El hielo y el frío lo han cubierto todo con su manto de conservación y, al igual que ocurre en las fotos de la gente muerta, han detenido el tiempo, lo han congelado. Y como las historias no son nada sin el tiempo, no son nada sin el movimiento inherente a la vida que representa el tiempo, también se han congelado, se han retirado a un lugar al abrigo de las temperaturas del exterior. Como esos peces que son capaces de reducir al máximo sus constantes vitales para conservar la vida en el fango seco, así están ahora los personajes de estos cuentos. A la espera. A la espera de que se derrita un poco la escarcha para poder gritar aquí, diciéndole al jodido invierno: eh, mira imbécil, aquí estoy, por mucho frío que nos eches encima, hijo de la gran puta.
Y las manos de uno de esos personajes, uno que suele usar una moto para llegar al trabajo, se han congelado y ha debido acudir al centro médico, donde, desgraciadamente, no han conseguido salvar todos sus dedos. Pero, como se trata de un accidente laboral in itinere, ha conseguido una pensión por invalidez que, de una manera que no alcanza a comprender del todo, le ha garantizado un sueldo para el resto de su vida. Y reflexiona sobre el hecho de ser un inválido mientras se hace un té y mira por la ventana un día entre semana, sin prisa por acudir a ningún sitio, liberado al fin de realizar un trabajo que odiaba. Reflexiona sobre su propia invalidez, que lo estigmatiza ante los demás, que lo convierte en alguien digno de compasión y piensa que odia esos dos dedos que le faltan casi tanto como antes odiaba su trabajo. Por eso, en las reuniones sociales inventa currículos brillantes e inexistentes. Algunos de sus conocidos han empezado a advertir que cambia de profesión y de carrera universitaria en cada cena. La gente lo mira como a un bicho raro en esas reuniones. Él, por su parte, ha tomado la costumbre de utilizar solo su mano impedida para todo. Cuando fuma con su mano de tres dedos, todos retiran la mirada de forma discreta. Y él insiste en mostrarla, en hacer que los demás se sientan incómodos. No sabe muy bien por qué.
Y otro de ellos acaba de volver de un viaje exótico e incuba una enfermedad tropical casi desconocida en el mundo occidental que queda latente cuando la temperatura se encuentra por debajo de quince grados. Sus maldiciones sobre el tiempo gélido, sobre los cuatro grados bajo cero, que se notan aún más tras regresar del Caribe, ignoran que el viento helado, la escarcha y la nieve lo mantienen sano. En primavera, las bacterias recibirán el buen tiempo con un alarde de actividad que lo mantendrá toda esa estación y el verano posterior metido en una cama. Y lo más interesante del asunto es que está maldiciendo el mal tiempo cuando es ese mal tiempo el que está evitando su muerte. Si hubiera vuelto a un mundo de 25 grados, no habría podido vivir otro año. Él no lo sabe, claro. Pero tampoco nosotros sabemos si hoy ha sido la última vez que despertaremos en nuestra cama, si cruzaremos una calle y nos atropellarán, si nuestro corazón fallará para siempre. Y, al igual que le ocurre al personaje de este cuento de hielo, también ignoramos de qué está constituido ese futuro que nos aguarda. Ignoramos incluso si estamos ya incubando la enfermedad que acabará con nosotros; si estamos ya sentenciados; si, cuando nos miramos al espejo, estamos viendo nuestra cara por última vez.
Y otro más ha encontrado el cadáver de un jabato, congelado y aparentemente intacto en la puerta de su casa, en la urbanización de la sierra en la que vive. Y cuando descubre el cuerpo, dos pensamientos recorren su cabeza. Por un lado, teme al jabalí que ha perdido al jabato, tal vez en estos momentos esté tras la espesura, guiado por el olor de la cría muerta, esperando que él tome con las manos el bicho congelado para embestirle. Casi puede oir el gruñido y la respiración del animal tras los arbustos, el crujido del suelo bajo sus pezuñas, la saliva espesa cayéndole del hocico.
Por otro, no entiende qué hace allí el jabato. Sabe que los gatos hacen eso de vez en cuando, hacen regalos a sus dueños: palomas, ratones, pequeños animales muertos que depositan como ofrendas en los dormitorios. Pero él no tiene gato. No le gustan los gatos. Le inquietan. Y el hecho de pensar que hay un gato que quiere convertirse en su mascota y que es lo suficientemente grande para transportar un cuerpo de ese tamaño lo llena de pavor. Por eso mira tan fijamente el cadáver del jabato y no se atreve a despegar la costra de hielo que lo mantiene unido al suelo de su porche. Por eso mira a los arbustos y más tarde alrededor de la casa. Por eso el jabato va adquiriendo poco a poco un color azulado, el color de la comida congelada tiempo atrás que quedó olvidada debajo de las últimas compras.
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