lunes, mayo 10, 2010

Naranjos 2.0

El niño se aguanta el vértigo y el miedo mientras camina con precaución por encima de aquel muro, a varios metros sobre el suelo. A su derecha hay varios naranjos cargados de fruta, un olvidado huerto tras una tapia blanca. Sus amigos le dicen que tenga cuidado, que hacia la mitad de aquel muro faltan algunos ladrillos y puede caerse. El niño no quiere mirar al suelo y por eso se concentra en los naranjos, en el verde brillante de sus hojas, en su olor. Preferiría no estar allí. A él no le gustan las naranjas dulces pero Rafa o Antonio o Juan los ha retado a colarse en aquella casa en ruinas, a explorar el huerto que siempre pueden ver desde la azotea de la casa de enfrente, en las callejas donde juegan al escondite y se ocultan de las miradas de los padres y de los abuelos.
Cuando llegan al otro lado, descienden por el montón de piedras por las que el muro se está deshaciendo y se introducen a través de una ventana rota, que limpian de cristales para que nadie se corte. La habitación está llena de escombros, de vigas de madera podridas y rotas, de cristales y de trapos. Un informe montón de suciedad, de esquirlas, de puntas y de clavos oxidados sobre los que saltan con indiferencia. Cuando consiguen acceder al patio a través del hueco de una puerta medio venida abajo oyen los ladridos.
Dos perros pequeños los miran gruñendo y enseñando los dientes. El grupo se calla pero Juan o Antonio o Rafa coge una piedra y le acierta al perro más grande en el hocico. Los gañidos del animal les provocan risa y los envalentonan. Los perros se escabullen por un hueco del muro mientras sus risas quedan suspendidas en el aire, en agudo contraste con el miedo que los ha agarrado a todos un segundo antes y que tarda en disiparse. Putos perros de mierda.
Los naranjos están cargados de fruta, las malas yerbas les llegan casi a la altura de las rodillas. El verde de las hojas es oscuro y el olor que impregna el huerto tiene un toque ácido. También huele a mierda de perro. Comienzan a trepar al primero de los naranjos, gruesos y nudosos, tan altos como solo pueden serlo los árboles que se han dejado descuidados mucho tiempo. La primera naranja vuela hacia él, pero consigue evitarla con un brusco movimiento de cabeza. Apenas tarda un instante en recoger una del suelo y devolver el tiro. No tiene buena puntería, pero eso es lo de menos. Las naranjas vuelan de unos a otros mientras los gritos salvajes de los niños provocan que varias palomas salgan volando. La segunda naranja que arroja da en el blanco, en el pecho de Juan o Antonio o Rafa, quien no se lo toma demasiado bien y avanza hacia él decidido. Ambos ruedan por el suelo enzarzados en una pelea que no acaba de ser seria. Se separan entre risas y juramentos, con algunos arañazos en las manos.
Un ruido sordo les hace callar. Pueden sentir la vibración en la tierra del huerto. Les ha parecido que el ruido ha venido de la planta superior. Se miran indecisos hasta que Rafa, Antonio o Juan dice: Vamos a ver qué ha sido eso. Entremos y veamos qué ha pasado. Sus objeciones no consiguen nada. Qué más da. Es peligroso. Ya habéis visto como está la casa, será cualquier trasto que se ha caído. Eres una maricona, un gallina. De eso nada. ¿Queréis que entremos? Venga. Por mí desde luego no será. Capullos...
Vuelven adentro mirando hacia la planta de arriba con precaución. Uno de ellos saca una linterna. La escalera medio desvencijada aguanta milagrosamente en el aire, tras los cuadros de dos bicicletas, media viga de madera y un colchón que apesta. Cuidado, dice uno de ellos, he visto un par de jeringuillas. Si te pinchas con una de esas te tienen que poner la inyección del tétanos y no veas si duele. Antonio, Juan o Rafa se apoya con cuidado en el primer escalón para probar su resistencia. Mejor subimos de uno en uno, dice el niño, tal vez la escalera no nos aguante a todos. La madera puede estar podrida. Vale, dice el primero, subo yo. Cuando ve que aguanta su peso, comienza el ascenso. La escalera parece aguantar. Tras unos momentos, lo oyen gritar: eh, subid, no os vais a creer lo que encontrado aquí. Su voz parece excitada.
El niño sube pacientemente, procurando no colocar mal los pies, ni apoyar todo su peso sobre los peldaños. Al llegar arriba puede ver la puerta de una cómoda de madera en el suelo. El polvo permanece suspendido en el aire, sus motas relucen en el haz de la linterna y en los hilos de sol que entran a través de los tablones rotos que cubren la ventana. La habitación parece conservar la vibración del golpe, como si las paredes aún emitieran un sonido justo por encima del umbral de la percepción, los graves retumbando en silencio.
Sus amigos ya se están manchando las manos revolviendo las cosas del interior. Trapos irreconocibles que tal vez fueran parte de la mantelería de la familia. Cuatro cucharas grandes, casi negras, entre el polvo. Un montón de cristales amontonados, antiguas copas vencidas por años de sol y abandono. Suciedad en capas, sólida. Cosas convertidas en basura. Pequeñas bolitas negras que uno de ello identifica como mierda de ratón. Telarañas en las esquinas, justo por encima de las bisagras oxidadas, ahora descolocadas y con los tornillos casi colgando.
El niño encuentra el libro y lo abre con cuidado. Las tapas de cartón han aguantado bastante bien pero el interior resulta quebradizo. Las páginas negras han perdido el brillo y se han vuelto de un color parduzco, pero continúan resaltando contra el blanco y negro brillante de las imágenes, muy contrastado. Intenta sacar una fotografía que se parte por la mitad. Cuidado, están muy viejas, se dice. Otro de los niños ha sacado las manos de los cajones, atraído por esos rostros de época, adustos y serios. Dos minutos delante del objetivo resultaba ser demasiado tiempo para fingir una sonrisa. Por eso en las fotos antiguas la gente sale tan seria. Un hombre y una mujer serios vestidos de boda, un niño vestido de marinero, serio, la familia al completo mirando fijamente a la cámara con trajes anticuados. Sin una sonrisa. Al llegar al final del álbum los dos amigos se estremecen. Un anciano en un ataúd parece dormido dentro de su traje oscuro.
Deben de ser los antiguos dueños de la casa, dice el niño. Qué listo, pues claro. ¿Quiénes van a ser si no? No sé, tal vez sea el álbum de alguien que lo dejó aquí de viaje, o uno que le enviaron los parientes que habían emigrado a América, yo qué sé. De verdad... siempre con las mismas cosas. Estás como una puta cabra. Ese álbum es de la gente que vivía aquí, está claro. Qué ganas tienes siempre de inventarte historias, coño. Bueno, dice el niño bajando la mirada, un poco avergonzado.
Joder, cómo nos hemos puesto, dice otro de los críos. Vámonos, anda, vámonos, que de la bronca que me va a echar mi madre no me salva ya ni Dios... Sí, mira como llevamos las camisetas. Hostiaaa...
El niño coge el álbum. El cartón medio podrido le deja una marca oscura más en la camisa de cuadros. Baja la escalera pensando en cómo meter el libro en casa de sus abuelos sin que se den cuenta y tenga que contarles dónde lo ha encontrado. Los amigos parlotean y se lamentan de la bronca que les va a caer por llegar a casa tan sucios. Uno de ellos recuerda la pedrada al perro. Ríen. Llegan al muro y desandan el camino. El niño piensa mientras tanto en los antiguos habitantes de la casa, en cuánto tiempo hará que murieron. Se pregunta si el niño vestido de primera comunión seguirá vivo, si habrá vuelto alguna vez a la que fue su casa. Si, como él, odia las naranjas dulces.

3 comentarios:

Fleischman dijo...

Joder, uno puede ver esa escalada sobre el muro. Es un relato muy visual, y uno se puede imaginar perfectamente esa casa, gracias a una descripción austera pero eficaz.
Lo que no acabo de ver, aunque creo adivinar el sentido, es que de repente despersonalices al niño, que le quites el nombre, cuando los has utilizado al inicio del relato. Lo veo como una especie de inmersión de la infancia en un ambiente degradado que no acaban de entender. Pero choca un poco ese cambio de tratamiento en un relato breve, o al menos e ha pasado así. No sé si sería mejor no usar nombres, o seguir con ellos, o dejarlo como está. Lo mejor del relato es sin duda ese choque de realidades, el hecho de que el niño, al fin y al cabo tiene una visión particular de aquel lugar, que ignora el peligro, y que se queda con un botín muy particular. Creo que es un relato que tiene mucha miga, y que en parte me ha recordado a, cágate lorito, un relato de Stephen King, el de la peli Cuenta conmigo. Te mueves como pez en el agua en los ambientes lumpen, van a pensar que eres un canalla. Abrazote.

ETDN dijo...

Sí, Rob, es por la escena del perro, hay una parecida en Cuenta Conmigo (oh, adoro esa peli, me la sé de memoria).

De acuerdo también en lo del niño sin nombre, queda raro.

Y otra duda: si es de día y se supone que sólo van a robar naranjas y lo de entrar en la casa es por casualidad al oir un ruido, ¿cómo es que uno lleva una linterna?... Otra cosa sería que fueran expresamente a entrar en la casa (que fuera algo planeado, que llevaran varios días observando la casa y por fin se decidieran a entrar, algo así)

W

La independiente dijo...

Hola Fleischman,
Es que el niño no tiene nombre. La acción está focalizada en él, el apocado, el más cobardica. Por eso da igual quién haga las machadas, quien diga que hay que entrar. El único que se opone es el niño, que es, precisamente, el protagonista. He eliminado la personalización de los otros niños. Creo que ahora suena más como yo quería.
Por otra parte, entiendo lo que dices del ambiente degradado pero no era mi intención. De hecho, yo hice de pequeño esas cosas: coger una linterna y entrar con los amigos en una casa abandonada. Explorar, lo llamábamos. Y una vez descubrimos las antiguas catacumbas de un monasterio en ruinas. Y también estuve en el huerto que describo. Lo que me interesaba era describir el ambiente de despreocupada libertad de los niños. Bueno, de los niños de otro tiempo.
Lo que dices de "Cuenta conmigo" me gusta. No por el relato de Stephen King sino más bien por la película, que fue una de mis favoritas durante mucho tiempo.

ETDN,
Sí que llevábamos una linterna. De hecho, me recuerdo llegando a casa de mis abuelos y pidiendo una a mi abuelo (una de aquellas cuadradas con una pila de petaca) para, precisamente, irnos a explorar...

En cualquier caso, lo que quería era reflejar una atmósfera más que contar algo fundamental.

Gracias por los comentarios,
Abrazo y beso,
X.

(Curioso como funciona la memoria, no recordaba la escena del perro de Cuenta Conmigo pero reconozco que esa película me pasó por la cabeza mientras escribía).