Andrés llegó a la conclusión de que su cabeza funcionaba como una antigua televisión analógica. Se había decidido por las televisiones analógicas porque le parecían más humanas, con barriga y todo, y no como esos nuevos ingenios fríos que nos miran desde el centro del salón. Unos aparatos que no podían dejar de recordarle a esos ejecutivos, tan bien formados, con tanta educación y buenas maneras, que corrían todos los días 9 kilómetros sin fallar ni uno, delgados y con gafas de montura metálica pero que no movían una sola ceja al provocar una hambruna en Guatemala por un clic que hacía descender en picado el precio del café. Por ejemplo. Esos admirados contribuyentes a la cuenta de resultados.
Ese era uno de los motivos por el que se había decidido por la televisión analógica. Otro era el tubo de rayos catódicos y su haz de electrones a toda velocidad. El haz funcionaba de izquierda a derecha y de arriba abajo iluminando un punto cada vez, pero tan rápido que pensábamos estar viendo, digamos, a Mario Alberto Kempes gambeteando en una cancha argentina de fútbol del mundial 78 aunque en realidad esa imagen la compusiéramos nosotros en el cerebro, igual que hacemos con las de la realidad. Porque al ojo humano le pasa lo mismo: sólo es capaz de enfocar una pequeña ventanita del mundo, pero lo hace tan rápido que luego el cerebro se encarga del resto del trabajo.
Pero quizá el motivo más importante fueran las interferencias. ¿Quién no ha sentido más de una vez que el canal de nuestra memoria está mal sintonizado y que el ruido electrónico llena de nieve aquel momento que pensamos no olvidar nunca?
No hay comentarios:
Publicar un comentario