Su padre le había dicho que lo que le pasaba es que creía que tenía veinte años y a pesar de que él había contestado que no, que era muy consciente de su edad, la frase se había quedado flotando en la habitación como una acusación muda.
A él no le parecía que hiciera cosas propias de los veinte años, la verdad, pero qué sabía su padre. Cuando su padre tuvo a su primer hijo tenía veinticinco años y llevaba trabajando desde los catorce, en unas condiciones esclavistas, catorce horas al día, en mitad de La Mancha, en una venta polvorienta donde una vez vio a Ava Gadner, que siempre lo contaba, pedir una ración de carne con tomate para un perro con sarna que había por allí. Descansando dos días cada tres meses y sin poder gastar porque el dinero se enviaba directamente a la abuela para sufragar los estudios del hermano mayor. Y después camarero y oficinista en el Silo de trigo y por fin trabajador en una gran empresa. Su padre había conocido a su futura mujer, que tenía catorce, a los dieciocho y tras siete años de novios, se habían casado. Su futura mujer de entonces era ahora su mujer desde hacía casi cuarenta años. Se había afiliado a un sindicato todavía clandestino, por el impulso altruista de ayudar a los demás —como si los demás se lo merecieran—. Y luego había llegado la transición y las manifestaciones y la democracia, la hipoteca de una casa pequeña y fea, propia de los setenta —una casa para la que debió contratar una hipoteca con los tipos de interés muy altos, pero que pudo pagar en solo quince años con un único sueldo—, ver crecer a los hijos, vivir, verlos marcharse, la jubilación. El orgullo de haber creado una buena familia.
¿Qué podía saber su padre de sus vidas móviles, de estas vidas de estudiante, traductor, programador, revisor, ingeniero, experto en marketing, trabajador para una consultora, analista de mercados, estudiante otra vez, filólogo, editor, corrector de estilo y otra vez traductor? De estas vidas que nunca acaban de terminar, que se mezclan, que permanecen aunque hayan pasado décadas porque siempre, por mucho que deseemos que el pasado nos libere, somos también lo que hemos sido. De las capas que nos constituyen, de las tres ciudades en las que había vivido él, de las cuatro mujeres que ya había tenido y perdido, de la inmensa cantidad de tiempo dedicada a los libros, del desamor. De la escritura, de la batalla con las palabras, de los intentos por orientar la existencia de otra manera, del aburrimiento. De la cualidad lábil de la vida hoy en día. De la búsqueda permanente, de la pulsión autodestructiva que hay que cabalgar, siempre atento, sin dejarse ir, siempre concentrado. De la belleza de las ciudades desconocidas por la mañana cuando se está solo y se tiene un día completo que perder tomando café y leyendo.
Por eso se había limitado a contestar: no creo que lleves razón papá, no lo creo, y más tarde se había quedado en silencio.
11 comentarios:
Me ha encantado, X.
El contraste entre dos vidas que, por diferentes que resulten, no responden a motivos tan distintos, ni buscan cosas tan extrañas.
Me ha gustado mucho.
Un abrazo, y buen fin de semana.
(Ojito, errata: "capas de nos constituyen")
Gracias, Porto.
Sé que los motivos que las impulsan son los mismos, pero de lo que hablo aquí es de la imposibilidad de que el padre comprenda al hijo por mucho que el hijo se lo explique. Me temo.
Y gracias por lo de la errata. Ya está corregida.
Abrazo y buen finde
Anímate y haznos una visita para lo de la presentación
X.
Si veo que voy bien de "trabajo", iré. Si el toro sigue persiguiéndome y ganando terreno, no podré.
Imposible, puede que sí. Pero tal vez, aun sin entenderlo, sea capaz de ver ese fondo, ¿no?
Buena semana.
¿Chapa en casa?
Sabrá más de lo que pienses como tú sabes más de lo que otros intuyan.
¿Puedo saludar? Porto, vente pa acá.
Oye, cuando leo tu blog, recentrada, y vengo luego a la trastienda, al pasar del negro al blanco, sigo viendo las letras, esta vez en negro sobre este fondo, ay.
La palabra, es que... es pifia.
Mmmmmm,eterna conversación...¿pero es imcomprensión o zozobra? El desconocimiento genera malestar, inquietud, ese desasosiego propio de no saber porqué, ni como ni a donde quiere llegar el hijo, qué busca y no encuentra (?). Reto: una saga y se lo cuentas de los treinta o los cuarenta ;-)
Besos
Jgorom
¿Y no será, más que imposibilidad de comprender, miedo ante la incertidumbre?
Y lo mismo le pasará al hijo con sus propios hijos. Todo cambia. Es muy difícil comprender una vida que no se ha vivido. Sin embargo, las sensaciones y los sentimientos no son tan diferentes a los de siempre, eso es universal, y eso, quizás, sí seamos capaces de comprenderlo (y eso lo que importa, no?)
I'll try, Aroa.
XXX
(Y gracias; me hace mucha ilusión que me animes)
Hola Aroa,
Pues supongo que sí, que también sabrá más de lo que imagino.
Estaba pensando en cambiar el diseño del blog (en relación con tu otra pregunta) para su cuarto cumpleaños. Es hoy. :-)
Hola jgorom,
Pues no creo que mi vida sea tan interesante y escribir una saga para hacerte entender por la familia... uf.
Hola Porto,
Vente pa Madrid, vente pa Madrid... (haz un poder, anda, que dicen en mi tierra)
Hola Anónimo
Primero ya podrías firmar, ya. Pero como me imagino quien eres, pues nada. No fue una chapa, fue un comentario hecho como quién no quiere la cosa. No fue para tanto.
Filla,
Igual llevas razón y es solo incertidumbre y miedo ante el futuro. Pero yo todavía no tengo edad de eso. Por ahora. Creo. :-)
Llevas razón, María, los sentimientos siguen siendo los mismos. Yo solo hablaba de lo difícil tiene que ser para un hombre como el padre del protagonista entender la vida de su hijo.
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