Aquel recuerdo era algo minúsculo, sin importancia: dos adolescentes fumando un cigarrillo a escondidas en una placita con bancos, ocultos por un seto; con aquella fuente que tenía un extraño sabor a grafito. Tan pequeño era que había ocupado un lugar insignificante y no se había movido de ahí en veinte años. Hasta que ahora una conversación lo había zarandeado y lo había hecho salir a la luz.
Al tirar de ese recuerdo petrificado (con ese aspecto de tronco calcáreo, de árbol de cueva), sin darse cuenta, había roto la base con la que se aferraba a su cabeza. Y por ese hueco habían salido muchos otros con los que ahora no sabía qué hacer.
Así que mientras lo decidía, y como les tenía cariño, los había cogido con cuidado (veinte años de inmovilidad atrofian la musculatura) y los había tendido aquí en esta página para que se fueran recuperando.
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