He leído un libro (no se le puede denominar novela, aunque
novela sea un término con el que se puede denominar cualquier libro, o sea, que
tal vez sí que se le puede denominar novela) que, por fin, me ha gustado tanto que
me ha dado ganas de escribir sobre él. Un poco absurdo, si lo pensamos, leer un
libro que te gusta mucho te lleva a escribir unas palabras sobre lo mucho que
te ha gustado el libro, como si esto fuera una especie de culto, de religión en
la que el proselitista que todos llevamos dentro (capaz en otros tiempos de
marchar a las Cruzadas por si acaso no bastaba con la palabra para convencer a
los mahometanos) se hiciera por un rato con el control de todo el sistema (I'm afraid. I'm afraid, Dave. Dave, my mind
is going).
Antes de continuar, el título: La liebre con ojos de ámbar, el subtítulo: Una herencia oculta, el autor: Edmund de Waal, la editorial:
Acantilado. Solo con mencionar esta editorial ya debería bastar, que conste.
Pero bueno. El libro es la investigación de un señor holandés, ceramista (como
si esto no fuera suficientemente particular), descendiente de una riquísima
familia de banqueros judíos centroeuropeos que hicieron fortuna desde la segunda
mitad del siglo XIX hasta (sí, lo han adivinado) la Segunda Guerra Mundial.
El libro tiene un comienzo maravilloso en el que el autor nos
habla, como artesano siempre en búsqueda de la porcelana perfecta, de los netsuke, pequeñas piezas de cerámica
propias de la tradición japonesa y de sus cualidades, de su lustre, de su material,
de su tamaño, de su tacto. De su perfección, en suma. Con solo haber
seguido algunas páginas más hablándome de porcelana, de objetos concebidos para
el disfrute sensual, de la incansable búsqueda de nuevos maestros, de la mirada
occidental sobre Japón, ya me habría bastado. Un poco como El elogio de la sombra, escrito por un occidental en lugar de por
Tanizaki y centrado en exclusiva en esas figurillas.
Estas piezas llegan a sus manos y el autor se siente interpelado
por ellas, siente la necesidad de investigar sobre esas figurillas minúsculas,
sobre los lugares en los que ha estado, sobre quiénes las tocaron, las
apreciaron, sobre cómo han acabado formando parte de las cosas que le
pertenecen y, voilà, una cosa le lleva a otra, su familia se va extendiendo de un
país a otro, de una época a otra y de Japón, nos vemos en el París de los
impresionistas a finales del siglo XIX, en la Viena del Imperio Austrohúngaro o
en la Odesa actual. Y ya pueden imaginar los cameos estelares, dados los
lugares y las épocas que aparecen en el libro. Proust (que toma a su
tatarabuelo Charles como parte de su modelo en el duque de Guermantes),
Pissarro, Degas, Sweig, Schnitzler, la Ringstrasse, hordas de camisas pardas, el
Anschluss, la destrucción de Tokio, el
puto siglo XX europeo al completo.
Lo bueno de escribir sobre libros es que no tienes que
pensar el tema, que viene solo, y
luego puedes utilizarlo como excusa para escribir sobre lo que quieras. En mi
caso quiero escribir sobre el concepto de propiedad, la banca, el dinero, el
nazismo, la maravillosa Europa de entreguerras (tan maravillosa que cuando en
los años 30 explotaron los fascismos los contentos ciudadanos hicieron cola
para apalear judíos asimilados que no lo parecían), el Tokio destruido tras la
guerra, la sorprendente creación de la Unión Europea, la tradición del
estudioso judío (27% de premios Nobel frente al 0,5 % de la población mundial). Lo malo de escribir sobre libros es que, dado que el espacio es limitado en este medio y no quiero aburrir a nadie, todas esas maravillosas reflexiones que podría incluir aquí van a quedarse en espera, porque desplegar las plumas para conquistar el favor de las hembras es algo que hacen los pájaros y no los simios evolucionados.
Siempre estamos siendo quienes fuimos una vez, por mucho que
nos intenten convencer de lo contrario. Y recuerden que una vez yo fui librero.
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