viernes, febrero 08, 2019

Warhol


Leo mucho en los últimos tiempos. Bueno, no mucho, leo lo suficiente, tal vez (no sé muy bien lo que es suficiente: a veces pienso que leer todo el día me gustaría y, a veces, toda esa vida vicaria se me antoja una pesadilla). El caso es que desde que he dejado de mirar a diario las redes sociales y he dejado de intentar encontrar algo en la televisión, en toda esa apabullante oferta narcotizante, leo más que antes.
He leído al menos un par de novelas que me han gustado (con sus reparos y sus adversativas, como casi siempre). Y he descubierto a un autor de esos neoyorquinos con una metralleta de referencias culturales y, heme aquí (me encanta esta expresión), escuchando la música que sale en su libro (interesante Sandy Bull, un guitarrista de los sesenta que toca folk y blues narcotizado, las notas del banjo y del sitar emergiendo borrosas entre el humo espeso de la maría), buscando las referencias de las películas y de los discos que aparecen en la novela.

Y me he visto hace quince años cuando utilizaba mis tarjetas de visita para apuntar referencias de películas y de libros, cuando hacía listas de obras por leer, cuando el adulto que ya era intentaba mejorar a diario (en un sentido casi jesuita) y la cultura era importante. Toda una vida intentando que mi omnívoro apetito quedara sometido (harnessed, más exacto en inglés) a cierto criterio (el que los burgueses cultos no tienen que esforzarse en encontrar pues sus padres les leen poemas de Catulo cuando son pequeños y les seleccionan las mejores traducciones del griego clásico cuando están preparados para entenderlas), para acabar pensando que no es para tanto.
Y todo esto, toda esta introducción, todas estas palabras, para hablar del verdadero tema que se me cruza últimamente: el dinero. Nuestra cultura latina considera una ordinariez hablar del tema, es la verdad, pero últimamente se me aparece constantemente (a lo mejor por la importancia que tiene en la ambientación de varias de las obras que he visto o leído últimamente: dinero y también clasismo, qué sé yo) y pienso en él. No ya desde un punto de vista ajeno, digamos analítico, como en otras ocasiones (¿qué coño es el dinero?, es raro el concepto) sino deseándolo. No el dinero en sí, claro, qué estupidez, sino lo que puede comprar y, tal vez, el reconocimiento que, a los ojos de los demás, procura. Lo que la mayoría de la gente confunde con el éxito.

Tal vez tenga que ver con una incipiente crisis de la mediana edad (ya era hora, por otra parte, tengo casi cincuenta y tengo derecho a deprimirme como cualquiera; Warhol habló de los quince minutos de fama y yo reclamo mi derecho a mis quince minutos de depresión), con la repentina conciencia del peso del tiempo sobre los hombros, de que ya queda poco tiempo para hacerme rico y, si les digo la verdad, tampoco atisbo grandes oportunidades de hacerlo. Ni siquiera esclavizar a mis hijos desde los cinco años, con una raqueta de tenis u obligándoles a hacer castings de anuncios. No les veo yo aptitudes y, la verdad, es una pena. Pero claro, para hacer dinero hay que tener una cualidad (no he negado nunca que lo es, no nos engañemos) de la que carezco: hay que querer, sobre todo, hay que querer.
Así que nada, aquí sigo con mis referencias culturales, mis libros, mis palabras (esas perras negras que me parece que decía Cortázar), mi música y mi pavoneo tratando de esconder la verdad: treinta mil euros me vendrían de lujo.
Como a todo el mundo.

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