viernes, junio 07, 2019

Materia



Pynchon habla en Al límite (su última novela hasta la fecha) del mundo previo a los atentados de las Torres Gemelas, atravesado de bits y lleno de fondos oscuros de inversión y empresas de internet con negocios poco claros. Sus cosas. Es una novela de 2013 y el mundo del 2019 en el que habitamos se lee perfectamente reconocible desde la mirada del 2001 (la deep web y hackers que atacan redes por dinero y que son contratados por el gobierno o por los terroristas, si es que no son la misma cosa, que no lo tengo claro), un mundo confuso y volátil. Que el mundo se haya vuelto pynchoniano no sé si debería preocuparnos. Tal vez no importe. O tal vez haya un algoritmo leyendo este texto y decidiendo que un microdron (invisible a primera vista) me siga y compruebe que no soy un peligro alguno para el sistema. Todo podría ser.

Leo a continuación una entrevista con Santiago Alba Rico en la que el filósofo dice algo muy interesante en relación con este supuesto mundo incorpóreo en el que habitamos y en el que tal vez haya fuerzas (no sé si inconscientes de su actuación) que nos empujan en la dirección contraria a la de la materia: José María Lassalle dice que no hay que olvidar que todos los derechos democráticos se han conquistado a través de la experiencia corporal. Sin cuerpos no podemos crear comunidades ni consensos democráticos y por tanto no podemos transmitir la experiencia del dolor. Y en las redes sociales no es lo que se transmite.

Reflexiono sobre las corrientes invisibles (y tal vez inconscientes e involuntarias, como excrecencias que surgieran por generación espontánea sobre esta informe y elefantiásica acumulación de datos) que dirigen la historia. Ya escribí hace tiempo que la paranoia propia de Philip K. Dick tal vez fuera excesiva, pero que el mundo estaba evolucionado de forma incomprensible y caótica (como una plaga de hongos tal vez) y que deberíamos plantearnos si no es una aproximación válida. Si no es la única aproximación válida, de hecho. 

Pero también pienso en mi propio cuerpo, en su deterioro y sus dolores, en los años, en mis pequeñas resistencias (comprar el periódico y los libros en papel, apostar por los discos de vinilo, seguir esperando que la corporeidad del mundo no desaparezca), pienso en mis padres y en todas las personas de su generación, en África y en Asia y en el mundo rural, en la famosa España vaciada. Pienso que, al final, lo verdaderamente importante es el cuerpo, que es el que desaparece cuando dejamos de existir. 

Y pienso que bastaría un terremoto de escala 7 u 8 en la falla de California para que todo se fuera al carajo y los millones de vídeos de gatitos, los miles de millones de libros digitalizados, los billones de párrafos escritos, toda la música del mundo, toda la ira acumulada en Twitter, todo ello desapareciera y tuviéramos que volver a abrir Los ensayos de Montaigne en papel para volver a comprobar que la naturaleza humana apenas ha cambiado y que la fibra óptica no nos ha liberado en absoluto.

Y, aunque sé que eso solo sucede en las películas de catástrofes, me siento más tranquilo. Durante un tiempo al menos. Hasta que me parece advertir que me están vigilando. 


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