viernes, febrero 05, 2010

Sauna

Estoy cansado, el sudor comienza a caer a grandes chorros por todo mi cuerpo, la temperatura es de casi 90 grados. La respiración señala el tiempo que cada uno de nosotros lleva en este infierno y, a medida que los granos caen en el reloj de arena, se hace más entrecortada y el tiempo se estira, tiempo de chicle por encima de las leyes físicas. Acabo de entrar y sé que me quedan todavía diez minutos antes de empezar a sentir esa opresión tan característica del pecho. Durante este tiempo, mi sangre se condensará, mi corazón latirá más lento, la temperatura de mi cuerpo ascenderá, los poros de mi piel se abrirán. Me aparto el sudor que se me mete en los ojos. Apenas puedo distinguir las caras de los otros hombres, la luz artificial entra por un pequeño ventanuco. Hay algo de útero materno en este lugar, en esta sala apenas desvelada por la poca luz que entra del exterior.
Cuando llega el apagón quedamos con ojos muy abiertos en la verdadera oscuridad, solos ante la respiración de los demás. Un par de hombres dicen oh con sorpresa y se apresuran a dejar la sauna, se les oye caminar con cuidado, el ruido acolchado de sus pies contra el suelo, el torpe tanteo de las manos hasta que dan con la puerta. Yo me quedo. Por un momento pienso en irme, en buscar mis cosas y salir de allí, al resplandor de las cinco de la tarde de un día de invierno en Madrid. Sin embargo, me encuentro cómodo, acariciado por un calor que aún no es insoportable, y pienso que será mejor esperar a que los que antes me acompañaban hagan lo que tengan que hacer. Entonces noto una respiración suave, oigo sus movimientos, cómo se levanta. Noto en la madera de mi asiento que se sienta a mi lado. No dice nada. Yo tampoco. Apoya una mano en una de mis piernas y la deja ahí, sin acariciarme, sin pretensiones. Y yo sigo sin decir nada, no sé muy bien por qué.

2 comentarios:

Divina nena dijo...

No digas nada...

Xavie dijo...

Igual no lo hago, no...
;-)

Beso,
X.