Al día siguiente la Menara —construida en el siglo XII por un emir antes de visitar Andalucía para evitar que la nobleza andaluza pudiera mofarse de él por no saber nadar— aparece ante mí con su inmenso olivar, de olivos centenarios, ornamentales, que han crecido sin el control que los agricultores andaluces imprimen a sus tierras. El Atlas al fondo y palmeras enhiestas aquí y allá. Ocre y verde oliva con el azul celeste, casi blanco, del cielo, aire envuelto de arena. El olivar es inmenso y los artesonados, tan cuidados y coloridos como el resto de palacios. Marrakech me va poseyendo poco a poco, o mejor dicho, va reapareciendo poco a poco en mi interior, como si siempre hubiera estado ahí y yo no lo hubiera descubierto hasta este momento. El calor y el sudor me recuerdan a otro tiempo, otro tiempo mío en el que no había aire acondicionado ni tampoco hoteles con desayuno continental. Como Ortega decía, aprender (descubrir) es recordar.
Por la tarde vuelvo al riad a hacer la siesta, dulce y lánguida, y tras volver a salir, ceno en la plaza, en un puesto callejero al lado de un grupo de italianos simpáticos y gritones como españoles. Pinchos y fritura de pescado. El camarero toma directamente de mi plato un calamar y ni siquiera me parece mal. Lo habrá encontrado apetitoso.
Miro a los músicos, las precarias atracciones frecuentadas por marroquíes —tenderetes en los que atrapar botellas con cañas de pescar, puestos en los que derribar un par de bolos con un balón de fútbol, sillas en los que las señoras cubiertas hacen tatuajes de henna—, a los encantadores de serpientes, a las tribus del desierto con sus cantos y bailes. Espanto niños mugrientos.
Al día siguiente voy a Essaouira y salgo de la ciudad en un minibús con aire acondicionado. Leo a Thomas Bernhard. El paisaje cambia lentamente y pasa de ser un desierto moteado de olivos y chumberas a un secarral de colinas suaves con encinas. Pienso que si lo contempláramos desde un avión, la gradación sería parecida a cuando observamos con una lupa el cambio de ocre a verde en una impresión en cuatricomía. Acompaño a un matrimonio español, tres o cuatro amigos italianos y un chico solo que, como yo, no abre la boca en todo el trayecto. En cierto momento, todo el mundo comienza a sacar fotos a unas cabras que pastan subidas a un árbol y, momentos después, se decepcionan porque los cabreros que las han dispuesto así, se acercan a la furgoneta a pedir dinero. Se sorprenden todos a la vez por lo mismo, sacan las mismas fotos, las mismas que miles de turistas que han cubierto ese camino con anterioridad y se sienten traicionados por la falta de autenticidad del momento, más preocupados por la foto que por otra cosa, pensando ya en el relato del viaje. Esa necesidad de ir construyendo la historia del viaje a la vez que se va viviendo, como si lo más importante fuera provocar la envidia de los demás. Confieso que he viajado.
Ahora hay viento en la playa. Hace fresco en este pueblo blanco tras una murallas, con una fortaleza de almenas idénticas a las de Cádiz. Essaouira es un zoco, como Marrakech. El mar suena, rítmico.
2 comentarios:
qué fotografías tan perfectas. Es como cuando vas a un concierto y toda la gente saca el super movil o cámara y te preguntas si están disfrutando o..bueno q m ncantan tus postales. Perdón por ls faltas,scribo desde l movil en mi rato d dscanso n la biblio. Baci
Gracias divina
Un beso,
X.
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