Un mendigo escribe versos (ripios, más bien, pero cómo ser duro en la crítica con una persona que vive en la calle y que mantiene viva la llama de la poesía, la llama eternamente encedida, el fuego de los dioses) en la puerta de una librería porque espera que la gente sea más sensible a su esfuerzo, allí, sentado en el suelo, sucio y desconfiado, escribiendo a toda velocidad, como el último hombre de la retaguardia de la literatura, como el abanderado que abre el desfile de los ejércitos de la palabra. Pero la gente lo ignora sin dificultad porque en esta ciudad, los cerebros han desarrollado la capacidad de no ver lo que no quieren ver. Creo. Y el hombre sigue allí, escribiendo con una letra cuidada, como de caligrafía antigua, un verso tras otro. Yo le sonrío. A pesar de los versos malos. El me sonríe también a mí. Como si compartiéramos un secreto, como si fuéramos miembros de alguna clase de hermandad.
Y ningún periódico ha dado la noticia, pero hoy todos los grafitos de la calle Fuencarral han desaparecido. Y el único que recuerda que alguna vez estuvieron ahí soy yo. La gente me toma por loco cuando les pregunto por las pintadas, me miran con cara rara, pero a mí me obsesiona saber dónde han ido todos esos kilos de pintura. Y a lo largo de toda la calle pregunto a unos y a otros dónde están los grafitos. Y a lo largo de toda la calle, la gente piensa que he perdido el juicio. Yo no creo haber perdido el juicio. Nah. Qué va. Pero todos insisten en que nunca ha habido grafitos en esa calle, la mayoría incluso pretende no entender el significado de la palabra grafito. Como si estuviéramos en los años setenta. Algunos incluso creen que estamos en los años setenta. Pero a mí no conseguirán engañarme, no, no lo harán. Yo ya estoy escarmentado.
Me miro en un escaparate y sucede lo de siempre, la primera vez del día que miro mi imagen en el espejo siempre me sorprendo, siempre advierto que mi ropa está vieja y manchada y que mi pelo está grasiento y que tengo líneas de suciedad en la cara que señalan aún más las arrugas. Unas arrugas que yo no recordaba tener y que no sé de dónde han salido. Pero la sorpresa pasa cuando vuelvo a recordar las pintadas inexistentes, miro al cielo y, según parece, sólo yo puedo ver la inmensa nube multicolor que cubre la ciudad, a punto de descargar y de cubrirnos a todos con los colores del mundo. Y una señora con mantilla y vestida de negro me mira con asco aunque más tarde se acerca y me dice que si quiero una sopa caliente que, por favor, por favor, no dude en acercarme a la parroquia porque allí, unas cuantas señoras de la buena sociedad madrileña están haciendo un trabajo admirable para confortar a los más necesitados y están tan dedicadas a su labor que incluso el Generalísimo en persona condecoró a la Marquesa de Villaverde, una gran mujer, la encargada de la recogida de fondos para la caridad. Y la sopa no es gran cosa pero seguro que me sienta bien, según la señora, porque, además, es posible que tengan algo de ropa usada y que pueda tomar un baño y adecentar un poco mi aspecto, que vivir en la calle es duro pero si perdemos la dignidad lo perdemos todo y Dios nos mira a todos, hijos suyos amadísimos, desde el cielo. Veo entonces al mendigo que escribe versos, que pasa caminando deprisa mientras dos policías le siguen para pedirle la documentación y los policías van vestidos de gris y ahora que me fijo no se ve a nadie hablando por la calle con un teléfono móvil ni tampoco se ven demasiados coches ni hay cabinas de colores fluorescentes ni gente de otro color caminando por las aceras. Lo que sí hay son putas, pero no son rumanas ni nigerianas sino que parecen andaluzas y extremeñas y tienen cara de haber dejado poblachos perdidos en mitad de la nada con la esperanza de ser modistas en la capital o, el mejor sueño de todos, secretarias que escribían a máquina y también tienen todas cara de decepción por no haberlo conseguido y cara de hastío por tener que compartir sudor con tristes viajantes de medias de nylon que aún piensan que son el último grito en la moda femenina. Y miro a la gente y está muy claro quién tiene dinero y quién no lo tiene porque la diferencia en el aspecto entre unos y otros es mucho más nítida que ahora, aunque si soy sincero ya no sé en qué ahora vivo y estoy empezando a asustarme porque tal vez, quién sabe, la dirección en la que llevo los últimos dos meses no exista en este ahora y tal vez, quién sabe, yo ahora sea un niño de doce años que vive en Alhama de Aragón y que va al colegio con el Padre Damián y aprende los ríos de España y el glorioso día del alzamiento nacional y hace caligrafía. Aunque por otra parte, quizá todo esto sea una especie de milagro, la posibilidad de arreglarlo todo de una vez y lo que deba hacer sea viajar a mi pueblo para explicar al niño los pasos en la vida que no debe tomar. Y sobre todo, para prevenirle de que cuando encuentre a una mujer que se llama Clara, que cuando la encuentre, por Dios, que se cambie de acera y no vuelva a mirarla y también para decirle que no se aficione al alcohol, que no lo haga nunca y también para decirle: mírame, si no me haces caso, al final, serás como yo, porque, aunque no lo creas, yo soy tú. Creo. No sé. Estoy algo confuso.
Y prometo ante Dios que la borrachera de anoche será la última de mi vida. Lo prometo y entonces entro en una bodega, regentada por un hombre gordo con mandil que no parece chino e intento comprar un cartón de Don Simon pero no puedo porque el dinero es diferente y además no hay vino en cartones y entonces agarro un botella de vino barato y salgo corriendo y cuando me paro en una de las calles transversales, lejos del hombre gordo, me bebo la mitad con ansia porque ya no entiendo nada y lo que quiero es olvidarlo todo, pero, especialmente, olvidar la nube de pintura que vuela sobre nuestras cabezas y que caerá sobre nosotros como una maldición bíblica.
Y ya estoy mucho mejor.
3 comentarios:
Muy bien ese cruce de tiempos. No es que se deje leer: es que te lleva de la primera a la última palabra casi sin respirar, pensando "aquí va a pasar algo muy gordo".
Y si no entiendes el comentario, te jodes; pero no me lo preguntes. A veces soy así de raro. (Prefiero no contar las veces, porque está el "nunca", está el "siempre" y está el "a veces", que de una cantidad de 100 puede cubrir desde el 1 al 99). A veces, claro.
Pues me jodo, claro. :-D
Y gracias. Y sí que lo entiendo, que lo sepas.
Un abrazo,
X.
Maravillos texto, Xavie.
Lo surreal dotado de sentido.
;-)
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