En la mejor novela de China Miéville, La ciudad y la ciudad, dos ciudades diferentes comparten espacio en un planteamiento que extrema y retuerce la lógica
propia de la Guerra Fría en los años setenta (Berlín Occidental vs. Berlín
Oriental). No
existen dos partes en la ciudad, cada una perteneciente a un estado, separadas por
un muro, sino que el espacio físico en el que se desarrolla la vida de ambas
ciudades es el mismo. Los habitantes de una y de otra visten ligeramente
diferente, caminan de forma vagamente distinta y tienen preferencias gastronómicas
propias. Unos son más ricos que los otros y desde pequeños los habitantes de
las dos ciudades aprenden a desver y desoír los edificios, los habitantes y
los vehículos de su contraria, de tal modo que, a todos los efectos, viven en
mundos superpuestos que solo guardan entre sí una relación tangencial.
Las comunicaciones entre ambas ciudades deben realizarse
mediante los servicios diplomáticos correspondientes y las inevitables
colisiones que se producen en el mundo físico (tropezones, accidentes,
ocupación permanente del espacio) requieren de una complicada burocracia en la
que deben participan funcionarios de ambos gobiernos. Como ejemplo paradigmático
de esta situación, en el libro hay una escena (maravillosa) en la que el protagonista
va a comer a un restaurante que ofrece la comida de la otra ciudad y, aunque
dicho restaurante está en un barrio en el que abundan los habitantes, edificios
y restaurantes que pertenecen de hecho
a la otra ciudad, desde su punto de vista es como si no existieran y la comida
solo puede disfrutarla en el exótico restaurante
de su propia ciudad que ofrece la gastronomía (algo más oriental y especiada)
de la contraria.
Si hablo de esta novela no es solo porque sea una obra llena
de buenas ideas y de una escritura excepcional, de un autor con una imaginación prodigiosa, además. Si
hablo de ella es porque en los últimos tiempos me descubro recordándola muy
frecuentemente. Descubro ejemplos constantes que me hacen pensar que no vivo en la
misma ciudad que muchos de mis conciudadanos, preguntas que me resultan sorprendentes
en boca de personas adultas, opiniones sobre la peatonalización del centro de
la ciudad emitidas por habitantes de urbanizaciones que jamás han cogido el
metro, quejas de personas que, según ellas, han visto reducida su movilidad por
la huelga de taxis y que, por lo visto, deben de desconocer la existencia de un
eficiente servicio de autobuses a los pueblos de las afueras, opiniones (femeninas)
que ridiculizan el feminismo, tan ideologizado, lamentos sobre exmaridos faltos de generosidad que no aumentan la pensión de los hijos adultos para que estos puedan ir a universidades
privadas a estudiar marketing, comentarios que me resultan incomprensibles y que es probable que
hagan referencia, claro está, a la otra
Madrid en la que viven y que a mí me cuesta imaginar coincidente con la mía.
Estamos comenzando a trazar trayectorias que se cruzan solo
tangencialmente con las de los demás, si acaso ocupando el mismo espacio físico,
como cuando voy al trabajo en moto y no acabo de compartir carretera con los
coches, puesto que evito el atasco culebreando entre ellos y ocupando los
arcenes y, por tanto, la representación mental que me hago del camino poco
tiene que ver con la de alguien que haga el mismo trayecto que yo en coche. Y asimismo
sucede con los lugares que frecuentamos, con las expectativas vitales para
nosotros y para nuestros hijos, con la música que escuchamos (si lo hacemos),
con la manera de pasar nuestro tiempo libre, con nuestras opiniones políticas
(por supuesto), con la ropa que compramos y dónde, con la importancia que concedemos
al pensamiento o al trabajo intelectual, con la
idea que tenemos de la felicidad, con la que le otorgamos al dinero (el dinero, ese delineante de fronteras elusivas y no por ello menos ciertas tan inapelable como la verdadera belleza y la victoria deportiva).
Todos vamos rodeados de una esfera invisible, de un escudo
de fuerza ante lo ajeno.
Lo ajeno, esa agresión.
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