viernes, marzo 08, 2019

La ciudad y la ciudad



En la mejor novela de China Miéville, La ciudad y la ciudad, dos ciudades diferentes comparten espacio en un planteamiento que extrema y retuerce la lógica propia de la Guerra Fría en los años setenta (Berlín Occidental vs. Berlín Oriental). No existen dos partes en la ciudad, cada una perteneciente a un estado, separadas por un muro, sino que el espacio físico en el que se desarrolla la vida de ambas ciudades es el mismo. Los habitantes de una y de otra visten ligeramente diferente, caminan de forma vagamente distinta y tienen preferencias gastronómicas propias. Unos son más ricos que los otros y desde pequeños los habitantes de las dos ciudades aprenden a desver y desoír los edificios, los habitantes y los vehículos de su contraria, de tal modo que, a todos los efectos, viven en mundos superpuestos que solo guardan entre sí una relación tangencial.

Las comunicaciones entre ambas ciudades deben realizarse mediante los servicios diplomáticos correspondientes y las inevitables colisiones que se producen en el mundo físico (tropezones, accidentes, ocupación permanente del espacio) requieren de una complicada burocracia en la que deben participan funcionarios de ambos gobiernos. Como ejemplo paradigmático de esta situación, en el libro hay una escena (maravillosa) en la que el protagonista va a comer a un restaurante que ofrece la comida de la otra ciudad y, aunque dicho restaurante está en un barrio en el que abundan los habitantes, edificios y restaurantes que pertenecen de hecho a la otra ciudad, desde su punto de vista es como si no existieran y la comida solo puede disfrutarla en el exótico restaurante de su propia ciudad que ofrece la gastronomía (algo más oriental y especiada) de la contraria.

Si hablo de esta novela no es solo porque sea una obra llena de buenas ideas y de una escritura excepcional, de un autor con una imaginación prodigiosa, además. Si hablo de ella es porque en los últimos tiempos me descubro recordándola muy frecuentemente. Descubro ejemplos constantes que me hacen pensar que no vivo en la misma ciudad que muchos de mis conciudadanos, preguntas que me resultan sorprendentes en boca de personas adultas, opiniones sobre la peatonalización del centro de la ciudad emitidas por habitantes de urbanizaciones que jamás han cogido el metro, quejas de personas que, según ellas, han visto reducida su movilidad por la huelga de taxis y que, por lo visto, deben de desconocer la existencia de un eficiente servicio de autobuses a los pueblos de las afueras, opiniones (femeninas) que ridiculizan el feminismo, tan ideologizado, lamentos sobre exmaridos faltos de generosidad que no aumentan la pensión de los hijos adultos para que estos puedan ir a universidades privadas a estudiar marketing, comentarios que me resultan incomprensibles y que es probable que hagan referencia, claro está, a la otra Madrid en la que viven y que a mí me cuesta imaginar coincidente con la mía.

Estamos comenzando a trazar trayectorias que se cruzan solo tangencialmente con las de los demás, si acaso ocupando el mismo espacio físico, como cuando voy al trabajo en moto y no acabo de compartir carretera con los coches, puesto que evito el atasco culebreando entre ellos y ocupando los arcenes y, por tanto, la representación mental que me hago del camino poco tiene que ver con la de alguien que haga el mismo trayecto que yo en coche. Y asimismo sucede con los lugares que frecuentamos, con las expectativas vitales para nosotros y para nuestros hijos, con la música que escuchamos (si lo hacemos), con la manera de pasar nuestro tiempo libre, con nuestras opiniones políticas (por supuesto), con la ropa que compramos y dónde, con la importancia que concedemos al pensamiento o al trabajo intelectual, con la idea que tenemos de la felicidad, con la que le otorgamos al dinero (el dinero, ese delineante de fronteras elusivas y no por ello menos ciertas tan inapelable como la verdadera belleza y la victoria deportiva).

Todos vamos rodeados de una esfera invisible, de un escudo de fuerza ante lo ajeno.
Lo ajeno, esa agresión.

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