Es raro el tiempo. No el espacio-tiempo (para un físico, una
dimensión comprensible, han estudiado las ecuaciones), sino, siendo precisos en
la expresión (la mot juste), su
percepción.
Épocas hay en la vida en la que se estira y se adensa, en
las que el cerebro tiene que procesar las sensaciones nuevas una tras otra y se
atora y parece no dar de sí, atascarse ligeramente, y entonces tenemos
la sensación de que dura mucho más de lo que dura, al igual que cuando vamos
caminando a un sitio que no conocemos nos parece el paseo mucho más largo a la
ida que a la vuelta. Épocas que, mucho más tarde, cuando apenas recordemos los
hechos y nos conformemos con ser capaces de convocar cierta sensación sobre ellas, se recubrirán de
un aura mítica que no tendrá importancia más que en la historia de nuestra vida
que nos contamos. En nuestra identidad, quiero decir.
También las hay en las que parece fluir demasiado rápido,
como si hubiera disminuido su viscosidad y la miel se hubiera transformado en
aceite y luego en agua y circulara por las tuberías de la realidad a una velocidad
inesperada, normalmente cuando los afanes cotidianos se enmarcan en una rutina,
en una repetición de las cosas buena
y adecuada para nuestra salud mental
o algo así. Y damos brazadas en la piscina (una tras otra tras otra y así
durante una hora completa) pensando en lo que tarda el tiempo en pasar para
acabar descubriendo al día siguiente que ya lo hizo y nuestros hijos han crecido
treinta centímetros. Y nosotros sin enterarnos.
Y días en los que, como un buceador que, de repente, es consciente
del peso de la columna de agua que tiene sobre sí y comienza a respirar de
forma irregular y a acumular dióxido de carbono en la máscara, te golpea así sin más.
Una buena hostia con la mano abierta, de esas más humillantes que dolorosas. Ubi sunt, ya saben.
Algo bueno tiene el tiempo, eso sí. Todo acaba por pasar.
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