Me he levantado tarde. He ido a devolver la bicicleta y a comprar protector solar, una gorra y una bolsa de playa. Por el camino me he olvidado un libro y este cuaderno en la tienda del francés que me alquiló la bici (no eran 3 km. hasta la playa, desde aquí te lo digo, so mierdecilla, ya me hubiera gustado verte a ti sudando encima de la bici por aquella pista, que lo sepas). Me ha devuelto parte del dinero que le pagué por la bici sin rechistar y ni siquiera se ha inmutado cuando le he contado mi odisea. No me entiendo con él porque no tenemos ningún idioma común. Es bastante simpático, las cosas como son.
Percibo, desde una mesa en mi terraza preferida, un ambiente tenso en la ciudad. Creo que el ayuno los pone de mal humor, algo bastante comprensible. Es algo que se nota en el ambiente, como una pulsión de fondo. Mohammed (el chico joven que se queda en el riad por las noches) me confesaba ayer que el ayuno era duro (no sé si me lo contaba para que el extranjero admirara su determinación o como simple anécdota. A mí, la verdad, me parecen ridículos el ayuno y la fe: «No habrá nada más, fue bastante ya», Nacho Vegas dixit).
Uno de los lugareños habituales que se busca la vida con los turistas se sienta a mi lado y pretende darme conversación. Le digo que estoy escribiendo. Le da igual. Solo deja de sonreir y de hablarme cuando advierte que no le hago ningún caso y que sigo tomando notas en este cuaderno [Inserción desde el futuro: se me hace raro transcribir esa frase, ¿«este cuaderno»?, esto no es un cuaderno, es una pantalla, una metáfora del papel en blanco, esto es lo más alejado de un cuaderno que es posible imaginar. Escribir en un cuaderno es una tarea en la que hay que demorarse. Esto es otra cosa, algo inmediato].
Tengo un momento de irritación (está en el aire, lo noto). No quiero hablar con alguien que apenas sabe leer en su propio idioma. ¿Qué puedo tener en común con él? Nada. Nada en absoluto. Déjame en paz, hostia. El almuédano llama a la oración y por un momento el canto en árabe detiene el tiempo y la atmósfera pesada de fondo, la ira latente parece quedar expectante, como si todos estuviéramos esperando algo que la haga explotar, una pelea, una discusión, algo. Por un momento pienso que estoy harto de todos ellos. De todos.
Tengo dos ideas para un cuento:
Idea 1: Pides una subvención. El tipo es simpático y se hace amigo tuyo. Es un tipo conservador. Sin barba. Cordial. Gafas ovaladas. Frente despejada. Pelo rizado peinado hacia atrás pero sin gomina. Un día de copas te toca una pierna. Dices: «No, gracias» sin aspavientos. No tiene importancia. Él se extraña de tu actitud. Tú dices que te siente halagado pero que no te gustan los hombres. Que no tiene importancia. En realidad, él no ha dicho a nadie que es gay. Lo que me parece más interesante del cuento es que lo tienes en tu poder y que, además, la subvención que estás esperando depende de él en exclusiva. Es una situación interesante.
Idea 2: La librería mecánica. Una librería que en realidad es un laberinto que se reconfigura, en la que los muebles y estanterías giran y dibujan nuevos pasadizos, con líneas en el suelo, caminos literarios. Como un homenaje al cuento de Borges pero con la gracia añadida de que la gente podría morir por los movimientos de las estanterías, morir por la literatura, estar en medio del camino literio: «Realismo» y quedar aplastado cuando una estantería gira para mostrar el camino literario: «Realismo sucio» o «Surrealismo».
Ya estoy otra vez con la puta metaliteratura.
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