Andrés tenía un amigo senegalés. Negro, claro. Los africanos suelen serlo. A veces, cuando salía con él, podía notar el racismo por persona interpuesta. Porque su amigo era negro y además lo parecía. Tenía pequeñas trencitas en el pelo y era percusionista en un grupo de música africana. Y además, era bastante feo. Muy majo, pero bastante feo.
Alguien le había dicho hacía tiempo que con los tontos no se discute, que hay que huir de ellos, porque lo único que se puede conseguir es que se te pegue la tontería. Así que cuando notaba el racismo en un grupo, siempre se retiraba de ellos con aprensión.
Sin embargo, un día (por esas extrañas casualidades que se producen de vez en cuando), Andrés se despertó y lo primero que vio fue el color marrón del dorso de su mano. Pensó que probablemente siguiera durmiendo; no es posible cambiar de color durante la noche.
Pero a medida que pasaban los minutos, los contornos del mundo se hacían cada vez más nítidos y, sin embargo, aquel color permanecía. Cuando corrió hasta el espejo para comprobar su aspecto, descubrió que había despertado con los rasgos africanos de su amigo.
Y lo único que se le ocurrió pensar fue: Dios, me he convertido en un negro.
Un negro.
2 comentarios:
Pues que quieres que te diga, a mí me sigues pareciendo muy claro a pesar del contagio. Peor es que se te hubiera pegado el capirote del Klu Klux Klan, Mucho más incómodo, dónde va a parar... ;))
Saludo y gracias por la bienvenida.
Pues en Andalucía dentro de pocas fechas van a salir un montón de capirotes.
Si yo fuera un negro norteamericano no podría evitar preocuparme... :-D
Un saludo,
Publicar un comentario