Escribir es pensar mejor, ya saben. Decía Cortázar en un
anuncio hace algunos años (bien por el publicista leído, mal por lo tópico del
escritor) que cuando te regalaban un reloj, eras tú el regalado. Y llevaba
razón. La propiedad siempre se percibe como una relación unidireccional de los
humanos hacia los objetos, pero, tal y como puede percibirse en La liebre, también se establece en
sentido contrario. Nadie más libre que un nómada, que apenas transporta objetos
con él. Nadie más encadenado a un lugar (el lugar donde se encuentran sus cosas) que un escritor con una
biblioteca de 30.000 volúmenes o una riquísima familia de banqueros vieneses de
la Europa de entreguerras.
A mí la propiedad es uno de esos conceptos que me parecen
evanescentes, si me paro a reflexionar sé que se me escapa algo fundamental. Creo
que esa incomprensión está relacionada con mi falta de vínculo con los objetos,
no me importan sean cuales sean (me pasa también con los libros). Una especie
de bendición. Pueden consumirte, son mentirosos aunque parezcan dotar de cierta
estructura a la existencia. Pero solo son cosas.
¿Qué significa, por ejemplo, tener algo? ¿Poder usarlo?
¿Poder dejarlo en herencia? ¿Poseemos entonces las películas digitales que compramos? ¿Y si lo que se tiene es una hipoteca? ¿Se poseen
las deudas? ¿Qué significa tener una obra de arte? ¿Hasta qué punto podemos decir que un trozo de tierra es nuestro? ¿Y si, más que un trozo de tierra, es más bien un cubo de aire en un edificio, tal y como nos pasa a todos los que tenemos un piso?
El punto de vista del narrador de La liebre, en cambio, es justo el opuesto, como ceramista, como
persona que ha dedicado parte de su vida a formarse buscando la porcelana
blanca perfecta, estudiando las centenarias técnicas japonesas, los netsuke transcienden su condición material.
Se convierten en símbolos para él fundamentales, los imagina una y otra vez en
manos de sus antepasados. Me interesa esa densidad, esa profundidad que les otorga.
Como cuando el cura da minuciosos pasos para subir la
escalera y, al terminar, consagra una hostia ante la mirada de los fieles en un
entierro. El cura, con su sotana y su casulla, con su cáliz y su mirada
apacible encima del estrado, ofrece algún tipo de consuelo a todos los que
lloran en la iglesia. El detalle con el que ejecuta el cura todos los
movimientos, aprendidos tantos años atrás, pretende dotarlos de un significado
profundo, como si la ejecución lenta y correcta de cada gesto tuviera una
importancia esencial. Qué fuerza tiene el ritual. Durante dos mil años, se ha
ido decantando, depurándose de lo accesorio. Algo similar a lo que sucede con
la ceremonia del té japonesa, cada gesto, cada movimiento, cada pieza de
vajilla han ido acumulando (tal y como sucede con las palabras) capas y capas
de significado. Eso sí me interesa.
Aunque sigan siendo solo cosas.
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