Me levanto muy temprano para aprovechar y visitar los monumentos que me quedan (el turismo, esa agotadora ginkana). Tomo un té a la menta en una pequeña plaza rodeada de palmeras y arcadas, donde unos talleres de reparación de objetos metálicos y tiendas de lámparas atienden a un público mayoritariamente marroquí. Cuatro personas, dos hombres con gorras viejas y dos mujeres con el cabello cubierto y chilabas de colores esperan sentadas en los bancos, descansando.
Cuando abren las puertas del Palacio El Madi, entro y compruebo algo decepcionado, que está en ruinas, que fue destruido en el siglo XVII. Rechazo a un guía, que me advierte que cuando lleguen los turistas no puedo seguirlos. Me parece bien pero, precisamente, vengo temprano para evitar las hordas de turistas así que no creo que vaya a esperar sentado a la sombra hasta que lleguen. Entro en la habitación donde se encuentra el minbar original —la escalera desde la que se pronuncia el sermón de los viernes, tan parecida al estrado de algunas iglesias católicas— de la mezquita de la Kutubía. Descubro que fue restaurado en los años 60. Me parece increíble que una pieza de madera pueda sobrevivir desde el siglo XII y que se haya fabricado en Córdoba. Subo más tarde a la terraza, desde la que puede verse casi toda la medina, ocre y verde, con muchas plantas ornamentales y sillas y hamacas en las terrazas. Es lógico que las terrazas sean planas (más bien las azoteas, palabra andaluza que describe precisamente esos espacios y no otros) porque por aquí no llueve mucho ni tampoco nieva. La medina es una extensión inmensa de rectángulos rojos, de estructuras cúbicas, más bien. Al fondo pueden verse dos montañas grandes que, no obstante, no son el Atlas. Comienza a hacer calor. Bajo de la terraza, salgo del palacio en ruinas y me dirijo al Palacio Real. Camino por la medina antes de que esté realmente viva y llena de gente hasta que llego a los jardines. El agua es tan escasa aquí que el césped se reserva para el rey. El resto de jardines tiene el suelo de tierra. Fumo un cigarrillo resguardado a la sombra de una palmera, tal y como hacen los marroquíes cuando aprieta el calor. Estoy casi seguro de que lo que estoy haciendo no está permitido pero no me importa. Bastaría con impostar un poco el acento inglés y decir que no lo sabía, que no sé leer árabe ni francés. Ventajas de la raza caucásica (sea lo que quiera que sea eso).
Me gustan los jardines del rey, la verdad. Los grandes espacios son raros en la medina pero los jardines que rodean el Palacio Real son inmensos. Todo para el rey, como en España. Camino tranquilo atravesando arcos de la muralla, una de las cosas que más me gustan de Marrakech. La muralla roja que todo lo rodea, con sus puertas y sus almenas en el desierto. El sol, la arena, el viento, las palmeras, los senderos de los hombres y de los animales, las serpientes, los camellos, los escarabajos y las escolopendras, todo aparece en la novela de Le Clézio que acabo de terminar. Me gustan las ciudades amuralladas. Salgo del recinto del Palacio Real y me monto en un minitaxi que me acerca a una de las puertas del norte: Bab Ed Debbagh dice mi plano turístico que se llama (y miente) [Todos los planos para occidentales mienten por necesidad, porque el árabe no escribe las vocales y tiene infinidad de consonantes aspiradas y cada idioma europeo las transcribe utilizando letras diferentes. No se parecen en nada los nombres árabes transcritos por los ingleses a los franceses, a los alemanes, a los españoles, como no se parecen las onomatopeyas que pretenden imitar los sonidos de los animales. La cultura árabe muestra a los occidentales mil caras y la inaprensibilidad de sus palabras solo es una de ellas. El mundo árabe se moderniza lentamente retorciendo la modernidad para que se adapte a él. Miles y miles de ciclomotores y bicicletas circulan por la medina a toda velocidad y probablemente sea eso y los pantalones vaqueros lo único que diferencia la estampa de la medina actual de la que debía de ofrecer hace cien años.]
2 comentarios:
Infinitamente mejor que las fotos (estos textos), dónde va a parar!
(A mí no me gusta viajar con cámara, me da la sensación de que lo acabas viendo todo a través del objetivo y te pierdes la esencia de las cosas. Por otro lado, me encanta tener fotos que me ayuden a recordar. Por eso siempre prefiero que las fotos las hagan otros. Puro egoísmo lo mío.)
Espero que lo estés disfrutando tanto como lo parece.
Un beso.
Gracias María,
Curiosamente, el hecho de escribir estampas de viaje me hace recordar los momentos de forma incluso más vívida que las fotos.
Aunque ya estoy en Madrid, el viaje sí que lo disfruté mucho.
Un beso,
X.
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