El bar estaba igual. Eso pensó cuando vio su entrada, igual que la recordaba. Más de veinte años y ni una sola reforma. Seguramente, los dueños habían conseguido ganar con el bar el dinero justo para mantenerlo en funcionamiento y nunca pensaron en reformarlo. Una clientela más o menos habitual de personas de mediana edad y chavales es busca de meter mano a su novia. Dos plantas y todo más ajado, todo más sucio, todo definitivamente anticuado. El lugar donde le habían besado de verdad por primera vez aún existía. Pareciera que el trabajo de mantener todos esos años el bar abierto lo habían hecho sólo para que él pudiera visitarlo. Después de que yo me vaya, imaginó, pondrán un triste cartel de venta en la puerta, aunque hayan tenido la delicadeza de permitirme contemplar el lugar por última vez.
Lo recordaba perfectamente. A él. Le habían dado un beso de verdad a él, no a cualquier otro de los de la pandilla del instituto. No a los demás, de los que admiraba la desenvoltura con todo aquello que les hiciera parecer más adultos. No. A él, que hubiera dado lo que fuera por cambiarse por alguno de sus amigos. Tan modernos, tan capaces con las chicas y todo lo demás. A él. Y se lo habían dado de verdad, no en una de esas ruedas de juegos de adolescentes en las que los menos agraciados conseguían su primer beso. De verdad. Ahí enfrente mientras tomaban una cerveza y sonaba la música. La chica, Esther se llamaba, le había besado y días más tarde le había recriminado que no le dijera que era su primer beso, le había dicho que le hubiera hecho mucha ilusión saberlo.
Cómo contar eso a tu primera chica de verdad, que además era mayor que tú: que era la primera, que eras un completo inexperto, que no tenías ni idea de chicas ni de besos ni de sexo. Que esa noche te costó trabajo dormir. La importancia de todo aquello para tí.
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