Ya lo he dicho en otra ocasión, pero ahora estoy leyendo más (como si leer
fuera la respuesta a algo, qué iluso) y he reafirmado cosas que ya sabía: que Vila-Matas
es fantástico. Que el discurso libre indirecto se te mete ahí en la cabeza y no
hay quien lo saque (lean Sur de
Antonio Soler, una auténtica hazaña). Que el ritmo y la cadencia, tan minusvalorados
en prosa y tan importantes en la poesía, en el baile, en la natación y en el
sexo, son capaces de aguantar por sí solos una obra (aparte de un polvo o de una
prueba de 1500 libres, claro). Que podría pasar gran parte de mi tiempo leyendo
(vale, podría leer en voz alta a mis hijos para evitar que pensaran en mí como
en un padre autista, pero eso es lo máximo que estoy dispuesto a concederles).
Que Patricio Pron tiene un ojo muy fino para detectar las imperceptibles
vibraciones de la realidad, esas ligeras sacudidas que solo ven los buenos observadores.
Y que, tras leer su novela Mañana
tendremos otros nombres, comparto la extrañeza que parece envolver a los
protagonistas, como si no acabaran de entender el funcionamiento del mundo,
ni de sus parejas, ni de sus trabajos, ni de sus relaciones personales, ni del estruendoso
servicio de recogida de basuras de Madrid, ni, en general, de la vida. El mundo
se ha movido y, en lugar de una costura en el tejido de la realidad que dejara
ver el relleno de este escenario de atrezzo,
tenemos Instagram y Tinder. Que a lo mejor son lo mismo, vaya usted a saber.
Tanta lectura me ha llevado a una suerte de revelación (hola
Fernando) sobre la pérdida de tiempo. Las actividades que se enmarcan en esa
expresión (dejar que nuestra mente vaya de un lado a otro mirando el paisaje,
ensimismándonos, pasar un día leyendo y tomando notas sin más objeto que el
disfrute, observar en profundidad el mundo), y que el neoliberalismo ha
proscrito, tal vez sean las que nos hacen más humanos. Por eso Cádiz (un lugar
en el que las personas pueden pasar gran parte del año dedicadas a sus letras,
sus músicas y sus trajes de Carnaval) es el último bastión contra él. Por eso,
leer por el mero disfrute es un acto cada vez más subversivo. Les aviso de que
acabará estando prohibido, así que aprovechen mientras puedan (y ya que están,
relean Fahrenheit 451).
He pensado también en esos días en que la realidad parece
empeñada en señalarte algo, en llamarte la atención y hasta el detalle más
nimio (una caseta de la luz pintada de azul hasta media altura, ¿por qué?; una
conversación por correo con una persona que hace tiempo que no ves y que te
hace una pregunta adecuada; un plácido recorrido en moto, lo que sea) parece
encajar dentro de un patrón que intuyes pero que no alcanzas a esclarecer, una
especie de paranoia en negativo: en lugar de sentirnos perseguidos u
observados, nos sentimos más bien empujados hacia algo bueno.
También me he hecho preguntas:
¿Por qué la concatenación de semáforos en verde (algo por
completo aleatorio y susceptible de formar parte de un problema de la ESO, de
esos de mínimo común múltiplo) parece señalarnos individualmente, como si la
realidad conspirara para hacernos llegar nuestro destino?
¿Por qué cuando conocemos a alguien y nos gusta y deseamos
pasar tiempo con esa persona y, por algún motivo ajeno a nuestra voluntad,
debemos separarnos de ella (porque tenemos que trabajar o cumplir con cualquier
otra obligación), en el fondo experimentamos cierto alivio, como una especie de
anticipación del probable y futuro hartazgo? ¿O eso solo lo siento yo? Y si solo me pasa a mí, ¿tengo un problema?
¿Por qué siempre pienso en la dimensión matemática del caos
cuando, debido a la acumulación de trabajo pendiente en la cola del
microprocesador del ordenador, alguna de las cosas que hacemos con él provoca
un sonido (entre gruñido y ruido blanco) que interrumpe la música que estoy oyendo? ¿Por qué me ocurre también cuando contemplo los árboles meciéndose en la brisa o cuando veo cambiar el
vórtice que el chorro de agua forma en un vaso ya lleno cuando sigue cayendo?
Lo que no tengo son muchas respuestas. Cada vez menos, de hecho.
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