(a Portorosa)
Andrea y Bruno rompieron hace dos meses. Durante un año habían sido un ejemplo, se habían conocido, se habían enamorado y, tras solo tres meses se habían ido a vivir juntos. Ambos pasearon durante meses su amor en los distintos actos sociales de la pandilla hasta que un buen día, encontré a Bruno solo en el bar, tomando demasiadas copas, con cara de no querer contar nada a nadie. Durante los siguientes seis meses, tuvieron una relación intermitente. Por eso el resto de amigos nunca preguntaba a uno cómo le iba al otro, porque a nadie le gusta quedarse con cara de idiota mientras oye a alguien querido despotricar de una persona a la que también aprecia. La última vez que los vi juntos me dio la impresión de que iban en buen camino para reconciliarse. Me gustó pensarlo, siempre creí que hacían buena pareja.
Pero no. Lo dejaron definitivamente. Andrea sale ahora con otro miembro del grupo. Un tipo grande que se llama Ángel, escultor, muy comilón. El problema es que la pandilla de amigos ha experimentado una repentina división en facciones casi enemigas. Es ridículo porque todo el mundo sabe que una pareja puede separarse por muchos motivos y que casi siempre ambos llevan su parte de razón. Supongo que madurar consiste en comprender las razones de los demás, en ser capaz de meterse en la piel de casi cualquiera, en no ser categórico a la hora de expresar una postura moral. Hoy en día las decisiones morales están tan llenas de matices, de claroscuros, de pequeñas consideraciones, que no es fácil dar una opinión. Incluso en un caso aparentemente claro como, no sé, una madre o un padre que abandonara completamente a sus hijos por un apasionamiento pasajero, somos capaces de entenderlo haciendo un esfuerzo, de comprender el ansia de sentirse deseado, de exprimir los minutos que quedan, de intentar recuperar (como si eso fuera posible) el tiempo perdido.
De ahí que me parezca pueril la división de la pandilla en dos grupos: los que entienden a Andrea y, en cualquier caso, prefieren no dar su opinión sobre algo que no conocen, entre los que me encuentro y los que la critican por seguir frecuentando los mismos bares, viendo a la misma gente y además haciendo ostentación de su relación con Ángel. Hace una semana me los encontré a ambos. Me pareció que ella buscaba con los ojos mi aprobación. No la mía en concreto, supongo, sino la aprobación en general. No me gustó su mirada, parecía asustada, como si hiciera recuento de la gente con la que podía contar. Vi inquietud en sus ojos y tal vez algo de remordimiento. Quizá recordó al saludarme algunas de las conversaciones que habíamos tenido ella y yo, que el tiempo pasa deprisa, que hay que aprovechar las oportunidades, que no hay que ser desconfiado, que es mejor que te decepcionen a quedarte en casa, con miedo a la vida, que vamos teniendo una edad en la que hay que lanzarse a conseguir lo que crees que te hará feliz, que el amor merece la pena, que ella se había enamorado de Bruno sin dudarlo, que había estado segura de que era el hombre que andaba buscando, que por eso no había dudado en mudarse a su casa.
Supongo que la mirada retrospectiva sobre esas conversaciones debe producirle algo de vergüenza, que pensará que la juzgo, que me preguntaré a dónde han ido las palabras de las que estaba tan segura. Y no lo hago. En absoluto. Si pudiéramos recuperar las palabras que hemos dicho a lo largo de nuestra vida, estoy seguro que la mayoría de ellas nos cubrirían de vergüenza. De ahí que, en contra de lo que piensa casi todo el mundo, yo crea que el olvido es, al menos, tan importante como la memoria porque, en realidad, nosotros no somos sino nuestros recuerdos en una línea temporal, fotos secándose colgadas de una cuerda en un estudio y además nunca sabemos lo que vamos a acabar olvidando, qué fotos formarán parte de nuestro álbum personal. Recuerden, si no, las veces que han jurado no hacer algo que ha acabado gustándoles, las veces que dijeron esto no y acabó siendo que sí, las veces en las que dijimos: no voy a olvidarte nunca, nunca dejaré de acordarme de esta noche, te querré siempre, siempre recordaré este momento. Yo no me veo capaz, la verdad. Y ustedes tampoco. No se engañen.
2 comentarios:
De ahí que, en contra de lo que cree casi todo el mundo, yo crea que el olvido es, al menos, tan importante como la memoria porque, en realidad, somos nuestros recuerdos en una línea temporal, fotos secándose, colgadas de una cuerda en un estudio, y nunca sabemos lo que vamos a acabar olvidando.
Poderosa imagen, la de las fotos secándose. Y antigua. Ahora nuestra memoria fotográfica es digital. Pero, en el fondo, nuestros recuerdos no son más que píxeles: puntos diminutos que unidos forman un todo, que pueden alargarse y encogerse distorsionándolo todo o agruparse de manera que tengan sentido.
Me gustó el texto, tan cotidiano. Y tan real. Quién no. Y ojalá todo el mundo tuviera tan claro que madurar es no juzgar, intentar comprender, ser flexible. Y ojalá ciertas palabras, ciertos actos fueran reversibles. O no. La madurez también es asumir consecuencias.
Y me callo ya.
bss
Sí, antigua sí que es, sí. :-)
Pero la imagen de los píxeles no acaba de reflejar lo que pretendía decir.
Gracias por decirme que te gustó el texto. Sabes que este no es mi estilo y no era más que una prueba. ;-)
Y yo no echo de menos que algunas cosas no sean reversibles. Precisamente, la madurez consiste en saber que los actos tienen consecuencias y en asumirlo.
Un beso,
X.
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