lunes, junio 09, 2008

Max

En el sureste español hay un desierto. Uno de verdad, con dunas y colinas pedregosas sin vegetación, con escarabajos que corretean entre la arena y agaves, que es como los mexicanos llaman a las pitas. Las pitas son de las pocas especies de plantas preparadas para sobrevivir allí, a la orilla del mar. Pertenecen a la familia de las cactáceas, plantas con tallos gruesos, con hojas que la evolución transformó en espinas, con flores delicadas, vistosas y efímeras, y con frutos jugosos. En México se destilan tequila y mezcal a partir del agave pero en España sólo se hace aguardiente.

Como en todos los desiertos, en el del sureste español vive gente bastante extraña. Gente que ha decidido privarse de la contemplación de un paisaje fresco y verde. Gente que, de alguna manera, ha decidido mirar el atardecer sobre las colinas desnudas como si se tratara de algo esencial. Y tal vez lo sea, ¿quién sabe? Gente limítrofe, que debe aprender a ahorrar agua y para ello imita a la naturaleza y habita viviendas semienterradas.

En el desierto del sureste español había un hombre que decía ser alemán, con la piel ya morena y curtida por la intemperie, y que tenía antes un museo al que solo se podía acceder después de hacerle un retrato. Aunque el visitante no supiera dibujar, debía realizar el retrato para poder admirar la colección de objetos recuperados del mar, blanquecinos y llenos de sal. El hombre ya murió y no dejó testamento ni última voluntad porque qué sentido hubiera tenido entonces haberse convertido en los setenta en un ermitaño marino dispuesto a vivir solo con los objetos traídos por el agua. El hombre no creía en la propiedad privada y murió como había vivido, sin nada que poder regalar. Si lo pensamos, es admirable morir como se ha vivido, sin dejar que el miedo nos cambie. El caso es que el alemán era famoso en la zona y ahora está muerto y las cosas que recuperó en la costa durante treinta años han vuelto al mar, de una manera u otra. Lo sé porque yo fui su amigo durante los últimos años. Se llamaba Max.

Max murió un seis de julio hace tres años. Desde entonces, yo y un par de personas más que nos considerábamos buenos amigos suyos le recordamos el día de su muerte consumiendo peyote. Según las tradiciones del pueblo Huichol, la planta sagrada surgió de las huellas ensangrentadas de un dios, fugitivo y perseguido por los hombres de la tribu. En México y el sur de Estados Unidos la han consumido de forma tradicional durante cientos de años, pero Jim Morrison escribió algunos versos arrasado por sus efectos y desveló su secreto. Hasta que nuestro alemán muerto plantó peyote y lo cuidó durante treinta años con cariño, esa planta no crecía en España.

Todo está trascurriendo mucho más lentamente, todo está teniendo su propio tiempo, todo está desecándose y cubriéndose de salitre poco a poco. Puedo escuchar el ruido que hace la sal depositándose sobre las plantas, puedo oír el concierto de los granos de arena transportados por el viento, crujiendo como si el cielo estuviera hecho de seda, noto como se eriza mi piel, puedo ver la música, de colores, moviéndose armónica como un charco de aceite agitado por el viento. Este desierto tiene playas de arena entre rocas, con peces, pulpos y sepias a tres metros de profundidad, y resulta extraño oír nuestro propio corazón mientras contemplamos los movimientos espasmódicos de los animales marinos. Bum. Bum.

Max, te echamos de menos. Aunque estuvieras completamente loco.

5 comentarios:

La independiente dijo...

Gracias, ETDN, por las correcciones.

Un beso,
X.

ETDN dijo...

Creo que ha mejorado.

Gracias a ti por hablarnos de personajes como Max y por escribir frases como esta:

Si lo pensamos, es admirable morir como se ha vivido, sin dejar que el miedo nos cambie

bss

Gemma dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Gemma dijo...

Leí la crónica de Max en el País y me pareció un hombre interesante. Decidió vivir como quería y puso los medios para conseguirlo. Seguro que fue un buen tipo.

¿Almería?

La independiente dijo...

Yo no lo conocía, Mega. Sabía la historia porque me la habían contado (era una especie de leyenda urbana en el Cabo de Gata, sí, Almería) y me he inventado lo demás. Lo de los amigos, lo del peyote...
En fin, no tengo ni idea de si era o no un buen tipo. Y si te digo la verdad, me da exactamente igual. Lo que sí era es un gran personaje.
¡Qué grande, este Max! (nombre que también me he inventado, seguro que se llamaba Hans :-D)

Un beso,
X.