora son unos idiotas porque nadie es genial todo el rato, ni siquiera Casavella, ya ves, y eso que es lo más parecido que he encontrado.
Y en fin, yo, que no aprecio especialmente la metaliteratura, aquí estoy hablando del lenguaje, de sintagmas, citando a Ferlosio y llamando la atención sobre el idioma, esto es, cumpliendo con la función poética del lenguaje tal y como definía Jakobson, haciéndome el interesante, hablando de cosas que serán incomprensibles para la mayoría, sacando la cabeza por encima del texto para que todos los lectores se fijen en mí, el pedante idiota que a este lado de la pantalla escribe sobre cosas que casi nadie entiende. Sí, lo confieso, ese soy yo. O soy yo en una medida cada vez más incontrolable. Pero, entiéndanlo, he conocido a una mujer que me dijo que le perdían los escritores. Déjenme presumir. Cada uno tiene que utilizar sus armas como puede.

Por otro lado, es posible que lo anterior sea mentira, es posible que lo anterior esté contado por el narrador, ese ente de ficción que se han sacado de la manga los universitarios y que no corresponde exactamente con el autor, que tampoco (dado el medio en el que estoy publicando) coincidirá exactamente con la persona (en el caso de la que la identidad exista realmente y no cambie veinte mil veces por segundo, como si se tratara de un fragmento de cuarzo) que está escribiendo esto. Por ejemplo.

Y ahora un cuento:
«Un hombre nace en un desierto helado en Mongolia. En toda su vida no ve otro paisaje que la tundra helada, no habla sino a gritos, sus oídos inundados por el sonido del viento ártico. Caza animales para comer. Vive con una mujer desde mucho antes de llegar a la veintena. Tiene varios hijos, de los que al menos uno muere de pulmonía antes de cumplir el año. Vive lo suficiente para conocer a la mayoría de sus nietos. En un viaje de caza contempla extasiado la aurora boreal. Al regresar al hogar muere recordando esos colores. En el último instante piensa convencido: he tenido una buena vida.» FIN.

Pues eso. Que aquí estoy. Que me llames.

miércoles, febrero 10, 2010

Ambiente

Si a un cuento le quitamos lo que sucede, queda el ambiente. Un hombre con una cara poco confiable, alto y delgado como un poste, intentando convencernos de algo. Otro de cara cuadrada y ligero acento sudamericano que se presenta como John. El frío hiriente del enero madrileño. Las luces en la falsa oscuridad de la noche de la ciudad. Cuatro policías corriendo hacia una concentración de coches con sirenas, en la que varios municipales intentan tranquilizar a alguien con la cara ensangrentada y sin camiseta. La espera. Más coches de policía. Más espera. La curiosidad de los vecinos. Una casa con calefacción y aire acogedor. Una botella de vino, cabernet sauvignon, Ribera del Duero. El ruido que hace el corcho al salir. El canturreo del líquido contra el cristal de la copa. El sabor. El recuerdo de la frase de un libro: «Solo los mamones hablan de vino». La escritura. Este texto.

Solo ambiente.

lunes, febrero 08, 2010

Cigarrillos

Los cigarrillos son armaduras contra el tedio: el hecho de coger un cigarrillo, deslizarlo entre los dedos y encenderlo (cómo se nota cuando alguien no está habituado a coger el cigarrillo, qué impostura más tonta, cada vez más habitual en estos tiempos de actores veganos y desnatados, algo que, según un test que hice el otro día, he hecho unas 150.000 veces a lo largo de mi vida), el hecho de cogerlo y encenderlo, iba diciendo, protege contra el tedio porque permite mirar las volutas de humo (siempre un pasatiempo fascinante), permite tomarte un tiempo para pensar cuando te hacen una pregunta comprometida, permite pasar el tiempo en un desierto, por ejemplo, sin gente a la que mirar, sin gente pero con cigarrillos (uno tras otro siendo transformados en humo, hermoso humo que se va a la atmósfera y se confunde con el azul del cielo, hermoso humo gris o azulado, circonvolucionando de forma caótica en nuestra habitación).
Cuando no fumamos echamos de menos la nicotina, pero sobre todo echamos de menos la imagen de nosotros mismos con un cigarrillo en las manos, protegidos del tedio, nuestra imagen de hombres más resueltos, más capaces, más atrevidos, hombres que podrían mirar a una mujer y dar una calada profunda a un cigarrillo antes de decir que no a una invitación, hombres que no se arredran ante nada. Eso es lo que echamos de menos, la imagen que hemos creado asociada al cigarrillo, la imagen que entendemos que los demás perciben cuando nos ven fumar.

El Ministerio de Sanidad, en cambio, nos cuenta la verdad verdadera para que abandonemos el hábito, nos cuenta de dientes podridos, de pulmones agujereados, de úlceras sangrantes para que dejemos de hacernos daño y, sobre todo, de hacérselo a los demás (como si eso no fuera una soberana tontería y como si no matara más la contaminación que el humo de los fumadores en los bares). Vivimos en una época tonta, una época en la que no sería posible un personaje como el interpretado por Charles Laughton en Testigo de cargo, que engaña a su enfermera para poder seguir bebiendo y fumando sus puros y que aún así nos cae bien, estamos en una época en la que ese viejo abogado aparecería en cualquier película como un desconsiderado, como un maleducado, como alguien que no piensa en su familia ni en sus nietos, alguien que prefiere morirse a pensar en ellos, alguien que, a fin de cuentas, se merece lo que le pase. La conquista definitiva de la sociedad de la estupidez en la que habitamos. Alguien que se muere siempre podría no haber fumado, haber hecho más deporte, haber comido más sano, haber bebido menos, haber meditado más. Se lo merecía, eso es lo que nos susurra el sistema al oído, se lo merecía.

Después de tanto tiempo de civilización dedicado a reflexionar sobre el fin, dedicado a buscar un sentido, al menos ya tenemos un culpable. Hoy en día morirse es indudablemente culpa del muerto.

viernes, febrero 05, 2010

Sauna

Estoy cansado, el sudor comienza a caer a grandes chorros por todo mi cuerpo, la temperatura es de casi 90 grados. La respiración señala el tiempo que cada uno de nosotros lleva en este infierno y, a medida que los granos caen en el reloj de arena, se hace más entrecortada y el tiempo se estira, tiempo de chicle por encima de las leyes físicas. Acabo de entrar y sé que me quedan todavía diez minutos antes de empezar a sentir esa opresión tan característica del pecho. Durante este tiempo, mi sangre se condensará, mi corazón latirá más lento, la temperatura de mi cuerpo ascenderá, los poros de mi piel se abrirán. Me aparto el sudor que se me mete en los ojos. Apenas puedo distinguir las caras de los otros hombres, la luz artificial entra por un pequeño ventanuco. Hay algo de útero materno en este lugar, en esta sala apenas desvelada por la poca luz que entra del exterior.
Cuando llega el apagón quedamos con ojos muy abiertos en la verdadera oscuridad, solos ante la respiración de los demás. Un par de hombres dicen oh con sorpresa y se apresuran a dejar la sauna, se les oye caminar con cuidado, el ruido acolchado de sus pies contra el suelo, el torpe tanteo de las manos hasta que dan con la puerta. Yo me quedo. Por un momento pienso en irme, en buscar mis cosas y salir de allí, al resplandor de las cinco de la tarde de un día de invierno en Madrid. Sin embargo, me encuentro cómodo, acariciado por un calor que aún no es insoportable, y pienso que será mejor esperar a que los que antes me acompañaban hagan lo que tengan que hacer. Entonces noto una respiración suave, oigo sus movimientos, cómo se levanta. Noto en la madera de mi asiento que se sienta a mi lado. No dice nada. Yo tampoco. Apoya una mano en una de mis piernas y la deja ahí, sin acariciarme, sin pretensiones. Y yo sigo sin decir nada, no sé muy bien por qué.

jueves, febrero 04, 2010

Contenedor

Imaginemos a alguien que, llegado a una encrucijada, deja de elegir, deja de pensar en qué hará cuando se levante mañana, deja de ejercer ningún tipo de presión sobre su propia vida, se deja llevar, deja de trabajar, deja de preocuparse por la catástrofe inminente que se le viene encima. Imaginemos que acaba durmiendo en un contenedor sin que le importe, seguro de haber alcanzado algún tipo de verdad metafísica por encima de la realidad, o bien encerrado en su propia casa, empecinado en una posición que le conduce definitivamente al desastre. Alguien que no hace lo que debe en el trabajo, sabiendo que le despedirán, ni lo que debe con su familia, sabiendo que acabará solo.

Ese hombre eres tú. Ese hombre soy yo. Ese hombre está en nuestro interior, envuelto en su crisálida, bien escondido. Y a diario tenemos que hacer un esfuerzo para no dejarlo salir, para que siga moviéndose inquieto dentro de su hilo de seda. A diario nos levantamos y hacemos lo que debemos. A diario nos decimos mil veces que no. A diario.

Sabemos que nos acecha esperando un síntoma de debilidad. Espera sin descanso. Y tal vez algún día seamos nosotros los que acabemos durmiendo en un contenedor, fascinados por la materialidad de los brillos del neón en el aluminio maloliente que ahora se ha convertido en nuestra casa.

viernes, enero 29, 2010

Necrológicas

Cuando un escritor en edad provecta muere (y, parafraseando a Marías, muere para siempre y para siempre deja de envejecer, eternamente congelado en la última imagen que tengamos de él), las secciones de cultura de los periódicos publican al día siguiente varios artículos que hablan de él, de su obra, de su vida, de su importancia. O de la importancia que tuvo su obra para el que firma el artículo, que viene a ser lo mismo.
Yo me pregunto si se trata de algo que los escritores que firman esos artículos pueden improvisar sin esfuerzo (a fin de cuentas hablan de un oficio común y conocen la obra del que ha muerto y se les supone duchos en la escritura sobre temas conocidos) o si esos mismos recibieron un encargo tiempo atrás, algo como: ve preparando la necrológica de Ayala (¡cuánto tiempo habrá esperado acumulando polvo!) o la de Salinger, que no tendremos su foto, pero que no debe de quedarle mucho, que está mayor el hombre y la muerte no entiende de anonimatos.

Y como a mí también me gusta contar historias, prefiero imaginar que se trata de lo segundo, que hay personas en los periódicos encargadas de revisar la edad de aquellos lo suficientemente importantes como para aparecer retratados en un panegírico elegíaco (demasiadas esdrújulas), encargados de llevar la cuenta de sus días sobre la tierra. Y que esas personas guardan un archivo de textos escritos para cuando los importantes ya no estén entre nosotros. Y que ese archivo (en la carpeta de un ordenador llamada, por ejemplo: Futuras necrológicas) parpadea sutilmente, como un corazón contaminado por la arritmia, como un tumor, como una acumulación de colesterol en las arterias.

Otra cosa. A mí me da igual que haya muerto Salinger. No lo he leído y por tanto no lo he conocido y es difícil lamentar la muerte de alguien que no conocemos. Y además, puedo leerlo cuando me apetezca. Así que ese escritor muerto (y eternamente congelado en su foto de viejo gruñón) aún no ha nacido para mí. Y podrá nacer cuando a mí me apetezca. Si es que me apetece.

Como un antiguo profesor mío, gordo y socarrón, solía decir: lo bueno de la literatura es que tus contemporáneos pueden haber muerto hace varios siglos. Y esos pueden ser más amigos tuyos que los que ves a diario.

Y, por último. Qué de juego que dan los escritores, qué de juego que da la literatura, qué grandes temas literarios.

lunes, enero 25, 2010

Suzanne

Si estás escuchando las canciones de Cohen, no puedes evitar desear haber escrito I'm your man o, mejor dicho, haber sentido algo tan absoluto como para haber escrito una canción como esa:

If you want a lover
I'll do anything you ask me to
And if you want another kind of love
I'll wear a mask for you
If you want a partner
Take my hand
Or if you want to strike me down in anger
Here I stand
I'm your man

Pero solo es necesario continuar escuchando sus canciones, escucharlo cantando con su voz rota y sus coros femeninos, para que llegue un momento en el que lo que realmente desees sea encontrar a Suzanne:

And just when you mean to tell her
That you have no love to give her
Then she gets you on her wavelength
And she lets the river answer
That you’ve always been her lover
And you want to travel with her
And you want to travel blind
And you know that she will trust you
For you’ve touched her perfect body with your mind.


Seguro que Suzanne, esté donde esté, es una de esas mujeres capaces de llorar (un río a cada lado) como un guerrero épico, sin vergüenza. Capaces de salir una y otra vez de los agujeros más profundos sin darse importancia. Y cuando encuentras a una mujer así, una mujer capaz de mecerte en sus brazos cuando acabas de decirle que no tienes nada que ofrecerle, capaz de decirte que, aunque no lo sepas, siempre has sido su amante, no puedes evitar amarla y, por extensión, amar un poco más a todas las mujeres capaces, hermosas, inteligentes e independientes que has conocido en tu vida.

Quién dijo miedo.

jueves, enero 21, 2010

Ejecución

El nuevo emperador romano ha tenido mala suerte con la elección del último médico. Se ha limitado a hacer como siempre. Ha reservado un día para su operación de estiramiento de piel y ha comunicado al consejo de ministros que, durante un mes, se encontrará en su villa, reponiéndose y descansando como le gusta, con mujeres ligeras de ropa y pizza a todas horas. El paraíso, ya se sabe. Pero ha cometido un error en la elección de su médico, un reputado profesional de sesenta años que, aunque nadie lo sepa, nació en un país del este de europa y fue programado por el KGB para actuar cuando alguien le llamara por teléfono y le dijera una frase en particular, la contraseña de activación. El médico nunca ha recibido una llamada parecida y, de hecho, ha olvidado que alguna vez nació en un país frío del este de europa. Se considera el más romano de los romanos e ignora que si alguien lo llama y dice: Nunca nos derrotarán, tovarich, seguirá al pie de la letra las instrucciones que le musiten al teléfono a continuación.
Y, de las pocas personas que aún recuerdan al agente dormido, hay un miembro de la mafia rusa a quien el nuevo emperador romano le ha jodido un negocio muy jugoso.
Así que a ver si esta vez hay suerte. La necesitamos todos.

lunes, enero 18, 2010

Poesía

Me gustaría ser capaz de aprehender de alguna manera la sensación de aburrimiento, con sus ataques breves e inesperados, con esos días en los que poco a poco se condensa hasta convertirse en otra cosa, en hastío, ser capaz de analizar ese sentimiento que hace que el tiempo se ralentice y que convierte en una tortura el sonido de los minutos, cayendo de cualquier manera del reloj, cayendo, ploc, ploc, unos sobre otros y refulgiendo encima de la mesa con una luz extraña, verde, radiactiva, insana. Pero no soy capaz, no soy capaz de encontrar una imagen adecuada para reflejar la sensación que el aburrimiento inocula en el estómago, aparte del tópico, aparte del nudo y las mariposas y otras imágenes manidas que no me interesan, tal vez una sensación parecida a la que tienen los fumadores cuando tienen ganas de fumar y no pueden, tal vez una sensación limítrofe con los nervios que nos asaltan el domingo, no sé, no sé explicarlo mejor y tal vez este fracaso (este fracaso que se está consumando en este mismo momento) no sea solo mío, aunque casi seguro que sí que lo es, pero tal vez este fracaso (mío, solo mío, seguro que es solo mío) sea un poco el fracaso de todos, el fracaso de las palabras y, en este momento, y no es que haya demasiados, lo que me gustaría sería ser poeta, ser capaz de tallar el sentido de las palabras, como un judío ortodoxo que se dedicara al negocio de los diamantes en NY.

Pero no estoy llamado a tan excelsa misión. Qué le vamos a hacer.

lunes, enero 11, 2010

Semblanza

En la oficina hay un tipo que, de alguna manera, constituye el último modelo de aspirante a directivo de una gran empresa. Estoy convencido, porque lo he visto en los últimos años, que la distancia mental, o moral si quieren, entre los trabajadores de una empresa y los aspirantes a directivos ha aumentado de forma paralela a la distancia existente entre sus ingresos. La sociedad se ha polarizado. Hace veinte años el presidente de una gran compañía ganaba veinte veces más que un trabajador medio, ahora gana dos mil veces más. Hace veinte años, la educación era una herramienta para ascender socialmente, ahora los mileuristas tienen dos carreras y hablan tres idiomas.
El problema es que para llegar a ese nivel desde el que todo se mira con mayor tranquilidad (también lo he visto, un director puede caer en desgracia pero jamás, jamás, pierde sus ingresos) es necesario tener cierta actitud, una actitud que consiste, básicamente, en halagar a los que están por encima en la jerarquía y maltratar a los que están debajo, eso sí, todo recubierto de una capa de cordialidad muy norteamericana, como esos trabajadores de Starbuck que preguntan tu nombre y sonríen de forma profesional y vacía y que, en un instante, pueden pasar a mirarte con odio si te detienes más de cinco segundos en la cola porque no sabes dónde queda el azúcar.
La falsa cercanía es fundamental. Saber hablar el lenguaje de los subordinados, saber decir tacos cuando es necesario, saber enfadarse con los trabajadores de otras empresas cuando la cosa no sale como se espera, poder compartir secretos de alcoba con ellos en el vestuario del gimnasio, los apretones de manos, los abrazos en las cenas de empresa, los insultos floridos y trabajados con el estilo impostado de las malas traducciones de películas de los setenta. Decir cosas como: ese tío es una rata repugnante, el colega ese es un miserable. Cosas así. Directamente desde los estudios de doblaje portorriqueños.
Este tipo en particular, que, ya digo, encarna de alguna manera un prototipo más común de lo que me gustaría, es grueso pero fuerte, como si no pudiera evitar comer a dos carrillos y más tarde pasara una hora levantando pesas en el gimnasio, convirtiendo la grasa en músculo pero pesando veinte kilos más de la cuenta, como si fuera un negro norteamericano de esos de una película de Spike Lee al que hubieran metido en la cárcel y no hiciera otra cosa más que, efectivamente, comer y levantar pesas. Ya saben. Un gordo al que las carnes no se le mueven como si estuvieran hechas de gelatina pero gordo al fin y al cabo.
El tipo este lleva camisas hechas a medida con sus iniciales grabadas en el pecho y con los cuellos blancos, trajes de buen corte que disimulan su barriga, zapatos de marca que cuestan más que toda la ropa que lleva la mayoría de la gente y, sin embargo, no resulta difícil imaginarlo en pantalón corto, con una gorra de béisbol al revés, jugando a baloncesto con sus «colegas» en el playground de la urbanización. Y tampoco resulta difícil oírlo decir a alguno de sus amigos: claro, colega, nos vemos en el playground de la urba en five minutes. Ya saben, alguien con un inglés muy bueno con acento americano que mezcla alegremente ambos idiomas cuando habla entre amigos, como diciendo a todo el mundo: no es esnobismo, es que no puedo evitar hacerlo porque, después de trabajar tanto tiempo fuera, me ha quedado la manía de decir algunas frases en inglés. Entendedlo, las aprendí así y no sé cómo se dicen en español.
Un tipo así está casado, vive en una urbanización, tiene una mujer convencionalmente guapa y un coche alemán de alta gama, esquía y juega al golf, pasa sus vacaciones (cortas porque se considera imprescindible en la empresa) en lugares exóticos y carísimos y es capaz de hablar de cine, o de música, o de ciudades europeas, con cierta solvencia. Supongo que se hacen una idea.

Yo odio a este tipo. Así que lo voy a matar. Tal vez él no sea consciente de merecerlo. Tal vez él se contemple a sí mismo como un triunfador que ha sabido aprovechar las oportunidades que le ha ofrecido la vida. Y no lo niego. Tal vez solo sea eso, alguien que ha trabajado muy duro por conseguir estar donde está, que ha pasado noches en vela preocupado por el siguiente proyecto, que ha conseguido que su empresa haga buenos negocios. Un padre amante y esposo más o menos ejemplar que acude al trabajo con la conciencia tranquila. Pero, tal y como decía un grupo español en una canción, solo los imbéciles tienen la conciencia tranquila. Y los imbéciles sin cortapisas morales son todavía peores. Va a palmar. Es lo que hay.

Veamos.

Creo que hacer que muera de un infarto en la Casa de Campo mientras un travesti le hace una felación sería interesante por lo que esa muerte arrojaría de oprobio sobre él y su familia pero, ¿qué importancia podrían tener hoy en día las inclinaciones sexuales de nadie? Nah. No me convence. Matarlo en un atraco podría funcionar, sobre todo si se empeñara en utilizar ante el atracador las nociones de artes marciales que adquirió cuando era joven y que esas nociones no sirvieran de nada ante una buena navaja. Una muerte ridícula siempre es más graciosa. Pero tampoco me gusta la idea. Sería dotarlo de un aura casi heroica que no me interesa.

Vale. Lo tengo.

El viernes de la gran nevada en Madrid, Javier, que así se llama el tipo, sale del trabajo especialmente tarde, sobre las nueve de la noche. En el complejo de edificios no queda nadie excepto el personal de seguridad. La mayoría de sus compañeros tienen esa tarde libre y suelen marcharse a mediodía. Sin embargo, un importante contrato con una compañía de los Emiratos Árabes lo ha tenido trabajando hasta tarde.
El suelo del garaje, donde guarda su BMW último modelo, se ha helado y al pisar sin cuidado con sus zapatos caros de suela de cuero, tiene tan mala suerte que resbala y se golpea la cabeza, quedando inconsciente. La mala suerte no acaba aquí. Su cuerpo cae detrás del coche de manera que ninguna de las cámaras de seguridad puede verlo. Su coche no llama la atención porque muchos trabajadores han dejado el suyo allí al prever los problemas que tendrían regresando por carretera. Los guardias no lo ven y él no consigue despertarse.

Descansa en paz, idiota.

Yo, después de haber escrito esto, ya lo hago.

martes, enero 05, 2010

Cautiverio

(venganza y homenaje)



El protagonista de este cuento es un escritor preso. Vivimos en un mundo en el que cualquiera puede acabar en una cárcel secreta, con medidas de seguridad mucho mayores que las de Guantánamo. Una cárcel que probablemente ni siquiera sería responsabilidad del Estado sino más bien de alguna Gran Corporación (¿alguien duda de que un futuro próximo serán las Grandes Corporaciones las únicas autorizadas a disponer de ejércitos?, ¿alguien duda de que las acciones de Blackwater no harán más que subir en los años por venir?). El escritor no sabe por qué está incomunicado en una celda de metal, con una música ridícula a todo volumen, no sabe qué ha podido hacer para hacerse merecedor de ese destino, aparte de imaginar historias y personajes, algo que nunca jamás (a pesar de los empeños de las dictaduras) ha tenido la menor trascendencia. Intenta recordar si en alguno de sus libros ha aparecido alguna historia, algún detalle que haya podido llevar a un directivo de la Corporación a hacer una llamada, cuyo destinatario ha hecho a su vez otra llamada, y otra, y otra, hasta que la última persona que ha respondido al teléfono se ha equipado, se ha montado en una furgoneta negra con las lunas tintadas y ha recogido a los tres miembros de su equipo para ir hasta su casa a por él. El escritor está pensando que algunos de sus personajes han pasado por trances parecidos, porque se trata de un escritor raro, que es consciente de que en sus novelas las cosas no ocurren de forma lineal sino que van saltando de un sitio a otro, de un tiempo a otro, de un personaje a otro. Un escritor que muchas veces utiliza trucos de magia y escribe cosas como... «ahora el tiempo hace un extraño y, sí, como en un capítulo de Twilight zone, el avión entra en un bucle espacio-temporal con la fortuna, o la desgracia, de aparecer justo en la trayectoria del avión suicida del que dejó de hablarse tras el 11-S, ese avión suicida del que nunca se supo nada más». Un escritor experimental, mutante, extraño, con fijaciones constantes que aparecen en todos sus libros. Alguien aficionado a las historias de ciencia ficción, anclado a su infancia como si se tratara de un pueblo (¿Canciones Tristes, tal vez?) del que nunca debía haber partido camino de la capital; un autor que escribe páginas de intensidad deslumbrante, que interpela al lector, que escribe en primera persona, que juega a que la literatura puede ser cualquier cosa que queramos que sea; un escritor, en definitiva, que hace que tengamos ganas de escribir y que, a la vez, nos quita esas mismas ganas de escribir porque sabemos, (y lo sabemos, sin duda) que nunca podremos escribir como él. El muy cabrón. Pero ahora (sí, lo siento, esto es una venganza) este escritor esta preso en una celda metálica y no tiene nada con lo que escribir, solo su imaginación, que está, eso sí, llena de mujeres que se dejan caer a las piscinas de la gente en las fiestas, de jugadores de polo argentinos, de mexicanos que se llaman Mantra, de obras menores de la ciencia ficción en las que algunos seres son capaces de percibir el tiempo tal y como es (el pasado, el presente y el futuro sucediendo a la vez, como si todos fueran el doctor Manhattan). Preso en una cárcel sin nombre y sin ubicación, una cárcel que podría encontrarse bajo tierra, en las ciudades subterráneas de Anatolia, o a gran altura, cerca de la sede de la secta de los asesinos, esos secuaces del Viejo de la Montaña. Y allí donde se encuentra, tiembla de miedo, tal vez esperando una ejecución sin fecha que podría llegar en cualquier momento. Ya digo que esto es una venganza.

Pero, reconozcámoslo, no soy capaz de vengarme de alguien así, ni en mi blog, ni utilizándolo como personaje, ni haciéndole pasar por mil penalidades. Porque para vengarse de alguien en su mismo juego, tal vez haya que tener al menos tanto talento como él, lo que no es el caso, así que mejor convertirlo en un homenaje y que esto sea lo que suceda... «el techo de la celda se vuelve ligeramente fosforescente y, poco a poco, se desvanece hasta que un rayo de luz verde, que recuerda a los antiguos rayos láser de las películas de ciencia ficción de los setenta, incide sobre el preso quien, con la cara deformada por la sorpresa, levita lentamente hasta la nave nodriza. Y el tiempo hace tzimtzum y ahora el escritor está en su casa, tomando un whisky con un colega y comentando que últimamente no se le ocurre nada, sobre todo después del esfuerzo de publicación de su última novela, pero que tampoco es tan grave, que las ventas van bien, que parece un milagro que en un país como este haya tanta gente dispuesta a gastar el dinero en leer sus locuras. Y entonces se ríe con una risa franca y verdadera».

martes, diciembre 29, 2009

Feliz año nuevo

Hoy he entrado en una dirección de correo antigua y un borrador de un mensaje nunca enviado estaba esperándome. Las palabras, además, hacían referencia a recuerdos aún anteriores y así, la memoria ha ejecutado un triple salto y me he visto allí, más joven, con el pelo más largo, trabajando en el sótano de un almacén de cocinas de madrugada, me he visto allí en un atardecer granadino de cerveza y color granate, allí en mi primer trabajo, en los días primeros de la universidad, antes de todo. También me he recordado escribiendo esas cosas y, picado por la curiosidad, he seguido leyendo correos antiguos, textos con descripciones, con referencias culturales, con el estilo relamido de alguien que, sobre todo, pretende impresionar, como si sus palabras fueran un arma, un recurso o una impostura. Fascinado por el hecho de no recodarme tal y como las palabras me reflejaban, alguien que era yo pero que ya no lo es y que las escribía para conseguir que lo quisieran un poco y le acariciaran la espalda después del sexo, he seguido leyendo. Más tarde, la imagen que esas palabras proyectaban de mí ha dejado de gustarme porque no es agradable recodarse tan pedante, tan insistente, tan desesperado, pero ya era tarde, porque las dichosas palabras siguen registradas en algún sitio, siguen en un servidor de California, las palabras que se escribieron en algún momento, con una intención concreta (el perdón, el deseo, la conquista, la amistad, la preocupación) siguen allí, esperando no se sabe muy bien qué, esperando que en un momento como el de esta mañana, aunque sea por equivocación, vuelva a leerlas. Lo que fuimos ya ha desaparecido pero las palabras que alguna vez escribimos siguen allí esperándonos para recordárnoslo, para recordarnos que el pasado puede recrearse a medida (bendita imaginación) pero que, en algún otro universo, lo que sucedió está sucediendo justo ahora y que lo está haciendo tal y como lo hizo la primera vez. Que parte de ese pasado se ha quedado con nosotros para siempre y que, a pesar de los intentos, es imposible dejar totalmente de ser quien fuimos.

Y a pesar de ello, los propósitos de año nuevo son parte de la tradición.

Feliz 2010 a todos.

jueves, diciembre 24, 2009

Feliz Navidad

Feliz Navidad a todos los que pasan por aquí de vez en cuando. A los que conozco en persona y a los que solo dejan palabras, a los reales y a los imaginarios.

A todos los que, parafraseando a Nacho Vegas, convierten mi vida en un sitio habitable. ;-)

domingo, diciembre 13, 2009

Complejidad

Leo un artículo sobre el cerebro y pienso en la complejidad de ese órgano en el que estamos contenidos y una cosa me lleva a otra, como tan a menudo parece suceder últimamente por aquí. Los sistemas complejos como nuestro cerebro se caracterizan por producir respuestas inesperadas ante entradas simples, respuestas inesperadas que surgen precisamente de su organización y de las conexiones que sus elementos presentan entre sí, lo que, a su vez, me lleva a pensar en la relación que existe entre simplicidad y complejidad.
Sé que muchas cosas en la naturaleza parten de un patrón simple que se repite una y otra vez, esto es, que muchas cosas como la línea de la costa o la forma de los árboles o el comportamiento de una tormenta, tienen naturaleza fractal, como si la simplicidad no fuera exactamente lo contrario de la complejidad, sino su base, su pilar, lo que queda tras apartar la hojarasca del número. Algo simple más algo simple se convierte en algo complejo cuando la combinación se produce un número muy elevado de veces. La complejidad y la simplicidad, por tanto, deben de estar conectadas mediante una ley muy simple, muy armónica, muy bella, que con una sola línea describa cómo realizar esa composición de cosas simples para convertirlas en algo capaz de la respuesta inesperada. El problema es que, al igual que ocurría en el relato de La carta robada de Allan Poe, de tan evidente como resulta, somos incapaces de encontrarla.
Pero si lo hiciéramos podríamos explicarnos muchas cosas, creo. Por ejemplo, pienso que la vida, tal y como la entendemos, es el último estadio de organización de la materia, una respuesta inesperada de un sistema complejo. Y que la conciencia de tener conciencia, tal y como definen los especialistas en el cerebro la diferencia entre nuestra especie y las demás, nuestra constante aunque escondida contemplación de la muerte como horizonte final, es el último estadio de organización de esa vida, otra respuesta inesperada de un sistema aún más complejo. Y que la aparición de las ideas que hoy nos hacen verdaderamente humanos, las ideas que, capa tras capa, han ido calando en nosotros, y que la filosofía, o la ciencia, o el arte han ido perfilando desde diferentes puntos de vista, es otra más de estas respuestas inesperadas: nuestra cultura ha añadido aún más complejidad a esa conciencia. Complejidad sobre complejidad sobre complejidad.
Y por todo esto pienso que tal vez para resolver los problemas verdaderamente humanos lo único que haya que hacer sea simplificar, es decir, apartar la hojarasca del número.

jueves, diciembre 10, 2009

Artefacto

El ingenio es la bisutería del talento.
Oscar Wilde.


Este cuento es un artefacto. Una manera de resolver un problema, tal vez elegante. En él hay una caja. La caja se encuentra encima de una mesa de cedro, mientras el sol entra de forma oblicua por la ventana e ilumina el parquet. Es una caja hermosa, taraceada y con las aristas desgastadas por el tiempo y presenta un agujero con una lente en su superficie, como una especie de mirilla. Alguien la ha enviado en un paquete por correo sin que lo hayamos solicitado, alguien nos ha situado en este momento, ante esta caja que parece llamarnos, que nos atrae sin remedio.
Cuando acercamos el ojo a la mirilla, vemos una escena en la que un hombre de pequeño bigote y uniforme militar está hablando ante lo que parece un estado mayor. Lo que dice, en un idioma diferente del nuestro pero que, no obstante, podemos entender perfectamente es: «Y así, he enviado a mis unidades de élite hacia el este, con la orden de matar sin piedad a todos los hombres, mujeres y niños de raza o lenguaje polacos. Solo de esta manera conseguiremos el espacio vital que necesitamos. ¿Quién menciona hoy en día el exterminio de los armenios?» Tras el escalofrío, no podemos evitar apartar la mirada. Pero la caja tiene sus propias reglas y cuando, espoleados por la curiosidad, pretendemos seguir asistiendo como testigos a la reunión de militares, la imagen que aparece es otra.
Un hombre con aspecto de estar quedándose calvo está escribiendo a mano en una pequeña habitación. En la habitación se oye el rumor de las mujeres en la calle, de los coches que pasan bajo la ventana, los chillidos de las golondrinas. Los muebles son sencillos, una mesa de madera, una silla también de madera, un infiernillo para hacer algo de comida, cubierto por una cortina que debió de ser blanca en algún momento. En las palabras del hombre —este es otra de las facultades de la caja, que también nos deja ver lo que hay dentro de las palabras que el hombre está escribiendo— puede leerse: «Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar.
No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios.
Entonces, ¿éste? Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... a lo que os parezca. Cantaré para vosotros, desentonando un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palmáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver...»
La imagen se hace ahora difusa, como si estuviera produciéndose alguna clase de tormenta y acaba por desaparecer. Cuando volvemos a apoyar el ojo sobre la mirilla, deseosos de seguir descubriendo lo que puede ofrecernos, nos encontramos a nosotros mismos mirando la caja. Y nos vemos una y otra vez, mirando la caja en nuestro salón, con su mesa de madera de cedro y su parquet iluminado, una y otra vez en el bucle infinito del presente, el tiempo despojado de su condición porque todo está sucediendo ahora, justo en el momento en el que nos vemos mirar la caja, una y otra vez, cada vez más profundos, cada vez más abismados en nosotros mismos, casi seguros de estar percibiendo cómo se detiene el reloj universal que nos lleva a todos con los ojos vendados hacia la muerte.
Entonces apartamos la vista y cerramos la caja horrorizados. Y este cuento, este artefacto, emite un pequeño zumbido y se detiene.

lunes, diciembre 07, 2009

Entrada

Es cierto que la cultura actual tiene una base pop indiscutible, que es necesario saber citar la torre Ming de Flash Gordon como antecedente de la Torre Agbar de Barcelona, que los cantantes y dibujantes y cineastas que han contribuido a la imagen que tenemos del mundo lo hicieron sin darse demasiada importancia porque creían participar en un entretenimiento, que nadie lee a Aristóteles y mucho menos a Montaigne, que las tribus urbanas japonesas, como casi toda la cultura oriental, nos resultan incomprensibles, que los viajes se han convertido en un mal guión de cine en el que todo el mundo te cuenta sus experiencias mediante una presentación de diapositivas, que la lectura se ha vuelto extensa y superficial y somos expertos en Trivial Pursuit en lugar de estudiosos de Hegel, que bastaría dejar de consultar el perfil de Facebook para que todo pareciera ir algo más despacio, que es peligroso viajar en moto un día de lluvia y hay que extremar la precaución cuando se pisan las rayas pintadas de la carretera, que, tras una buena noche de sexo con una nueva mujer, queda un regusto amargo al que no le encontramos explicación, que demasiado ingenio en una novela acaba por cansar, como si el ingenio fuera dulce de leche, que es hermoso observar el puzzle caótico que forman las gotas de agua en la ventana, que es imposible predecir dónde caerá la siguiente gota o cuál de ellas será la que corra más rápido hacia el alfeizar, que en una casa siempre hay algo de comer, que no es una buena idea tener la ropa tendida cuando comienza el chaparrón, que se está muy bien bajo las mantas cuando fuera arrecia el frío, que debería dejar de darle tantas vueltas a la cabeza y vivir más ligero, que el periódico del domingo es un placer simple, que tal vez haya llegado el momento de intentar un negocio propio.
Y, sobre todo, que hacía ya demasiado tiempo que no escribía nada en el blog, una mascota a la que es obligatorio alimentar para que no languidezca y muera, y que a veces no tengo ninguna idea para un relato y entonces debo publicar el montón informe de cosas que se me pasan por la cabeza un lunes lluvioso de diciembre.

sábado, noviembre 28, 2009

Limpiabotas

Tuve una idea para un cuento esta mañana, un limpiabotas iba convirtiendo a sus clientes en adictos mediante una pequeña punción, que apenas podían advertir, a través de la que les inyectaba una sustancia en la dosis necesaria para hacerlos sentir perfectamente tranquilos, pero sin ser conscientes de haber sido drogados, sin somnolencia pero sí lo suficientemente en paz para limpiarse los zapatos todos los días en aquel pequeño trono de madera de colores, sin saber realmente qué les impulsaba a hacer cola, una larga cola de señores trajeados, con trajes algo anticuados, con cortes del siglo pasado, con corbatas buenas pero no mucho, afeitados pero no muy bien, con vello en las orejas y el entrecejo que tal vez usarían ropa interior no demasiado limpia, hombres a un paso de perder la dignidad, de cruzarse de brazos ante el inevitable deterioro de todo, que pensarían estar retomando el anticuado gesto de limpiarse los zapatos como muestra de resistencia, como una forma de lucha ante estos tiempos desquiciados.
Enfrente de su cola habría otra diferente formada por los centenares de personas que aguardaban a comprar un décimo de lotería en una famosa administración de lotería del centro de Madrid, hartos de la espera y probablemente del sinsentido de desperdiciar una mañana intentando comprar la suerte, esa suerte que no suele aparecerse mucho, qué gesto más estúpido y a la vez más inocente, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, de todos los colores, con todo tipo de ropas, como una cata sociológica de esta ciudad, moviéndose nerviosos, charlando para entretener esa espera que, en el fondo, todos sabían absurda pero cómo luchar contra la tradición de comprar un décimo en la puta administración de lotería y de llevar a los niños a que vean los muñecos animados de Cortylandia y qué gesto tan mágico creer que las leyes del azar tienen sentimientos y prefieren inclinarse por un lugar u otro.
Y, tal vez, por qué no, si en el cuento puede pasar lo que yo quiera, tal vez, decía, ambas colas se mirarían con hostilidad y alguien insultaría a alguien y comenzarían los golpes y los turistas huirían asustados de la trifulca y los coches de la Gran Vía se detendrían a mirar el espectáculo y camionetas rebosantes de policías hasta las cejas de estimulantes derraparían en la calle y las puertas se abrirían como grandes bocas y lloverían los golpes y los gritos y el tumulto sería ya incontrolable cuando los turistas ingleses hartos de cerveza se unieran a él, y aquello parecería uno de los signos del apocalipsis, el inicio de algo mayor, como si la locura se hubiera apoderado de todos y los animales que siempre llevamos dentro se abrieran paso, como superhéroes que se despojaran de sus trajes, y todo parecería arder en algo así como un altar de sacrificio azteca.
Y en mi cuento, si existiera en él algo parecido a una cámara que pudiéramos enfocar donde quisiéramos, podríamos ver perfectamente la sonrisa que se dibuja en la cara del limpiabotas que observa la escena, acodado en una mesa con vistas a la calle de la acera de enfrente donde el pequeño trono de madera sigue en su sitio, incólume, impasible ante la destrucción que está ocurriendo justo ante él.