jueves, febrero 25, 2010
Salvación
Alzamos alborozados los brazos, con la mirada brillante de los creyentes, cuando las primeras pruebas científicas nos demostraron que era posible. Los primeros en probarlo volvían del viaje con los ojos más profundos, cambiados para siempre. Aquellos que la habían sentido en su interior nunca más se atrevían a hacer nada que pudiera alterar su equilibrio. Aquellos que habían mirado con otros ojos se convertían en algo más que hombres.
Y nos fuimos. Y el asfalto se abrió como la tierra húmeda bajo la fuerza de las raíces. Y los puentes se cayeron y los coches se cubrieron de hiedra y las centrales nucleares fueron conquistadas poco a poco por una naturaleza inédita. Nos fuimos y nos declaramos derrotados por el bien de todos. No solo el nuestro, el de todos.
Añoro la sangre bombeando en mi cuerpo y en mi miembro. Y el deseo que nos conducía, el sabor del chocolate suizo, el frescor de la cerveza helada. Echamos de menos tantas cosas que seríamos incapaces de recordarlas todas.
Ahora es tarde. Ha pasado nuestro tiempo.
martes, febrero 23, 2010
Casavella
*****
Días después, el hombre del segundo dijo a los policías, hablando de la mujer que tenía el cuello roto y que, desmadejada, quedaba oculta por la sábana que alguien piadoso había puesto sobre ella, que no sabía nada, pero que a él la chica siempre le había parecido algo ligera de cascos. Vamos, que creía que era puta, y lo decía bajando la voz, para que nadie pudiera pensar que encontraba satisfacción en criticar a los muertos. Eso sí, nunca había oído que la chica llevara allí a los clientes ni había visto a hombres subiendo a su casa. Se trataba más bien de una impresión, de que él, y lo decía bajando un poco los ojos, con una humildad fingida, tenía un sexto sentido para darse cuenta de esas cosas.
*****
Se agita, se remueve, se desarrolla, se le busca un final, se centra el punto de vista en cada capítulo en un personaje diferente y ya tenemos una novela con un crimen. Algo de recuerdo, algo de atmósfera, algo de oficio y ya está.
*****
Y además, seguro que Casavella se revolvería en la tumba. Homero lo tenga en su gloria.
lunes, febrero 22, 2010
Ejemplo
A él le gustó pensar que ese intento estaba creando en este momento conexiones neuronales inéditas en su cerebro, que ese intento estaba cambiando a su sobrina en aquel mismo instante. Le gustó pensar que, de alguna manera, era un ejemplo para una niña. Uno bueno, se entiende. Le gustó el ceño fruncido de la niña, intentando hacer como el tío, leer sin necesidad de utilizar la voz, sumergirse en un mundo de fantasía que nunca ha existido, que está en un sitio tan raro como dentro un libro. Y esperó, de una forma tal vez egoísta, que nunca se le pasara ese interés, que nunca dejara de amar los libros, que, al menos en algo, siempre lo considerara un buen ejemplo.
El amor tiene mucho de egoísmo, pensó después.
lunes, febrero 15, 2010
Jugar
Como en algunas películas norteamericanas, en las que he visto a protagonistas grabar sus pensamientos, protagonistas que dicen que son escritores de ficción que van siempre con una grabadora, por si acaso se les ocurre una idea genial, escritores siempre dispuestos a registrar pensamientos fugaces y brillantes pero probablemente tan inanes como cualquier otra cosa. Siempre me ha gustado lo de la grabadora, de hecho, una mujer que fue mía y que ahora ya es de otro me regaló una para que registrara mis pecios verbales (sí, es un homenaje a Ferlosio, ¿qué pasa?) pero, claro, yo no soy Ferlosio, ya me gustaría, ni tengo su talento ni tampoco su gusto por las anfetaminas, aunque creo que no me costaría trabajo aficionarme a las anfetaminas, eso es cierto. El caso es que esos escritores que creen tener una idea genial cada media hora son unos idiotas porque nadie es genial todo el rato, ni siquiera Casavella, ya ves, y eso que es lo más parecido que he encontrado.
Y en fin, yo, que no aprecio especialmente la metaliteratura, aquí estoy hablando del lenguaje, de sintagmas, citando a Ferlosio y llamando la atención sobre el idioma, esto es, cumpliendo con la función poética del lenguaje tal y como definía Jakobson, haciéndome el interesante, hablando de cosas que serán incomprensibles para la mayoría, sacando la cabeza por encima del texto para que todos los lectores se fijen en mí, el pedante idiota que a este lado de la pantalla escribe sobre cosas que casi nadie entiende. Sí, lo confieso, ese soy yo. O soy yo en una medida cada vez más incontrolable. Pero, entiéndanlo, he conocido a una mujer que me dijo que le perdían los escritores. Déjenme presumir. Cada uno tiene que utilizar sus armas como puede.
Por otro lado, es posible que lo anterior sea mentira, es posible que lo anterior esté contado por el narrador, ese ente de ficción que se han sacado de la manga los universitarios y que no corresponde exactamente con el autor, que tampoco (dado el medio en el que estoy publicando) coincidirá exactamente con la persona (en el caso de la que la identidad exista realmente y no cambie veinte mil veces por segundo, como si se tratara de un fragmento de cuarzo) que está escribiendo esto. Por ejemplo.
Y ahora un cuento:
«Un hombre nace en un desierto helado en Mongolia. En toda su vida no ve otro paisaje que la tundra helada, no habla sino a gritos, sus oídos inundados por el sonido del viento ártico. Caza animales para comer. Vive con una mujer desde mucho antes de llegar a la veintena. Tiene varios hijos, de los que al menos uno muere de pulmonía antes de cumplir el año. Vive lo suficiente para conocer a la mayoría de sus nietos. En un viaje de caza contempla extasiado la aurora boreal. Al regresar al hogar muere recordando esos colores. En el último instante piensa convencido: he tenido una buena vida.» FIN.
Pues eso. Que aquí estoy. Que me llames.
miércoles, febrero 10, 2010
Ambiente
Solo ambiente.
lunes, febrero 08, 2010
Cigarrillos
Cuando no fumamos echamos de menos la nicotina, pero sobre todo echamos de menos la imagen de nosotros mismos con un cigarrillo en las manos, protegidos del tedio, nuestra imagen de hombres más resueltos, más capaces, más atrevidos, hombres que podrían mirar a una mujer y dar una calada profunda a un cigarrillo antes de decir que no a una invitación, hombres que no se arredran ante nada. Eso es lo que echamos de menos, la imagen que hemos creado asociada al cigarrillo, la imagen que entendemos que los demás perciben cuando nos ven fumar.
El Ministerio de Sanidad, en cambio, nos cuenta la verdad verdadera para que abandonemos el hábito, nos cuenta de dientes podridos, de pulmones agujereados, de úlceras sangrantes para que dejemos de hacernos daño y, sobre todo, de hacérselo a los demás (como si eso no fuera una soberana tontería y como si no matara más la contaminación que el humo de los fumadores en los bares). Vivimos en una época tonta, una época en la que no sería posible un personaje como el interpretado por Charles Laughton en Testigo de cargo, que engaña a su enfermera para poder seguir bebiendo y fumando sus puros y que aún así nos cae bien, estamos en una época en la que ese viejo abogado aparecería en cualquier película como un desconsiderado, como un maleducado, como alguien que no piensa en su familia ni en sus nietos, alguien que prefiere morirse a pensar en ellos, alguien que, a fin de cuentas, se merece lo que le pase. La conquista definitiva de la sociedad de la estupidez en la que habitamos. Alguien que se muere siempre podría no haber fumado, haber hecho más deporte, haber comido más sano, haber bebido menos, haber meditado más. Se lo merecía, eso es lo que nos susurra el sistema al oído, se lo merecía.
Después de tanto tiempo de civilización dedicado a reflexionar sobre el fin, dedicado a buscar un sentido, al menos ya tenemos un culpable. Hoy en día morirse es indudablemente culpa del muerto.
viernes, febrero 05, 2010
Sauna
Cuando llega el apagón quedamos con ojos muy abiertos en la verdadera oscuridad, solos ante la respiración de los demás. Un par de hombres dicen oh con sorpresa y se apresuran a dejar la sauna, se les oye caminar con cuidado, el ruido acolchado de sus pies contra el suelo, el torpe tanteo de las manos hasta que dan con la puerta. Yo me quedo. Por un momento pienso en irme, en buscar mis cosas y salir de allí, al resplandor de las cinco de la tarde de un día de invierno en Madrid. Sin embargo, me encuentro cómodo, acariciado por un calor que aún no es insoportable, y pienso que será mejor esperar a que los que antes me acompañaban hagan lo que tengan que hacer. Entonces noto una respiración suave, oigo sus movimientos, cómo se levanta. Noto en la madera de mi asiento que se sienta a mi lado. No dice nada. Yo tampoco. Apoya una mano en una de mis piernas y la deja ahí, sin acariciarme, sin pretensiones. Y yo sigo sin decir nada, no sé muy bien por qué.
jueves, febrero 04, 2010
Contenedor
Ese hombre eres tú. Ese hombre soy yo. Ese hombre está en nuestro interior, envuelto en su crisálida, bien escondido. Y a diario tenemos que hacer un esfuerzo para no dejarlo salir, para que siga moviéndose inquieto dentro de su hilo de seda. A diario nos levantamos y hacemos lo que debemos. A diario nos decimos mil veces que no. A diario.
Sabemos que nos acecha esperando un síntoma de debilidad. Espera sin descanso. Y tal vez algún día seamos nosotros los que acabemos durmiendo en un contenedor, fascinados por la materialidad de los brillos del neón en el aluminio maloliente que ahora se ha convertido en nuestra casa.
viernes, enero 29, 2010
Necrológicas
Yo me pregunto si se trata de algo que los escritores que firman esos artículos pueden improvisar sin esfuerzo (a fin de cuentas hablan de un oficio común y conocen la obra del que ha muerto y se les supone duchos en la escritura sobre temas conocidos) o si esos mismos recibieron un encargo tiempo atrás, algo como: ve preparando la necrológica de Ayala (¡cuánto tiempo habrá esperado acumulando polvo!) o la de Salinger, que no tendremos su foto, pero que no debe de quedarle mucho, que está mayor el hombre y la muerte no entiende de anonimatos.
Y como a mí también me gusta contar historias, prefiero imaginar que se trata de lo segundo, que hay personas en los periódicos encargadas de revisar la edad de aquellos lo suficientemente importantes como para aparecer retratados en un panegírico elegíaco (demasiadas esdrújulas), encargados de llevar la cuenta de sus días sobre la tierra. Y que esas personas guardan un archivo de textos escritos para cuando los importantes ya no estén entre nosotros. Y que ese archivo (en la carpeta de un ordenador llamada, por ejemplo: Futuras necrológicas) parpadea sutilmente, como un corazón contaminado por la arritmia, como un tumor, como una acumulación de colesterol en las arterias.
Otra cosa. A mí me da igual que haya muerto Salinger. No lo he leído y por tanto no lo he conocido y es difícil lamentar la muerte de alguien que no conocemos. Y además, puedo leerlo cuando me apetezca. Así que ese escritor muerto (y eternamente congelado en su foto de viejo gruñón) aún no ha nacido para mí. Y podrá nacer cuando a mí me apetezca. Si es que me apetece.
Como un antiguo profesor mío, gordo y socarrón, solía decir: lo bueno de la literatura es que tus contemporáneos pueden haber muerto hace varios siglos. Y esos pueden ser más amigos tuyos que los que ves a diario.
Y, por último. Qué de juego que dan los escritores, qué de juego que da la literatura, qué grandes temas literarios.
lunes, enero 25, 2010
Suzanne
If you want a lover
I'll do anything you ask me to
And if you want another kind of love
I'll wear a mask for you
If you want a partner
Take my hand
Or if you want to strike me down in anger
Here I stand
I'm your man
Pero solo es necesario continuar escuchando sus canciones, escucharlo cantando con su voz rota y sus coros femeninos, para que llegue un momento en el que lo que realmente desees sea encontrar a Suzanne:
And just when you mean to tell her
That you have no love to give her
Then she gets you on her wavelength
And she lets the river answer
That you’ve always been her lover
And you want to travel with her
And you want to travel blind
And you know that she will trust you
For you’ve touched her perfect body with your mind.
Seguro que Suzanne, esté donde esté, es una de esas mujeres capaces de llorar (un río a cada lado) como un guerrero épico, sin vergüenza. Capaces de salir una y otra vez de los agujeros más profundos sin darse importancia. Y cuando encuentras a una mujer así, una mujer capaz de mecerte en sus brazos cuando acabas de decirle que no tienes nada que ofrecerle, capaz de decirte que, aunque no lo sepas, siempre has sido su amante, no puedes evitar amarla y, por extensión, amar un poco más a todas las mujeres capaces, hermosas, inteligentes e independientes que has conocido en tu vida.
Quién dijo miedo.
jueves, enero 21, 2010
Ejecución
Y, de las pocas personas que aún recuerdan al agente dormido, hay un miembro de la mafia rusa a quien el nuevo emperador romano le ha jodido un negocio muy jugoso.
Así que a ver si esta vez hay suerte. La necesitamos todos.
lunes, enero 18, 2010
Poesía
Pero no estoy llamado a tan excelsa misión. Qué le vamos a hacer.
lunes, enero 11, 2010
Semblanza
El problema es que para llegar a ese nivel desde el que todo se mira con mayor tranquilidad (también lo he visto, un director puede caer en desgracia pero jamás, jamás, pierde sus ingresos) es necesario tener cierta actitud, una actitud que consiste, básicamente, en halagar a los que están por encima en la jerarquía y maltratar a los que están debajo, eso sí, todo recubierto de una capa de cordialidad muy norteamericana, como esos trabajadores de Starbuck que preguntan tu nombre y sonríen de forma profesional y vacía y que, en un instante, pueden pasar a mirarte con odio si te detienes más de cinco segundos en la cola porque no sabes dónde queda el azúcar.
La falsa cercanía es fundamental. Saber hablar el lenguaje de los subordinados, saber decir tacos cuando es necesario, saber enfadarse con los trabajadores de otras empresas cuando la cosa no sale como se espera, poder compartir secretos de alcoba con ellos en el vestuario del gimnasio, los apretones de manos, los abrazos en las cenas de empresa, los insultos floridos y trabajados con el estilo impostado de las malas traducciones de películas de los setenta. Decir cosas como: ese tío es una rata repugnante, el colega ese es un miserable. Cosas así. Directamente desde los estudios de doblaje portorriqueños.
Este tipo en particular, que, ya digo, encarna de alguna manera un prototipo más común de lo que me gustaría, es grueso pero fuerte, como si no pudiera evitar comer a dos carrillos y más tarde pasara una hora levantando pesas en el gimnasio, convirtiendo la grasa en músculo pero pesando veinte kilos más de la cuenta, como si fuera un negro norteamericano de esos de una película de Spike Lee al que hubieran metido en la cárcel y no hiciera otra cosa más que, efectivamente, comer y levantar pesas. Ya saben. Un gordo al que las carnes no se le mueven como si estuvieran hechas de gelatina pero gordo al fin y al cabo.
El tipo este lleva camisas hechas a medida con sus iniciales grabadas en el pecho y con los cuellos blancos, trajes de buen corte que disimulan su barriga, zapatos de marca que cuestan más que toda la ropa que lleva la mayoría de la gente y, sin embargo, no resulta difícil imaginarlo en pantalón corto, con una gorra de béisbol al revés, jugando a baloncesto con sus «colegas» en el playground de la urbanización. Y tampoco resulta difícil oírlo decir a alguno de sus amigos: claro, colega, nos vemos en el playground de la urba en five minutes. Ya saben, alguien con un inglés muy bueno con acento americano que mezcla alegremente ambos idiomas cuando habla entre amigos, como diciendo a todo el mundo: no es esnobismo, es que no puedo evitar hacerlo porque, después de trabajar tanto tiempo fuera, me ha quedado la manía de decir algunas frases en inglés. Entendedlo, las aprendí así y no sé cómo se dicen en español.
Un tipo así está casado, vive en una urbanización, tiene una mujer convencionalmente guapa y un coche alemán de alta gama, esquía y juega al golf, pasa sus vacaciones (cortas porque se considera imprescindible en la empresa) en lugares exóticos y carísimos y es capaz de hablar de cine, o de música, o de ciudades europeas, con cierta solvencia. Supongo que se hacen una idea.
Yo odio a este tipo. Así que lo voy a matar. Tal vez él no sea consciente de merecerlo. Tal vez él se contemple a sí mismo como un triunfador que ha sabido aprovechar las oportunidades que le ha ofrecido la vida. Y no lo niego. Tal vez solo sea eso, alguien que ha trabajado muy duro por conseguir estar donde está, que ha pasado noches en vela preocupado por el siguiente proyecto, que ha conseguido que su empresa haga buenos negocios. Un padre amante y esposo más o menos ejemplar que acude al trabajo con la conciencia tranquila. Pero, tal y como decía un grupo español en una canción, solo los imbéciles tienen la conciencia tranquila. Y los imbéciles sin cortapisas morales son todavía peores. Va a palmar. Es lo que hay.
Veamos.
Creo que hacer que muera de un infarto en la Casa de Campo mientras un travesti le hace una felación sería interesante por lo que esa muerte arrojaría de oprobio sobre él y su familia pero, ¿qué importancia podrían tener hoy en día las inclinaciones sexuales de nadie? Nah. No me convence. Matarlo en un atraco podría funcionar, sobre todo si se empeñara en utilizar ante el atracador las nociones de artes marciales que adquirió cuando era joven y que esas nociones no sirvieran de nada ante una buena navaja. Una muerte ridícula siempre es más graciosa. Pero tampoco me gusta la idea. Sería dotarlo de un aura casi heroica que no me interesa.
Vale. Lo tengo.
El viernes de la gran nevada en Madrid, Javier, que así se llama el tipo, sale del trabajo especialmente tarde, sobre las nueve de la noche. En el complejo de edificios no queda nadie excepto el personal de seguridad. La mayoría de sus compañeros tienen esa tarde libre y suelen marcharse a mediodía. Sin embargo, un importante contrato con una compañía de los Emiratos Árabes lo ha tenido trabajando hasta tarde.
El suelo del garaje, donde guarda su BMW último modelo, se ha helado y al pisar sin cuidado con sus zapatos caros de suela de cuero, tiene tan mala suerte que resbala y se golpea la cabeza, quedando inconsciente. La mala suerte no acaba aquí. Su cuerpo cae detrás del coche de manera que ninguna de las cámaras de seguridad puede verlo. Su coche no llama la atención porque muchos trabajadores han dejado el suyo allí al prever los problemas que tendrían regresando por carretera. Los guardias no lo ven y él no consigue despertarse.
Descansa en paz, idiota.
Yo, después de haber escrito esto, ya lo hago.
martes, enero 05, 2010
Cautiverio
El protagonista de este cuento es un escritor preso. Vivimos en un mundo en el que cualquiera puede acabar en una cárcel secreta, con medidas de seguridad mucho mayores que las de Guantánamo. Una cárcel que probablemente ni siquiera sería responsabilidad del Estado sino más bien de alguna Gran Corporación (¿alguien duda de que un futuro próximo serán las Grandes Corporaciones las únicas autorizadas a disponer de ejércitos?, ¿alguien duda de que las acciones de Blackwater no harán más que subir en los años por venir?). El escritor no sabe por qué está incomunicado en una celda de metal, con una música ridícula a todo volumen, no sabe qué ha podido hacer para hacerse merecedor de ese destino, aparte de imaginar historias y personajes, algo que nunca jamás (a pesar de los empeños de las dictaduras) ha tenido la menor trascendencia. Intenta recordar si en alguno de sus libros ha aparecido alguna historia, algún detalle que haya podido llevar a un directivo de la Corporación a hacer una llamada, cuyo destinatario ha hecho a su vez otra llamada, y otra, y otra, hasta que la última persona que ha respondido al teléfono se ha equipado, se ha montado en una furgoneta negra con las lunas tintadas y ha recogido a los tres miembros de su equipo para ir hasta su casa a por él. El escritor está pensando que algunos de sus personajes han pasado por trances parecidos, porque se trata de un escritor raro, que es consciente de que en sus novelas las cosas no ocurren de forma lineal sino que van saltando de un sitio a otro, de un tiempo a otro, de un personaje a otro. Un escritor que muchas veces utiliza trucos de magia y escribe cosas como... «ahora el tiempo hace un extraño y, sí, como en un capítulo de Twilight zone, el avión entra en un bucle espacio-temporal con la fortuna, o la desgracia, de aparecer justo en la trayectoria del avión suicida del que dejó de hablarse tras el 11-S, ese avión suicida del que nunca se supo nada más». Un escritor experimental, mutante, extraño, con fijaciones constantes que aparecen en todos sus libros. Alguien aficionado a las historias de ciencia ficción, anclado a su infancia como si se tratara de un pueblo (¿Canciones Tristes, tal vez?) del que nunca debía haber partido camino de la capital; un autor que escribe páginas de intensidad deslumbrante, que interpela al lector, que escribe en primera persona, que juega a que la literatura puede ser cualquier cosa que queramos que sea; un escritor, en definitiva, que hace que tengamos ganas de escribir y que, a la vez, nos quita esas mismas ganas de escribir porque sabemos, (y lo sabemos, sin duda) que nunca podremos escribir como él. El muy cabrón. Pero ahora (sí, lo siento, esto es una venganza) este escritor esta preso en una celda metálica y no tiene nada con lo que escribir, solo su imaginación, que está, eso sí, llena de mujeres que se dejan caer a las piscinas de la gente en las fiestas, de jugadores de polo argentinos, de mexicanos que se llaman Mantra, de obras menores de la ciencia ficción en las que algunos seres son capaces de percibir el tiempo tal y como es (el pasado, el presente y el futuro sucediendo a la vez, como si todos fueran el doctor Manhattan). Preso en una cárcel sin nombre y sin ubicación, una cárcel que podría encontrarse bajo tierra, en las ciudades subterráneas de Anatolia, o a gran altura, cerca de la sede de la secta de los asesinos, esos secuaces del Viejo de la Montaña. Y allí donde se encuentra, tiembla de miedo, tal vez esperando una ejecución sin fecha que podría llegar en cualquier momento. Ya digo que esto es una venganza.
Pero, reconozcámoslo, no soy capaz de vengarme de alguien así, ni en mi blog, ni utilizándolo como personaje, ni haciéndole pasar por mil penalidades. Porque para vengarse de alguien en su mismo juego, tal vez haya que tener al menos tanto talento como él, lo que no es el caso, así que mejor convertirlo en un homenaje y que esto sea lo que suceda... «el techo de la celda se vuelve ligeramente fosforescente y, poco a poco, se desvanece hasta que un rayo de luz verde, que recuerda a los antiguos rayos láser de las películas de ciencia ficción de los setenta, incide sobre el preso quien, con la cara deformada por la sorpresa, levita lentamente hasta la nave nodriza. Y el tiempo hace tzimtzum y ahora el escritor está en su casa, tomando un whisky con un colega y comentando que últimamente no se le ocurre nada, sobre todo después del esfuerzo de publicación de su última novela, pero que tampoco es tan grave, que las ventas van bien, que parece un milagro que en un país como este haya tanta gente dispuesta a gastar el dinero en leer sus locuras. Y entonces se ríe con una risa franca y verdadera».
martes, diciembre 29, 2009
Feliz año nuevo
Y a pesar de ello, los propósitos de año nuevo son parte de la tradición.
Feliz 2010 a todos.
jueves, diciembre 24, 2009
Feliz Navidad
A todos los que, parafraseando a Nacho Vegas, convierten mi vida en un sitio habitable. ;-)
domingo, diciembre 13, 2009
Complejidad
Sé que muchas cosas en la naturaleza parten de un patrón simple que se repite una y otra vez, esto es, que muchas cosas como la línea de la costa o la forma de los árboles o el comportamiento de una tormenta, tienen naturaleza fractal, como si la simplicidad no fuera exactamente lo contrario de la complejidad, sino su base, su pilar, lo que queda tras apartar la hojarasca del número. Algo simple más algo simple se convierte en algo complejo cuando la combinación se produce un número muy elevado de veces. La complejidad y la simplicidad, por tanto, deben de estar conectadas mediante una ley muy simple, muy armónica, muy bella, que con una sola línea describa cómo realizar esa composición de cosas simples para convertirlas en algo capaz de la respuesta inesperada. El problema es que, al igual que ocurría en el relato de La carta robada de Allan Poe, de tan evidente como resulta, somos incapaces de encontrarla.
Pero si lo hiciéramos podríamos explicarnos muchas cosas, creo. Por ejemplo, pienso que la vida, tal y como la entendemos, es el último estadio de organización de la materia, una respuesta inesperada de un sistema complejo. Y que la conciencia de tener conciencia, tal y como definen los especialistas en el cerebro la diferencia entre nuestra especie y las demás, nuestra constante aunque escondida contemplación de la muerte como horizonte final, es el último estadio de organización de esa vida, otra respuesta inesperada de un sistema aún más complejo. Y que la aparición de las ideas que hoy nos hacen verdaderamente humanos, las ideas que, capa tras capa, han ido calando en nosotros, y que la filosofía, o la ciencia, o el arte han ido perfilando desde diferentes puntos de vista, es otra más de estas respuestas inesperadas: nuestra cultura ha añadido aún más complejidad a esa conciencia. Complejidad sobre complejidad sobre complejidad.
Y por todo esto pienso que tal vez para resolver los problemas verdaderamente humanos lo único que haya que hacer sea simplificar, es decir, apartar la hojarasca del número.
jueves, diciembre 10, 2009
Artefacto
Oscar Wilde.
Este cuento es un artefacto. Una manera de resolver un problema, tal vez elegante. En él hay una caja. La caja se encuentra encima de una mesa de cedro, mientras el sol entra de forma oblicua por la ventana e ilumina el parquet. Es una caja hermosa, taraceada y con las aristas desgastadas por el tiempo y presenta un agujero con una lente en su superficie, como una especie de mirilla. Alguien la ha enviado en un paquete por correo sin que lo hayamos solicitado, alguien nos ha situado en este momento, ante esta caja que parece llamarnos, que nos atrae sin remedio.
Cuando acercamos el ojo a la mirilla, vemos una escena en la que un hombre de pequeño bigote y uniforme militar está hablando ante lo que parece un estado mayor. Lo que dice, en un idioma diferente del nuestro pero que, no obstante, podemos entender perfectamente es: «Y así, he enviado a mis unidades de élite hacia el este, con la orden de matar sin piedad a todos los hombres, mujeres y niños de raza o lenguaje polacos. Solo de esta manera conseguiremos el espacio vital que necesitamos. ¿Quién menciona hoy en día el exterminio de los armenios?» Tras el escalofrío, no podemos evitar apartar la mirada. Pero la caja tiene sus propias reglas y cuando, espoleados por la curiosidad, pretendemos seguir asistiendo como testigos a la reunión de militares, la imagen que aparece es otra.
Un hombre con aspecto de estar quedándose calvo está escribiendo a mano en una pequeña habitación. En la habitación se oye el rumor de las mujeres en la calle, de los coches que pasan bajo la ventana, los chillidos de las golondrinas. Los muebles son sencillos, una mesa de madera, una silla también de madera, un infiernillo para hacer algo de comida, cubierto por una cortina que debió de ser blanca en algún momento. En las palabras del hombre —este es otra de las facultades de la caja, que también nos deja ver lo que hay dentro de las palabras que el hombre está escribiendo— puede leerse: «Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar.
No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios.
Entonces, ¿éste? Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... a lo que os parezca. Cantaré para vosotros, desentonando un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palmáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver...»
La imagen se hace ahora difusa, como si estuviera produciéndose alguna clase de tormenta y acaba por desaparecer. Cuando volvemos a apoyar el ojo sobre la mirilla, deseosos de seguir descubriendo lo que puede ofrecernos, nos encontramos a nosotros mismos mirando la caja. Y nos vemos una y otra vez, mirando la caja en nuestro salón, con su mesa de madera de cedro y su parquet iluminado, una y otra vez en el bucle infinito del presente, el tiempo despojado de su condición porque todo está sucediendo ahora, justo en el momento en el que nos vemos mirar la caja, una y otra vez, cada vez más profundos, cada vez más abismados en nosotros mismos, casi seguros de estar percibiendo cómo se detiene el reloj universal que nos lleva a todos con los ojos vendados hacia la muerte.
Entonces apartamos la vista y cerramos la caja horrorizados. Y este cuento, este artefacto, emite un pequeño zumbido y se detiene.
lunes, diciembre 07, 2009
Entrada
Y, sobre todo, que hacía ya demasiado tiempo que no escribía nada en el blog, una mascota a la que es obligatorio alimentar para que no languidezca y muera, y que a veces no tengo ninguna idea para un relato y entonces debo publicar el montón informe de cosas que se me pasan por la cabeza un lunes lluvioso de diciembre.
sábado, noviembre 28, 2009
Limpiabotas
Enfrente de su cola habría otra diferente formada por los centenares de personas que aguardaban a comprar un décimo de lotería en una famosa administración de lotería del centro de Madrid, hartos de la espera y probablemente del sinsentido de desperdiciar una mañana intentando comprar la suerte, esa suerte que no suele aparecerse mucho, qué gesto más estúpido y a la vez más inocente, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, de todos los colores, con todo tipo de ropas, como una cata sociológica de esta ciudad, moviéndose nerviosos, charlando para entretener esa espera que, en el fondo, todos sabían absurda pero cómo luchar contra la tradición de comprar un décimo en la puta administración de lotería y de llevar a los niños a que vean los muñecos animados de Cortylandia y qué gesto tan mágico creer que las leyes del azar tienen sentimientos y prefieren inclinarse por un lugar u otro.
Y, tal vez, por qué no, si en el cuento puede pasar lo que yo quiera, tal vez, decía, ambas colas se mirarían con hostilidad y alguien insultaría a alguien y comenzarían los golpes y los turistas huirían asustados de la trifulca y los coches de la Gran Vía se detendrían a mirar el espectáculo y camionetas rebosantes de policías hasta las cejas de estimulantes derraparían en la calle y las puertas se abrirían como grandes bocas y lloverían los golpes y los gritos y el tumulto sería ya incontrolable cuando los turistas ingleses hartos de cerveza se unieran a él, y aquello parecería uno de los signos del apocalipsis, el inicio de algo mayor, como si la locura se hubiera apoderado de todos y los animales que siempre llevamos dentro se abrieran paso, como superhéroes que se despojaran de sus trajes, y todo parecería arder en algo así como un altar de sacrificio azteca.
Y en mi cuento, si existiera en él algo parecido a una cámara que pudiéramos enfocar donde quisiéramos, podríamos ver perfectamente la sonrisa que se dibuja en la cara del limpiabotas que observa la escena, acodado en una mesa con vistas a la calle de la acera de enfrente donde el pequeño trono de madera sigue en su sitio, incólume, impasible ante la destrucción que está ocurriendo justo ante él.