Desde que mi alter ego decidió abrir una librería, me tiene abandonado, a pesar de saberme su fuente, su nube negra, su lluvia permanente, su, en definitiva, parte más fecunda. Mi alter ego cree que ahora le toca a él haberse hecho por fin con las riendas de su vida y tal y tal. Cosas así como de librito de autoayuda, cosas así, digamos, felices (ya saben, el sol iluminando las extensiones de cereal que se ven mecidas por el suave viento mientras... lo que sea, da igual, ya saben que no se escribe literatura con los buenos sentimientos).
Me resisto a dejarme invadir y, como cualquier dictador con demasiado botox en la cara, contraataco y bombardeo las ciudades rebeldes del este y el oeste. Reivindico mi mera existencia como heterónimo haciéndome con el control de vez en cuando y dando algo de color a las reflexiones del idiota.
El otro día, por ejemplo, al ver a tres chicas inglesas pasando por el escaparate de la librería, imaginé al idiota en algún lugar extranjero, en Londres, y no pude por menos que advertir que, a pesar de leer y escribir razonablemente en inglés, ese idioma nunca será el suyo y siempre se sentirá como un impostor al utilizarlo y que las librerías inglesas (tan venerables, tan de madera, tan de polvo centenario flotando en el ambiente, tan de novela de Javier Marías ellas) solo le servirían para sacar fotos y comprar un libro de un autor clásico tras consultar las contraportadas de algún que otro volumen y dejarlo con la sensación incómoda de estar perdiéndose la música del idioma, una sensación que siempre tiene cuando lee en inglés. Entonces el idiota imaginó las librerías como embajadas o algo así. Ya saben, la patria es el idioma que decía Carlos Fuentes, ese dandy mexicano, el territorio de La Mancha y eso. Obviedades. Desde aquí te lo digo, idiota, obviedades. Piensa más y mejor. Las librerías son lugares en los que se venden libros. Los libros son objetos que contienen algo llamado texto. El texto resulta tan curioso que tiene vida independiente del soporte que lo aloja, aunque sea algo inmanente a él. Esas sí son ideas interesantes. Imaginar una librería como una embajada no lo es. Eso es una idiotez porque, como sabe todo el mundo que haya asistido a clases de teoría literaria, el primero que dijo que el cielo estaba tachonado de estrellas fue un genio y el segundo un imbécil.
El idiota también miró el cielo de Madrid (ese cielo sobre el que se han escrito decenas de obviedades, cuando su azul metálico se debe precisamente a la contaminación que nos vuelve alérgicos y acorta nuestra vida, a ver si os enteráis). Andrajos de nubes grises sobre las chimeneas inútiles de las fincas del siglo XIX de un barrio del centro, una luz azul oscura, un atardecer y pensó escribir algo con eso. Últimamente siempre recorre las mismas calles en moto, calles que ya existían hace doscientos, trescientos años y en las que si se realizara una cata arqueológica se conseguiría un muestrario de piedra, adoquín, asfalto, tuberías de plomo, asfalto, cable telefónico, más asfalto, cable eléctrico, más asfalto, conducciones de pvc y fibra óptica. Y él puede que entre en éxtasis contemplando el azul del cielo pero yo siempre pienso lo mismo cuando paso por alguno de los múltiples socavones que motean las calles arregladas con adoquines: "¿Quién cojones será el ingeniero que ha diseñado unas calles que no son capaces de aguantar el tráfico que pasa sobre ellas? ¿Quién será el responsable de una chapuza así? ¿No habría que haberlo hecho bien desde el principio y no tener que andar rellenando con arena y asfalto los agujeros?".
Lo sé, lo sé, el idiota es mejor persona que yo. Menos negativo, no llena el mundo de ira y mala vibra (sí, es un neologismo pero me gusta como suena, ¿qué pasa?). Pero yo también tengo derecho a existir. Y me tiene hasta los huevos. Que conste.
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