Caminaba como sin advertir por dónde pasaba, abstraído en sus pensamientos, con la mirada baja. Era ajeno a las reglas del mundo. Yo lo amaba, era mi padre aunque como padre fuera un incapaz, eso es cierto, completamente ajeno a lo que significaba preocuparse por los problemas de los demás, recluido en su propio mundo que, nosotros, los cinco hermanos, intentábamos compartir para conseguir algo de su cariño, de su atención. Un padre con cara de despistado, de estar siempre pensando en sus cosas, que no podía evitar que se le trasparentara la desgana con la que debía emprender tareas ajenas a sus intereses: cambiar los pañales de los bebés, hablar con algún fontanero, preocuparse porque el frigorífico estuviera lleno de comida. Cosas banales que lo alejaban del destino que él mismo había elegido, un destino que nunca entendimos y que ahora pretenden santificar en los periódicos: el erudito, el ensayista fructífero, la agudeza y la finura personalizadas, el gran estudioso, el hombre culto, el benefactor.
No, mi padre no era como dice la prensa. En realidad, mi padre era un hombre asustado, un hombre que prefería pasar por la vida abstraído, aterrorizado por la dependencia emocional que la propia vida impone en su tránsito. Nunca entendí por qué mi madre se había casado con él, nunca. Ahora que soy un adulto entiendo los amantes y las relaciones secretas que mi madre tuvo que buscarse para poder seguir viviendo con aquel hombre que vivía entre libros y papeles, que era capaz de emocionarse con la ejecución perfecta de una obertura y al que, sin embargo, las lágrimas de sus propios hijos molestaban profundamente, haz que se callen los críos, necesito silencio para trabajar, le gritaba a mi madre a cada rato.
Sé que la semblanza no está quedado demasiado halagüeña, que este texto será algo que me tal vez me reproche algún familiar, no mis hermanos, claro, mis hermanos no, por ensuciar su nombre, por poner a la familia en un brete, qué se yo. Pero ya he dicho antes que lo amaba, que, a pesar de sus defectos, era mi padre y que guardo con ciudado los escasos momentos en los que me miró con afecto, las veces que me revolvió el pelo y en las que me sentí querido. Pero ese amor está entreverado de odio, de rabia y de decepción, sentimientos que me gustaría no haber llegado a albergar nunca pero que mi viejo se ganó a pulso con su indiferencia.
Parecía que alguien le hubiera forzado a elegir una vida que no le gustaba, como si fuera obligatorio tener hijos y aparecer ante la sociedad no solo como investigador, como psiquiatra, como profesor universitario, sino también como marido y padre amante pero, quién sabe, las cosas antes eran diferentes y ser un solterón dedicado tan solo al estudio y la lectura podría haberle creado problemas, la gente podría haber pensado que era un invertido o algo peor.
Tal vez amó alguna vez a mi madre o la necesitó, no lo sé. A nosotros no creo que nos quisiera mucho, la verdad, nunca pareció ser consciente de lo solos que nos sentíamos, de tener en casa a cinco adolescentes que se fueron enseñando unos a otros otra manera de ausentarse del mundo, más rápida y efectiva que dedicar la vida al estudio. A los cinco se nos llevó la heroína, la misma mierda para los cinco. La verdad, los cinco esperamos que el sitio al que vaya mi padre sea diferente, que vaya al infierno del racionalista en lugar de al infierno del yonqui, cualquier cosa para no tener que encontrárnoslo por aquí. Todos estamos de acuerdo en que existen cosas que tenían que haberse resuelto en vida, que la oportunidad pasa y entonces hay que cargar con las consecuencias de los propios actos, que ahora ya no es tiempo de arreglar nada, que se ha hecho demasiado tarde. Que lo sentimos, padre, pero que no queremos verte nunca más. Jamás.
2 comentarios:
Entre el relato anterior de Nän y ahora el tuyo, tengo el corazón encogidito. Son durísimos y pienso mucho en ellos.
Saludos
Lo siento, Luna.
La verdad es que el retrato tiene un poco de mala uva pero lo escribí después de leer todas las palabras que se escribieron sobre Castilla del Pino. Siempre me pareció tremendo su aparente indiferencia ante el hecho de perder cinco hijos.
Un saludo,
X.
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