En ocasiones se encadenan los acontecimientos de tal forma
que resulta inevitable pensar (escribir) sobre un tema determinado. La semana
pasada tomé unas cervezas con un grupo de amigos, todos ellos dedicados al arte
de una u otra manera. Todos provenían del mundo del grafiti y habían seguido
trayectorias divergentes. Había personas cuya ocupación consiste en pintar en
la calle en festivales y encuentros a los que son invitados y que pasan media
vida viajando. Uno de ellos se había integrado sin problemas en los circuitos
de arte contemporáneo más clásicos e
incluso había montado una galería que estaba yendo muy bien (sobre todo, tras
organizar una muestra con una galería ya perteneciente a ese mundillo, en el que,
por lo que me pareció entender, resulta difícil entrar), había personas que habían
conseguido empezar a colaborar con las instituciones y recibían encargos de la
administración pública. Como digo, trayectorias de origen común pero evolución
diversa.
Me resulta muy refrescante asistir a una conversación sobre
un tema del que no sé demasiado. Me gusta el arte, voy a exposiciones, leo sobre
el tema. He tenido amigos artistas desde hace mucho tiempo, los he visto
trabajar, es decir, no soy exactamente alguien ajeno por completo a ese mundo. La
conversación, sin embargo, se centró en detalles muy técnicos (óleo y acrílico,
gran o pequeño formato, etc.) o muy relacionados con ese mercado y, como digo,
no me enteré de gran cosa ni molesté a nadie pidiendo explicaciones. Uno de los
temas que tocaron fue la diferencia entre grafiti
y street art y yo comenté que lo que
me parecía más fascinante del tema era que, a diferencia del resto de artes, se
trata de un trabajo concebido desde el inicio para desaparecer, un poco como el
poeta que aparecía en la novela de Eduardo Lago, Llámame Brooklin, que escribía poemas en los papeles de fumar que
luego utilizaba, solo por el placer de destruirlos. Muchos de ellos se
sorprendían de haber conseguido que uno de sus muros siguiera sin alteraciones
tres meses después (¡tres meses!). Cosas así.
Salió Damien Hirst, sus tiburones
en formol, sus calaveras de brillantes, sus cosas. Y la voladura del mercado
que llevó a cabo desde dentro, obligando a las mismas galerías que habían
participado en su despegue y en su desmedida valoración a comprarle obra
directamente a él para evitar que bajaran de precio las que ya poseían, un
arabesco con un dedo corazón bien extendido. No me gusta demasiado Hirst (tiene
piezas bonitas), pero sí que soy capaz de admirar esa actitud. Salió Banksy y
su terrorífico parque de atracciones; sus piezas que, dos horas después de
aparecer en cualquier calle del mundo, quedan protegidas por un metacrilato
bien gordo porque hasta el tendero pakistaní de la esquina sabe que valen
centenares de miles de euros. Ese tipo de temas.
Y, voilà, al día siguiente aparece la noticia de que en la
subasta de un cuadro de Banksy, la obra (una lámina en óleo con una
reproducción de una de sus más famosas figuras) comenzó a autodestruirse: el
marco tenía un sistema parecido al de las trituradoras de papel y la lámina
empezó a salir a jirones por debajo del marco. Eso ya me parece suficientemente divertido. Pero lo mejor, lo que más me ha hecho reflexionar, es que,
a diferencia de lo que podríamos creer (a diferencia de lo que la lógica nos dice que debería suceder),
ahora la obra probablemente valga el doble.
El mundo se ha vuelto loco y Banksy y Duchamp se guiñan un
ojo mientras los dadaístas se ríen en sus tumbas.
1 comentario:
Te Has Parado, A Pensar De Que-Como Vistes, Actuas??
FELIZ Fin, Javi!!
Ysa,
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