Andrés estaba mirando la fotografía intentando convocar sus recuerdos. Había encontrado esa foto en el maremágnum de fotografías del ordenador, la había impreso y ahora la observaba con atención. En la fotografía aparecían tres perdices, cada una en una jaula verde de rejilla en forma de bala de cañón, tal y como suelen ser las jaulas para el reclamo, cada una de ellas con su nombre grabado en la base. Perdigones, igual que a los granos de acero con los que los cazadores rellenan sus cartuchos, en su tierra a las perdices macho para reclamo se les llamaba perdigones.
Su abuelo había sido cazador y paulatinamente empezó a recordar el pequeño cuarto donde tenía sus perdigones y sus arreos. El ruido que hacían los animales en la época de celo: un zureo grave que a él, cuando era sólo un niño y visitaba el cuarto, le llamaba particularmente la atención. Y al igual que en la fotografía, los perdigones de su abuelo también tenían nombre. No le parecía a Andrés que poner nombre a una perdiz fuera algo común, aunque quizá todo el mundo ponía nombre a sus mascotas. Pero, tal y como le dijeron alguna vez, lo más importante de este tipo de caza era el reclamo. No había triunfo mayor que un buen reclamo. También contaba la puntería, claro, pero el verdadero fracaso sólo ocurría si el perdigón no cantaba y no conseguía atraer a otras perdices.
Recordaba perfectamente el olor. Un olor indescriptible a animal sin pelo que no suda. A mierda de pájaro y a grasa de caballo, que su abuelo utilizaba para mantener el zurrón, la canana y la funda de la escopeta, todos de cuero. Un olor que ahora, treinta años después, casi podía notar en la nariz. El cuarto era pequeño, pintado de blanco y verde. De ese mismo color eran las jaulas y los soportes de madera en que se apoyaban. Recordaba también una estantería metálica, de esas para los archivadores de oficina, incongruentemente atornillada a la pared. Esa misma pared en la que los arreos se balanceaban colgando de los clavos. En la pared del fondo, un ventanuco permitía mirar a un patio, en la parte de atrás de la iglesia, con flores y macetas.
Cuando pequeño, no entendía la caza con puesto. No entendía como hombres hechos y derechos podían pasar varios días en el campo para acabar trayendo a casa seis u ocho perdices si tenían suerte. Solía preguntar cómo se cazaban las perdices y su abuelo le hablaba de las interminables esperas, camuflados para no levantar la presa, inmóviles, sentados en un taburete plegable de tres patas que se podía cargar al hombro. Quizá sea él ahora el único que recuerda aquellas cosas. Un recuerdo recreado e imaginado, no vivido, aunque eso no constituya una gran diferencia. No está seguro de que su abuelo pueda recordar sus jornadas de caza. Últimamente, recuerda bien a los amigos de la juventud y sus días en el pueblo, pero no es capaz de acordarse de la edad de Andrés o del nombre de su mujer. Es una putada envejecer de esa forma, desvaneciéndose en vida.
Ahora Andrés se preguntaba de qué hablarían su abuelo y sus amigos en aquellos días, extrañamente masculinos y naturales, sin mujeres y sin niños, durmiendo al raso. No se imagina de qué hablarían aquellos hombres. De los nietos o de gente que ya no está en este mundo, de gente conocida por el apodo de su familia, supone. O del pasado. Quién sabe. Quién sabe donde habrán ido esas conversaciones. Daría lo que fuera para que su abuelo pudiera recordarlas con claridad. Para que pudiera recuperar la historia de su vida. Para que pudiera contarle y contarse la manera de afirmar la escopeta en el hombro que casi siempre le procuraba una pieza.
Si no somos más que la autobiografía que nos contamos a nosotros mismos, ¿qué nos queda si perdemos la memoria?.
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