El hombre que mira por la borda cuando se aleja de Europa sabe que será la última vez que vea el continente. No le importa mucho, siempre ha tenido la muerte tan cerca que ahora que le han asegurado que no le quedan más que dos meses, no le parece tan terrible. Basta con dejarse ir, sin demasiado apego, basta con irse yendo sin hacer ruido, sin levantar la voz. Fumar una última pipa de kif, volver a ver a Aisha. Los últimos deseos de un moribundo que se irá y al que nadie recordará cuando haya pasado algo de tiempo. Para él ha llegado el momento en el que su propia vida ya le resulta tan ajena como la pequeña casa con vistas al mar que ocupó en los años ochenta y en la que los amigos permanecían años enteros, sin moverse de la silla de playa de la azotea.
El hombre que mira por la borda cuando se aleja de Europa ha hecho testamento, se ha despedido de sus hijos y de su ex mujer, ha vendido sus escasas posesiones y ha cogido un barco. Morir es lo más difícil de todo, una tarea a la que encomendar la vida: irse sin rabia, sin preocupación ni miedo. Mira a lo lejos y ve el peñón, su silueta recortada contra el gris de la tarde, la estela que deja el barco tras de sí, e imagina la columna de agua bajo el barco, la columna que cambia a medida que el barco navega sobre ella, imagina el fondo y las fallas y los volcanes, el mar bullendo de vida. Las nubes, agrupándose de forma caprichosa, el gris, que él sabe verde, del peñón. Ve la costa española y no puede evitar pensar que también es su vida lo que va quedando atrás, que también es su tiempo el que se deshace, como la niebla que cubre el mar, como la bruma que impregna sus ropas.
Después de la visita al médico, llamó a su familia uno por uno y les describió el final que deseaba. Les había hablado de un atardecer infinito, de la dulzura del mar arribando a la playa, de los pies callosos de los pescadores entrando en el agua para recoger las redes, del sabor del pescado cogido esa mañana en el mar. Más tarde les había dicho que no le buscaran, que cuando llegara el final el los recordaría, que estuvieran seguros, pero que no deseaba compartir esos momentos con ellos.
Estaba cansado de la eterna lucha por acallar la voz que nunca se iba, la voz del miedo, esa voz que dice a los hombres al oído que llegará un día en el que el mundo seguirá sin ellos, que seguirá sin detenerse ni advertir siquiera una perturbación en su superficie cuando llegue la hora. Ya no tenía ningún sentido seguir aferrado a nada. El final tampoco era para tanto, la verdad.
La foto es de David Ruiz.
2 comentarios:
A la muerte se llega siempre sin equipaje; sólo con el miedo a cuestas. Y la certeza de ser parte -al fin- de una bendita humanidad.
Buen relato, Xavié
Gracias Gemma,
Alguna gente me ha dicho que le falta nostalgia y otra que le sobra.
Resulta curioso. :-)
Un saludo y enhorabuena por tu publicación.
J.
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