martes, octubre 31, 2006

Vendedores (refutación a Bryce)

Aquel día, después de arrancar su coche japonés, un poco anticuado ya pero aún funcional y barato, y de conducir durante una larga hora a través de los atascos de los suburbios y de las avenidas del centro de la ciudad, había llegado a la conclusión de que el hecho de que existieran vendedores de libros que, literalmente, asaltaban a los conductores en algunos de los semáforos más concurridos, era uno de los encantos de aquella ciudad gris, acerada y fría.

Quizá el término asaltar no fuera el más adecuado para aquel primer párrafo que había quedado ahí arriba justo antes del punto, porque aquellos vendedores no eran más agresivos que los vendedores de seguros que merodean por las urbanizaciones del extrarradio, pero es el que se le había pasado por la cabeza cuando había recordado como se comportaban. Así que ahí se quedaba.

Los vendedores se aproximaban a los coches con decisión pero, como en cualquier otro comercio ilegal, para ofrecer su mercancía tenían que saber las preferencias de los conductores. Los efectos de la heroína y los del éxtasis no tienen nada que ver y un camello que se precie no puede confundir a un habitual de una sustancia con un consumidor de la otra porque los efectos para el negocio pueden ser terribles. Enseguida se convertiría en un dealer poco fiable, en alguien a quien nadie, ni siquiera a las ocho de la mañana del domingo más canalla del año, buscaría para comprarle una dosis. Por eso, porque en el fondo eran personas responsables, los vendedores siempre preguntaban en primer lugar: ¿libro técnico?, ¿literatura?, y a estas preguntas seguían otras, ¿ficción?, ¿no ficción?, y a cada bifurcación otra más, ¿historia?, ¿política?, hasta que por fin, el vendedor que te hubiera tocado en suerte en aquel semáforo decidía que tenía suficiente información para proponerte, en medio de complicados arabescos retóricos, un título. El título. El que estabas buscando desde aquella remota época en la que aprendiste a leer y a disfrutar de un cuento que nadie te contaba, sino que te contabas a ti mismo dentro de tu cabeza.

Y si había acabado pensando que aquel contrabando era en realidad una riqueza, más propia de un país nórdico que del suyo, fue porque en uno de aquellos semáforos, en uno de aquellos puntos de raedura de la realidad, compró una antología norteamericana de cuento y descubrió el que iba para siempre a ser su personaje favorito: Bartleby.

4 comentarios:

Portarosa dijo...

Qué bien. Qué original.

("pensando", no "pensado", al final)

La independiente dijo...

Gracias por la indicación, ya está corregido.

Es un contrarrelato a un texto de Bryce Echenique en el que se quejaba amargamente del floreciente negocio de las editoriales piratas en Perú.

Será por lo que le toca, claro, porque de todos los libros falsos que se venden, no ve ni un solo pavo.

Pero a mí me pareció que hablaba bien de un país que lo que se vendiera en la manta fuera literatura.

Un saludo
Xavie

Portarosa dijo...

Pues no conocía el relato, pero ahora le da aun más sentido al tuyo.

Un saludo.

La independiente dijo...

Gracias, Porto

Un saludo,
Xavie