Los chirridos del somier en la planta de arriba no cesaron en toda la noche. A pesar del sueño acumulado y del ruido que no me dejaba dormir, no pude evitar sentir admiración por esa pareja capaz de follar durante todo aquel tiempo, con mínimos descansos de 5 minutos entre las sesiones de sexo.
Aquellos sonidos rítmicos me trajeron a la cabeza una noche especial en la que yo también había pasado mucho tiempo sin dormir, en la piel de otra persona y sin saber como salir. El recuerdo me calentó pero masturbarme me pareció algo demasiado obsceno: me cruzaba con los vecinos a diario y aquello no estaría bien. No me apetecía sentir vergüenza cada vez que me los encontrara en las escaleras.
Y sin embargo, a partir de entonces, cada vez que los veía notaba como mi cara intentaba volverse roja. Como si yo fuera una niña de 14 años que no pudiera controlar sus propias emociones ante el chico más guapo del instituto, o un primerizo aterrado en su primera visita a un burdel.
Aquella noche de sexo se había quedado conmigo y no me abandonaba. El almizcle, el sudor y la saliva se habían propagado como un niebla de metano por el bloque de apartamentos y, desde entonces, no hago otra cosa que pensar en ella. Y en mí.
Escuchar a Antonio y a Manuel practicar el sexo ha removido algo que no sabía que se encontrara en mi interior.
3 comentarios:
¡Que bueno! Me encantó.
Certero, acerado.
Hola a ambos,
Gracias por los halagos.
Un saludo,
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