martes, enero 22, 2013

Metálico

Hijo de puta hay que decirlo más
Joaquín Reyes

Lo encontraron rígido, con una mano engarfiada alrededor de un pequeño taco de billetes de quinientos euros y una sonrisa lobuna en el rostro, como si en los últimos instantes de consciencia hubiera saboreado placeres innombrables. Un caso extraño, dijo la policía, pero no investigaron mucho. A quién cojones le importaba la suerte de un camello como aquel. Ojalá todos los hijos de puta como este reventaran, pensó el agente de la banderita en la culata de la pistola. Días más tarde encontraron a otro, mucho más gordo, con los mismos síntomas: la mano, la sonrisa y, en este caso, un hilillo de baba reseca en la comisura. Un chulo de putas conocido en el barrio que controlaba a un par de pobre chicas rumanas. Que le den, volvió a pensar el agente, un hijoputa gordo menos.

El gesto de los agentes, sin embargo, cambió al encontrar al siguiente muerto. Llevaba un traje cortado a medida y una corbata de seda, un maletín de lujo y unos zapatos hechos a mano. Una pequeña insignia de plata con las siglas de uno de los partidos políticos más importantes del país destelló durante un momento bajo la luz fluorescente del aparcamiento, poniendo sobre aviso a los agentes, que se miraron con comprensión. Antes de seguir con la investigación tendrían que llamar al comisario para que se acercara a echar un vistazo. Los síntomas eran los mismos que en los casos anteriores, aunque el taco de billetes de quinientos euros era algo más abultado en este caso. Ambos policías no tuvieron que decirse nada en voz alta. Esta vez ni un billete. A saber si el hombre trajeado no llevaba micros o cualquier otra cosa.

El comisario llegó poco más tarde y tardó apenas un segundo en identificar al hombre trajeado. En otro tiempo, cuando había trabajado de escolta y se había encargado de la seguridad de los miembros del partido, había intercambiado con él algunas palabras. Todo el mundo lo trataba con respeto e incluso con algo de miedo. Se decía de él que era la persona que cortaba el bacalao, que no se firmaba una sola factura sin que él lo supiera, que evitaba salir en los papeles porque, como él decía, a la gente verdaderamente importante no la conocía ni Dios y los que salían todo el rato en las portadas luego tenían que pedir permiso a los que no lo hacían. Era campechano y ahora estaba muerto y su mano se contraía alrededor de los billetes como en los dos casos anteriores. Su última sonrisa parecía sugerir la existencia de un mundo pútrido y reluciente, imposible de concebir para la gente corriente.

El equipo forense hizo fotos, tomó huellas, espolvoreó el cuerpo y la ropa y metió el taco de billetes de quinientos en una bolsa transparente, después de fotografiar cuidadosamente los números de serie de todos ellos. Más tarde, vino el juez y el equipo de la funeraria y se llevaron al hombre del partido al anatómico forense. La noticia no tardó en llegar de forma nebulosa a los medios de comunicación y cuando los principales periódicos llamaron interesándose por el caso, el comisario ya tenía preparada una respuesta lo suficientemente vaga como para conseguir algo de tiempo para preparar un comunicado oficial. El senador y hombre del partido había sido encontrado muerto en un aparcamiento en lo que, en una primera impresión, parecía un ataque coronario. Habría que esperar a los resultados de la autopsia para confirmar las causas de la muerte.

Un mes más tarde, el reguero de cadáveres se había extendido a otras ciudades. Camellos, narcotraficantes, gente sin oficio conocido, paquistaníes con locutorios muy frecuentados, chinos con naves industriales llenas de objetos importados, promotores inmobiliarios, concejales y ediles de toda laya y condición, policías de incógnito, políticos que nunca habían hecho otra cosa que moverse entre líneas en los aparatos de los partidos, senadores, señoras con el pelo cardado y el rostro lleno de botox, actores porno, futbolistas y presentadoras de televisión, todos ellos con la mano rígida y aquella sonrisa inquietante en el rostro, todos ellos con el taquito de billetes de quinientos euros entre los dedos deformados.

El primer cadáver no español lo encontraron en Gibraltar, un hombre nacido en Malta de madre gibraltareña y el segundo en el sur de Francia. Cuando empezaron a morir alemanes e ingleses en sus propios países, Europol se hizo con el control del caso y los servicios de inteligencia de los miembros de la OTAN comenzaron a intercambiar correos de forma frenética. Lo único que sabían era que los billetes estaban impregnados de una sustancia venenosa, que solo parecía reaccionar cuando alcanzaba cierta cantidad. Comprobaron además que, en todos los casos, se habían preparado los billetes para que aquello comenzara a actuar cuando se reunieran al menos diez de ellos. Siempre más de cinco mil euros en metálico, en billetes nuevos.

Los chinos tuvieron que retractarse de unas declaraciones en las que achacaban la enfermedad a la codicia occidental —la peste española, tal y como un joven y dinámico periodista en prácticas de la BBC la había bautizado— cuando encontraron muerto al primer hombre de negocios de Shanghái con un taco de cincuenta mil yuanes en la mano. Después vinieron miembros del Partido Comunista bien relacionados, dueños de cadenas de hoteles, encargados de fábricas, incluso un premio Nobel, sensible al leve aleteo de la belleza como las golondrinas a los primeros síntomas del verano. Se produjeron disturbios en Hong Kong cuando una multitud enfadada reclamaba la vuelta a la libra esterlina para los negocios.

Los billetes grandes y nuevos comenzaron a acumular polvo, metidos en las cajas de los bancos, en cajas de seguridad, en maletines de cuero de gacela joven, en bolsas de basura, en cajas de zapatos, en pequeñas oquedades que no se advertían a primera vista, en zulos en medio del monte, bien envueltos en bolsas de plástico para evitar que la humedad acabara con ellos, en cajas fuertes con millones de combinaciones diferentes, en cinturones diseñados para llevar bajo la ropa y poder evitar a las aduanas. Los optimistas afirmaban ilusionados que aquello era una señal, que, si éramos capaces de hacerlo bien, podía ser el final del dinero negro, que ahora sería mucho más difícil esconder operaciones moralmente reprobables.

Los americanos y los ingleses fueron los últimos en verse afectados. Después de aquel reportaje de la CNN, la ONU solo tardó un día en decretar el secreto bancario internacional. 

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