Durante un largo viaje en autobús, mientras miro por la ventana, recuerdo un pasaje de una novela, en el que un hombre anciano y ciego siempre pide más detalles cuando su joven asistente (el protagonista) le describe el mundo. Y pienso en la descripción, en la inabarcable amplitud de la descripción.
Pienso en ello al hilo de un atardecer en La Mancha. Y lo pienso mientras contemplo las nubes, el color del cielo, los reflejos del sol que todavía no acaba de ponerse.
Pienso que la minuciosidad puede acabar enredándonos, haciéndonos perder en un mar de palabras. Porque una simple nube no es ni mucho menos simple. Podemos decir: “En la esquina del cielo una nube blanca parecía mirar interrogativamente hacia el horizonte”, aunque todos sepamos que una nube no se agota en el hecho de ser blanca. Y también podemos decir. “En la esquina del cielo, una nube, con un extraño color blanquiazul, se asemejaba a esas paredes de lascas de pizarra que quedan al descubierto al hacer una carretera. A su lado, su hermana mayor era de dos colores: el hinchado vientre de color amarillo anaranjado y la espalda gris, como un recordatorio de que lo luminoso siempre tiene un reverso más oscuro, de que en cualquier momento, lo gris acecha” aunque también sepamos que los colores de las nubes no son más que distintas longitudes de onda de la luz que reflejan.
Lo sabemos y aún así nos atrevemos a describir lo que pasa ante nuestros ojos. Bendita naturaleza humana. Como si sirviera de algo. Como si fuera posible.
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