En las comunidades subterráneas las cosas son de otra manera. La falta de luz solar y los sedimentos de sobras han acabado por cambiar a la gente.
Así que emergen de vez en cuando, pálidos y con las venas azules transparentándoseles a través de la piel y toman una habitación en el hotel Chelsea o se dirigen a tiendas cercanas en las que, en lugar de comprar material de espeleología, tan práctico para mejorar sus condiciones de vida, se limitan a comprar loros por el mero placer de soltarlos y verlos volar, libres y verdes. Otra costumbre que tienen es celebrar sus cumpleaños en la superficie, siempre en el mismo sitio y con el mismo ritual hasta que se cumple la hora de marcharse. Me consta.
Estos habitantes sumergidos son esquivos y desaparecen con facilidad, aunque siempre se queden cuando pueden cazar una buena conversación; son extraños y líricos porque dicen cosas que no tienen sentido para nosotros como “la oscuridad es maternal” o “la esencia está debajo”; son subversivos y subterráneos y cargan sus baterías en las líneas de energía del metro. Son, en definitiva, los conocedores de una ciudad secreta que no podemos ni imaginar.
Pero de todos ellos, de todos los habitantes del subsuelo que conozco, el que más aprecio, al que le tengo más cariño, es, sin lugar a dudas, Mister T.
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