viernes, marzo 05, 2010

Barrio I

Siempre estábamos sentados en la puerta del Banco Popular, fumando cigarrillos, mirando a la gente pasar, hablando con el Negro, que limpiaba coches antes de dejarse la vida encima de un colchón viejo, tirado de cualquier manera en la parte de atrás de un cine abandonado, o en un solar en construcción, o en unos soportales que ya eran viejos cuando los construyeron, en cualquiera de aquellas intermitencias del urbanismo que tan comunes eran en los años ochenta. Era simpático y no le iba mal limpiando parabrisas y una vez nos enseñó un billete de mil pesetas mientras se santiguaba y decía mil pesetas, hostia, mil pesetas y otras nos mostraba las pastillas o los porros o los cigarrillos con los que le pagaban y a los que nunca decía que no porque el pago en especie también es pago, qué coño, como decía él. A veces nos contaba historias truculentas de cárcel y de huidas en coches robados y de chirlos en la cara y tajos tirados con toda la mala intención y nosotros le decíamos venga ya, poniendo cara de impresionados pero sabiendo en el fondo que casi todo lo que contaba era mentira, que incluso él necesitaba sentirse admirado y respetado de vez en cuando, infundir un poco de miedo, ofrecer un ejemplo ante alguien. Tenía dos hijas, según decía, y llevaba sus nombres tatuados en el brazo, algo que llamaba la atención en un tiempo en el que los tatuajes no estaban de moda y eran cosa de legionarios y gente de mal vivir.
Y un día, mientras charlábamos de cualquier cosa sentados donde siempre, dejó de venir y al día siguiente tampoco vino, ni al siguiente. Y pensamos lo peor, claro. Y llegamos a la conclusión de que habría muerto de sobredosis o que se lo habrían llevado por delante o que se habría dejado los dientes en un accidente de tráfico. La muerte siempre encuentra maneras innovadoras de llevarse a los que viven así, en el mero presente, en el hoy y el ahora del medio gramo y mañana ya veremos y si tuviera un millón me iba a dar un homenaje que se iban a enterar todos y entonces sí, entonces sí que podría pensar en mi vida sin preocupaciones, con un kilo (¿qué digo un kilo?, diez kilos por lo menos) de jaco bajo la cama. Algún tiempo más tarde nos llegó el rumor de que efectivamente había palmado, pero no nos sorprendió porque ya lo habíamos dado por muerto mucho antes, ya lo habíamos enterrado sin demasiada pena, con esa ligera conmiseración con la que la vida nos había enseñado a tratar a los yonquis, tristes pero no demasiado, como si en el fondo pensáramos que se lo había buscado, que se veía venir, que no podía acabar bien. Que tal y como estaba el hombre, quizá inyectarse una sobredosis fuera una buena manera de irse del mundo, transido de placer.
Desde mi ahora, sin embargo, creo que aquella muerte (que no fue la única pero fue la primera) nos enseñó algo valioso. Nos enseñó que había que mantenerse alejados de una droga así, tan poderosa como para convertir a cualquiera en un despojo, tan irresistible como para acabar durmiendo en un solar lleno de ratas con la jeringa clavada en el brazo. Por una vez todos escarmentamos en cabeza ajena.
Así que, bueno Negro, seguro que hacía tiempo que nadie te recordaba, pero quería darte las gracias después de tanto tiempo. Ya ves.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué bueno, joder.

La independiente dijo...

Gracias, anónimo, seas quien seas.

X.

Portarosa dijo...

X., qué bueno, qué final más maravilloso, de verdad.

Un abrazo.

Portarosa dijo...

(No quiero ser pesado, pero ¿tú no ves que esto es otra cosa?, ¿que esto emociona, además de estar tan bien escrito como todo?)