Lo vi al otro lado de la calle y me alegré. No veía a Luis desde hacía más de diez años, desde la época en la que habíamos compartido grupo de trabajo en primero y segundo de carrera. Pero después de esos dos primeros años, cambió de ciudad y de facultad y no volví a saber de él. Sin embargo, durante el tiempo que fuimos compañeros, pasé muchísimo tiempo en su piso de estudiante, trabajando por la noche y escuchando bandas sonoras de películas de terror. Mientras escribíamos líneas de código, la música nos hacía recordar a Jason con un cuchillo en la mano y una máscara de hockey en la cara, disponiéndose a matar al último adolescente de la película. Durante ese tiempo, además, también compartimos otras aficiones: Twin Peaks y las películas de Linch, la música instrumental de Michael Nyman y los cómics. Cosas así.
Mi amigo era un tipo curioso —la palabra que él siempre utilizaba para describir, sin ofender a nadie, algo que no le gustaba; sí, es algo curioso, decía— que vestía de negro, era aficionado al gore e insistía en que cuando tuviera su propia casa, decoraría la entrada con un espejo deformante. Llevaba gafas, barbita y era rubio aunque ya por entonces se advertía que su pelo era demasiado fino, que probablemente se quedaría calvo antes de llegar a los cuarenta. Tenía una risa estentórea, un poco forzada, como si pretendiera dar un poco de miedo. No creo que se le pueda culpar, teníamos diecinueve años y el afán de originalidad propio de la edad. Esa es una época en la que todo el mundo se comporta como un actor en su propia sitcom y yo también forzaba mi procedencia lumpen —que no era del todo cierta pues mis padres siempre fueron de clase media y el barrio en el que me crié bastante normal— ante los demás.
En el verano del año 91, hubo un trabajo en especial —el trabajo de evaluación de una asignatura denominada análisis numérico— que apenas nos dejó dormir. Debíamos presentar para el examen de septiembre un programa que mostrara como funcionaban varios algoritmos matemáticos de resolución de problemas: ecuaciones diferenciales, integrales, derivadas, etc. Fue un largo verano en el que los dos trabajamos en su casa en agotadoras jornadas de hasta dieciocho horas seguidas. Un verano en el que Cristina, una chica del pueblo de Luis que estaba haciendo el doctorado y que estaba alojada en la casa para poder trabajar, nos cuidó como si fuera nuestra madre y nos hizo la comida y nos dio masajes y se interesó por nuestro estado de ánimo —bueno, no exactamente como si fuera nuestra madre porque, de no haber tenido novio, estoy casi seguro de que se hubiera venido a la cama conmigo— y en el que estuvimos a punto de perder los estribos más de una vez por el estrés, el apremio de la fecha de entrega y los errores que aparecían de forma inesperada en el programa y que nos mantenían con la vista fija en la pantalla del ordenador.
El trabajo duro en compañía une mucho y cuando los ánimos están agotados y el cerebro no da más de sí, se establece una relación especial entre la gente. Recuerdo una noche en la que, tras dos meses trabajando a un ritmo infernal, Luis dijo una tontería y ambos tuvimos un ataque de risa histérica. Llorábamos de risa mientras nos agarrábamos la barriga. De hecho, la estridencia de nuestra risa nos preocupó tanto que cuando acabamos, decidimos tomarnos la noche libre. Estábamos forzando demasiado la máquina y si seguíamos así aquello no podría acabar bien de ninguna de las maneras. Si seguíamos por aquel camino, una noche íbamos a llegar a las manos. Nos vino muy bien aquella noche de descanso. Nos reímos con Cristina —creo recordar que aquella fue la noche en la que intenté llevármela a la cama pero no estoy seguro— que nos explicó cosas sobre su doctorado en botánica y sobre el funcionamiento del mundo científico y las publicaciones de artículos y el impacto de las distintas revistas y esas cosas —yo creo recordar un beso, un buen beso, pero ya digo que no estoy seguro—. El caso es que, después de tanto trabajo, entregamos el programa a tiempo y conseguimos un sobresaliente. Hay pocas cosas que puedan compararse con esa sensación, con la sensación de haber trabajado duro y sentirte orgulloso del esfuerzo y que, además, el resultado se vea recompensado.
Todo esto me vino a la cabeza a la vez, en un instante, cuando identifiqué a Luis en la acera de enfrente. Como un volcado automático de memoria. Como si alguien me hubiera inyectado todos esos recuerdos, sin aire dentro, densos. Así que crucé la calle con una gran sonrisa, con la sonrisa de: colega, cuánto tiempo, me alegro de verte, qué es de tu vida, ¿tú también vives en Madrid? Con la sonrisa de toma mi teléfono y llámame algún día para charlar, ahora vivo en el centro y conozco muchos sitios que están muy bien. Ya digo que me alegré de verlo. Sin embargo, él me miró como si no me reconociera y cuando sí lo hizo y pude verlo en su cara, adoptó una expresión extraña, como si yo fuera una especie de fantasma de su pasado que no esperaba encontrar nunca más, como si toda aquella etapa que compartimos se hubiera borrado de su cabeza. Entonces me dijo que se dedicaba a la publicidad y que trabajaba por allí cerca aunque no me dijo exactamente donde. Vi en su cara que no tenía ningún interés en volver a verme, que yo no acababa de ser real para él. Advertí además que no estaba dispuesto a darme su teléfono ni a decirme donde vivía. Yo, simplemente, era alguien que le estaba obligando a recordar una época que, probablemente, había eliminado conscientemente de sus recuerdos. Aún me pregunto el porqué de su reacción. No tuve tiempo de preguntarle por Cristina tampoco (¿realmente se llamaba Cristina?).
No sé. Yo no recuerdo haber discutido con él. Siempre lo he recordado con cariño y siempre he pensado que nuestro distanciamiento, como ocurre tantas veces, se debió solo a que se fue a otra ciudad a hacer otra carrera y cambió de vida de y de compañías. Pero ya no estoy seguro de nada. Ni siquiera del beso inventado que estoy seguro que nos dimos Cristina y yo.
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