lunes, octubre 08, 2018

Pensar III



En ocasiones se encadenan los acontecimientos de tal forma que resulta inevitable pensar (escribir) sobre un tema determinado. La semana pasada tomé unas cervezas con un grupo de amigos, todos ellos dedicados al arte de una u otra manera. Todos provenían del mundo del grafiti y habían seguido trayectorias divergentes. Había personas cuya ocupación consiste en pintar en la calle en festivales y encuentros a los que son invitados y que pasan media vida viajando. Uno de ellos se había integrado sin problemas en los circuitos de arte contemporáneo más clásicos e incluso había montado una galería que estaba yendo muy bien (sobre todo, tras organizar una muestra con una galería ya perteneciente a ese mundillo, en el que, por lo que me pareció entender, resulta difícil entrar), había personas que habían conseguido empezar a colaborar con las instituciones y recibían encargos de la administración pública. Como digo, trayectorias de origen común pero evolución diversa. 

Me resulta muy refrescante asistir a una conversación sobre un tema del que no sé demasiado. Me gusta el arte, voy a exposiciones, leo sobre el tema. He tenido amigos artistas desde hace mucho tiempo, los he visto trabajar, es decir, no soy exactamente alguien ajeno por completo a ese mundo. La conversación, sin embargo, se centró en detalles muy técnicos (óleo y acrílico, gran o pequeño formato, etc.) o muy relacionados con ese mercado y, como digo, no me enteré de gran cosa ni molesté a nadie pidiendo explicaciones. Uno de los temas que tocaron fue la diferencia entre grafiti y street art y yo comenté que lo que me parecía más fascinante del tema era que, a diferencia del resto de artes, se trata de un trabajo concebido desde el inicio para desaparecer, un poco como el poeta que aparecía en la novela de Eduardo Lago, Llámame Brooklin, que escribía poemas en los papeles de fumar que luego utilizaba, solo por el placer de destruirlos. Muchos de ellos se sorprendían de haber conseguido que uno de sus muros siguiera sin alteraciones tres meses después (¡tres meses!). Cosas así. 

Salió Damien Hirst, sus tiburones en formol, sus calaveras de brillantes, sus cosas. Y la voladura del mercado que llevó a cabo desde dentro, obligando a las mismas galerías que habían participado en su despegue y en su desmedida valoración a comprarle obra directamente a él para evitar que bajaran de precio las que ya poseían, un arabesco con un dedo corazón bien extendido. No me gusta demasiado Hirst (tiene piezas bonitas), pero sí que soy capaz de admirar esa actitud. Salió Banksy y su terrorífico parque de atracciones; sus piezas que, dos horas después de aparecer en cualquier calle del mundo, quedan protegidas por un metacrilato bien gordo porque hasta el tendero pakistaní de la esquina sabe que valen centenares de miles de euros. Ese tipo de temas.

Y, voilà, al día siguiente aparece la noticia de que en la subasta de un cuadro de Banksy, la obra (una lámina en óleo con una reproducción de una de sus más famosas figuras) comenzó a autodestruirse: el marco tenía un sistema parecido al de las trituradoras de papel y la lámina empezó a salir a jirones por debajo del marco. Eso ya me parece suficientemente divertido. Pero lo mejor, lo que más me ha hecho reflexionar, es que, a diferencia de lo que podríamos creer (a diferencia de lo que la lógica nos dice que debería suceder), ahora la obra probablemente valga el doble.

El mundo se ha vuelto loco y Banksy y Duchamp se guiñan un ojo mientras los dadaístas se ríen en sus tumbas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Te Has Parado, A Pensar De Que-Como Vistes, Actuas??

FELIZ Fin, Javi!!

Ysa,