miércoles, septiembre 15, 2010

Assilah II

Los amigos (porque aquí el término amigo es bastante flexible y cualquiera que se haya dirigido a ti con una evidente intención comercial te llama amigo) con los que paso la noche son variopintos. Tarik (llamado como el árabe que entró a la Península Ibérica en el siglo VIII) es rastafari y sus rastas anudadas a la cabeza le llegan a mitad de la espalda. Tiene la barba rala y a pesar de dejársela crecer no tiene mucho vello en la cara (los marroquíes son barbilampiños [¡qué gran palabra, barbilampiño!]), es prácticamente negro y sus andares son elásticos, como si sus zapatillas llevaran muelles en su interior (siempre de buenas marcas occidentales, no esas zapatillas chinas de plástico que venden en los puestos de la medina, especialmente feas y con un aspecto muy barato, como si los chinos fabricaran con distintos niveles de calidad las falsificaciones que distribuyen por el mundo y destinaran las más desastradas a los países africanos).
Otro de los colegas se llama Said, un marroquí viajero de vacaciones en Assilah tras cuatro años sin venir de los Estados Unidos. Trabaja allí y su inglés es muy bueno. Está muy moreno, tras meses de ir a diario a la playa, pero se le ve claro de piel. Tiene la cara curtida de quien trabaja mucho y en malas condiciones. Me recuerda a un amigo muy cercano, que también tiene esa clase de arrugas en torno a los ojos pese a no tener edad para tenerlas. No tiene una cara demasiado confiable, es nervioso y se mueve demasiado, como si una urgencia oculta lo impulsara a fijar la atención aquí y allá sin detener su mirada más de dos segundos en nada. Fumamos mucho. Hablamos poco. Tras un par de horas contándonos nuestras vidas (con esa falsa intimidad que se produce con la gente que conoces en vacaciones, gente que, tras volver de allí, es probable que no vuelvas a encontrarte nunca), me levanto y me voy al riad. Reflexiono (trascendente, claro, como no podía ser de otra forma después de una noche fumando) sobre el papel que los turistas desempeñan en estos sitios, los portadores de dinero, el combustible que pone a funcionar la maquinaria. Llego a la conclusión de que en sitios así lo más importante no es que no te estafen sino no sentirse estafado. Es decir, aceptar que se trata de un juego en el que es poco probable que pagues el mismo precio que pagan ellos por los servicios. Y aceptarlo con ganas. Una vez que consigues hacerlo todo fluye de forma natural. En ese juego todos se llevan lo suyo. Es justo. Y además son simpáticos y te dan conversación.
Suenan mis pasos amortiguados cuando vuelvo al riad, paso debajo de un arco blanco adosado a una torre de planta portuguesa que destaca sobre las demás torres (las antiguas torres de defensa de la medina) por su altura, una torre blanca que deja ver aquí y allí la piedra que la conforma. Dejo a mi izquierda la entrada a la torre, una gran puerta de madera con vistas a una pequeña plaza en la que juegan los niños, enfilo una calle estrecha, casi cubierta por el género de cuatro tiendas pequeñas, con artículos para turistas (con esas horribles zapatillas chinas de plástico que parecen colgar por doquier) y llego al riad. Le digo a la persona encargarda (Annissa, una marroquí simpática y de gran dentadura) que necesito luz en la terraza para leer, que me voy a subir allí a leer un rato y tomar unas notas. Escribo.

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