jueves, noviembre 08, 2007

Placa

El traje de corte inglés le quedaba como un guante, los zapatos quizá fueran demasiado puntiagudos, pero la cabeza afeitada y la cultura francófila le hacían parecer elegante. De maneras afectadas, en otras épocas de la historia hubiera tenido que soportar bromas sobre su condición sexual. No en esta, por fortuna. Una barriguita, más llamativa de lo normal en alguien tan delgado, indicaba abandono en su programa de ejercicios de pilates. Pese a todo, estaba en forma para alguien que estaba más próximo a los cuarenta que a los treinta.

No despertaba muchas simpatías, eso era cierto. Llegaba al trabajo, se colocaba los auriculares y no hablaba con nadie. Para él, interesarse por la vida de alguno de sus compañeros era una muestra de debilidad. Sin embargo, sí que le importaba conocer el nombre de los directivos. Por eso había dedicado casi un día a copiar a mano el organigrama de la empresa y así aprenderse de memoria los nombres. Así podía fingir una experiencia en la compañía que no tenía. Podía aparecer como alguien con trayectoria y no como el amigo del jefe, compañero de la facultad. Ahora que había encontrado su oportunidad no iba a dejarla pasar. Él no estaba allí para hacer amigos sino para hacer carrera.

No podía descuidarse ni un momento, en cualquier instante alguien podía clavarle un puñal por la espalda: hacer el comentario adecuado en el momento adecuado, conseguir la mirada aprobatoria de los jefes que, en realidad, se merecía él. Estaba rodeado de hienas. Veía el mundo a través de su ambición y, como el lujurioso que cree que todo el mundo está siempre juzgando qué tal polvo tendrán los demás, no veía nada más que competidores. Gente que estaba allí para arrebatarle lo que le correspondía.

Uno de los días en los se quedó a trabajar para preparar una reunión, un coágulo decidió recorrer los casi 3 metros de arterias que van desde el muslo derecho hasta el corazón y lo mató. Murió agarrándose el pecho y quedó desplomado sobre el teclado del ordenador mientras la impresora escupía la última versión de la presentación en la que estaba trabajando. Eran las diez de la noche y hacía más de una hora que el último compañero se había ido a casa.

Al día siguiente, en la oficina no trabajaron. Todos estaban afectados y se dedicaron a intercambiar comentarios sobre la futilidad de las preocupaciones laborales ante los verdaderos problemas de la vida. En una semana, todos volvieron al ritmo de trabajo habitual. Como recuerdo de su labor en el grupo, compraron una placa conmemorativa que fijaron en la pared del vestíbulo. La descolgaron después de que los cuatro últimos contratados protestaran por el ambiente que aquel recuerdo creaba en la oficina.

8 comentarios:

La independiente dijo...

¿Están ustedes ahí?

Portarosa dijo...

Sí, sí.

Anónimo dijo...

Estamos, e igual de encantados que siempre, aunque con poco que decir.

La independiente dijo...

Hola Porto y maría,
Gracias por contestar. Empezaba a preguntarme por qué no aparecían comentarios.

Un saludo,

conde-duque dijo...

Aquí otro. No sé, supongo que es un relato con muchas moralejas, pero mejor no sacar ninguna...

Portarosa dijo...

Hay veces en que no hay nada que decir. Y no siempre significa que no dé qué pensar. Y mucho menos que no guste lo leído, claro.

Un abrazo, y buena semana (¿cómo llevas las tardes de asueto?).

La independiente dijo...

Gracias Porto,
Con respecto a las tardes, ahí las llevo. Ya voy a tener trabajo esta semana por lo que no me ha dado tiempo a aburrirme mucho (casi estaba pensando ya en hacer algo con mis tardes libres :-D)

¿Y tú?, ¿cómo estás?

Un abrazo,

J.

Portarosa dijo...

He estado peor. Y mejor. Y espero volver a estar mejor.

No se te ocurra hacer nada en tu tiempo libre, X. ¡Eso, nunca!