En la novela de Le Clézio he leído, justo antes de la sinfonía de los muecines, un pasaje en el que Al-Mainin dirige un rezo multitudinario en Samra y esa imagen permanece dentro de mí, rodeando lo que ahora oigo: el ruido de fondo y las llamadas a la oración superponiéndose unas a otras, ondas sobre ondas en las puertas del desierto.
«Es un tiempo ya antiguo, y es como si no hubiera nada escrito, nada seguro», escribe Le Clézio en su novela. Y la frase me parece ajustada, me parece que da en el clavo. Antes de los relojes y los calendarios, cuando el hombre se dejaba llevar por el ritmo de la tierra, por el ritmo del mar, antes del siglo XIII y del invento de los relojes mecánicos, el tiempo no existía. No lo hacía de la manera en la que lo entendemos hoy en día. Por eso resulta tan difícil intentar recrear lo que debía de ser vivir en aquella época, en una época sin tiempo. Un tiempo antiguo, sí. Y sin embargo, en esta ciudad parece posible imaginarlo. Los hombres de las chilabas blancas, la conversación y el té, las mujeres cubiertas, los olores, la configuración de la medina, los muros de la ciudad, la atmósfera de gran zoco, propia de una ciudad desde la que partían las expediciones hacia Tombuctú —hombres cubiertos de blanco con los labios resecos y el cuerpo fibroso, con la mirada arrasada por el sol del desierto, entrando agotados en la ciudad—, la ciudad construida sobre un oasis, la ciudad de las palmeras y los olivos, la ciudad que dio nombre al reino de Marruecos, Marrakech no parece ser real del todo, parece un lugar de frontera, pero de frontera de tiempos que se entrecruzan, de vaqueros y iPhones debajo de las ropas tradicionales fabricadas en China, de ciclomotores de fabricación japonesa y tiendas de artículos de cuero sin curtir del todo, de teleboutiques para recargar el teléfono móvil al lado de un grupo de hombres que descansan dentro de sus carretillas, la única manera de trasladar la mercancía en un sitio de calles tan estrechas. Y mientras tanto, sigo escuchando los rezos, rebotando contra los muros rojos como la sangre, rojos como el desierto.
3 comentarios:
Pues para no haber llevado cámara está haciendo un retrato maravilloso de la ciudad.
Nada mejor que vivirlo así, como usted nos lo transmite, con palabras, que al fin y al cabo es lo que queda. Así imagino ese Marrakech a mi manera, mientras usted lo vive a la suya.
Muy buenas estas estampas Señor X.Gracias por compartirlas.
Gracias a las dos,
Un beso
X.
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