jueves, enero 10, 2013

Godzilla

Hijo de puta hay que decirlo más.
Joaquín Reyes

La señora se despierta y cuando mueve una de sus piernas nota un leve crujido. También se oye el ruido lejano de los gritos. Su cara tiene un brillo grasiento, como todas las mañanas, sus carnes se aposentan sobre su cuerpo en oleadas, como si ella misma fuera la desembocadura de un río de materia corporal, un corriente de grasa licuada. Advierte, aún con el sueño nublando a medias su entendimiento, que no debería estar viendo el cielo desde la cama de su residencia oficial. Sacude rápidamente la cabeza pensando que tal vez no ha acabado de despertarse pero los gritos aumentan de volumen. Cuando se incorpora, comprueba estupefacta que está dentro de su ciudad, sí, pero que todo se ha visto reducido al tamaño de una maqueta algo grande. La temperatura de la ciudad es la misma —un calor húmedo y supurante que viene del interior— y el olor también —mitad marisma, mitad vertedero— pero las dimensiones no son las correctas. Mira hacia abajo y descubre un montón de gente minúscula corriendo despavorida. Parpadea de nuevo y al moverse ligeramente una lluvia fina de lo que a ella le parece polvo cae desde su posición hacia los pequeños hombres allá abajo, que intentan esconderse de los fragmentos de cristal y hormigón que se desprenden de una estructura blanca, similar a un barco vuelto del revés. Se levanta con esfuerzo, trastabillando ligeramente —demasiado peso para unas rodillas cansadas y viejas, piensa brevemente— y nota como golpea algo con el talón. Cuando baja la vista de nuevo a sus pies puede observar como los diminutos ciudadanos huyen como pueden ante la visión de su inmenso cuerpo en camisón, que ya casi ha destruido el Hemisfèric. Se encontraban viendo una película en tres dimensiones de monstruos prehistóricos submarinos cuando lo que les pareció el gigantesco dedo de un pie entró por una de las paredes, produciendo un descomunal estruendo. Los cascotes caían y la gente, aterrorizada, se agolpaba en las salidas. En el exterior descubrieron a su alcaldesa, mirándolos con cara de sueño desde una altura de más cien metros.

Su excelentísima señora mira sin comprender el paisaje que tiene alrededor. Desde esa altura, puede ver una extensión larga y verde salpicada aquí y allá de estructuras blancas y redondeadas, con cristaleras inmensas, que no consigue identificar. La sensación onírica se hace más fuerte y vuelve a parpadear con fuerza, incluso se pellizca para comprobar si está realmente despierta. La visión de sus dos dedos pellizcándose el brazo desde abajo es sobrecogedora, dos morcillas colosales acabadas en dos uñas con manicura francesa pellizcando una extensión de carne del tamaño de una pequeña colina. Todo el mundo grita y corre, excepto dos hombres y dos mujeres, tan fascinados con el espectáculo que sacan el móvil sin pensar y comienzan a grabar. Ninguno de los cuatro está bastante lejos como para captar el cuadro con perspectiva pero los cuatro vídeos aparecerán en el telediario de la tarde mostrando el gigantesco pie de la munícipe sobre uno de los edificios en los que más empeño había puesto. En ese momento, mientras ella sigue tratando de encajar la situación en un marco lógico de pensamiento —por Dios, si lo único que hice fue tomarme un whisky de más ayer, piensa—, el zumbido de las hélices de los helicópteros comienza a oírse a lo lejos, acercándose, hasta que una voz amplificada y metálica le habla.

—Señora alcaldesa…
—¿Sí?

—Como puede comprobar, nos encontramos en una situación peliaguda. Debido a su tamaño está provocando un caos en la ciudad. Debe retirarse a las afueras para que podamos encargarnos de este asunto.
—¿Asunto? ¿Qué asunto? ¿Dónde pretenden llevarme? —contesta ella con expresión altanera.

—Estamos decidiéndolo. —contesta la voz metálica desde el helicóptero militar.— Hemos tomado las riendas porque los satélites nos han mostrado un caso potencialmente peligroso para la seguridad nacional.
—Yo soy la primera es interesarme por la seguridad nacional, se lo aseguro, pero tienen que decirme el lugar al que van a llevar. Soy la alcaldesa, por Dios, y he ganado más veces por mayoría absoluta de lo que muchos otros pueden decir. Esta ciudad la he hecho yo y no me pueden tratar de esta manera. Y mucho menos aquí. En mi tierra.

—Alcaldesa, sea razonable. Sin advertirlo ya ha derribado el Hemisfèric y parte del Oceanografic. La gente está aterrorizada.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer? ¿Dimitir? ¿Para que puedan hacer conmigo lo que quieran? Tal y como yo lo veo, soy un activo para esta ciudad. Y si mi tamaño se ha multiplicado por cien, mi importancia como activo también se ha multiplicado por esa cantidad.

—No nos corresponde a nosotros tomar esa decisión, señora. —contesta la voz metálica —Debe usted salir del centro de la ciudad para no provocar más destrozos. Hemos despejado dos avenidas para que pueda salir sin causar más daños.
—Yo no me muevo de aquí, le digo. Soy la alcaldesa y esta es mi ciudad. ¡Mi tierra! ¿Entiende? Aquí es donde quiero quedarme. Yo no aspiro a un ministerio si eso supone tener que vivir en la capital. He consagrado mi vida a esta ciudad, a hacerla grande. Traje la copa América, y las carreras de coches, rehíce esta ciudad de pescadores, por el amor de Dios.

—Señora, tenemos órdenes. Si no viene con nosotros por las buenas, tendremos que hacerlo por las malas. Le advierto que los helicópteros están artillados con misiles y que tenemos orden de disparar a la primera señal de peligro para la población civil.
—¿Disparar? Pero, ¿cómo se atreve? ¿Se atreve a amenazarme? ¿A mí? ¿A la alcaldesa? —contesta la señora mientras de un manotazo derriba el helicóptero más cercano. —Mire, se me ocurre que se me podría construir una residencia de mi tamaño en las afueras y que podría seguir llevando las cuestiones de la alcaldía desde allí. Seguro que sería un motivo más para visitar esta maravillosa ciudad... —continúa la señora mientras los primeros misiles comienzan su vuelo.

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