viernes, octubre 19, 2007

Cerdos

Miguel Barceló hablaba hace algún tiempo en una entrevista de su costumbre de ayudar en la matanza del cerdo en su pueblo mallorquín, Felanitx. El plato utilizado para desangrar al cerdo (donde las mujeres mueven con las manos la sangre para evitar que se coagule) está en la base, según sus propias palabras, de algunos cerdos que aparecen en sus cerámicas. No me extraña en alguien tan orgánico, por decirlo de alguna manera. La matanza (la matancía, dicen en Aragón) siempre ha sido una ceremonia festiva en una tierra como la nuestra en la que hasta hace muy poco tiempo no era seguro tener suficiente comida para pasar el invierno. Un día en el que se disfrutaba por anticipación del festín, en el que se trabajaba duro, se bebía, se comía y se bromeaba. Y se mataba un cerdo.

Yo estuve en una matanza hace unos años y la imagen de una anciana vestida de negro, limpiando las tripas que más tarde embucharía de carne, sangre, grasa, cebolla y especias para hacer las morcillas, con sus manos nudosas, vestida de negro y llamando amo al dueño de los animales que se sacrificaban no se me olvida. A pesar de que los animales sabían que iban a morir y del corto borboteo de sus estertores aquello no me pareció desagradable ni irrespetuoso. El cuchillo afilado y corto en la yugular, el plato (el de Barceló) que recoge la sangre, el fuego que quema sus cerdas, el raspado de su piel, el matarife y su destreza en el despiece, todo ello me pareció una celebración de la vida. Todos estamos unidos a la tierra más de lo que reconocemos, a pesar de vivir en cubos de cristal y de ver las boqueadas de los castaños de Indias, casi asfixiados por el humo de los coches.

Ayer, sin embargo, mientras caminaba por mi ciudad (por una de ellas), vi algo que me ha inquietado de una manera extraña. Al cruzar la Plaza Mayor, en uno de esos restaurantes en los que ningún madrileño come jamás porque son para turistas, de esos en los que siempre hay dos cochinillos muertos que parecen dormidos y que provocan una mueca de repugnancia en los mismos turistas que luego se relamen al terminar su ración, habían colocado unas gafas de sol a uno de los cerditos y un gorro al otro. Y me pareció una brutal falta de respeto. Y todavía me pregunto por qué.

Me gustaría preguntarle a Barceló.

4 comentarios:

Portarosa dijo...

Me han gustado mucho tus tres últimas entradas, Xavie.
La falta de respeto surge de no respetar algo así como su identidad. Yo siento algo parecido, salvando las distancias, cuando veo que a un anciano lo han disfrazado poniéndole una visera de Quicksilver o una camiseta de publicidad, en lugar de dejarle una ropa, digamos, digna.

Aunque no sé qué pensarán los cerdos de todo esto. Supongo que preferirían que les pusiéramos gafas de sol y los dejáramos en paz.

Un abrazo.

La independiente dijo...

Gracias, Porto
Te echaba de menos por aquí. Por malcriarme, claro. :-)

Estoy de acuerdo con lo de los ancianos. Esos reportajes pretendidamente enrollados que nos muestran a ancianos bailando rap o saltando en paracaídas me parecen también una falta de respeto. Pero creo que forman parte de la infantilización generalizada de la sociedad.

Con respecto a lo de los cerdos, no sé. Creo que las gafas de sol y el gorro eran algo así como la burla última. Si matas un bicho para comértelo, sólo haces lo que hacemos los humanos desde el inicio, pero escarnecer el cadáver, no sé...

Igual es una tontería. Y los cerdos estarían más que de acuerdo en llevar gafas de sol si así se libraran del cuchillo del matarife. Clarísimo. Pero, ¿qué haríamos nosotros sin jamón ibérico? :-D

Y además, que hubieran aprendido ellos a manejar el cuchillo, ¿no?

Portarosa dijo...

Eso. Si nosotros somos mejores, que se aguanten.

Porque más limpios algunos no, pero mejores sí seremos, ¿no?

Un abrazo.

La independiente dijo...

Digo yo que sí, que mejores seremos.

Aunque sí que estoy de acuerdo contigo en que algunos más limpios no lo son. :-D

Un abrazo,
X.